12.

Todos ellos ya estaban reunidos pero aún así enviaron a Vicente para hacerme esperar en el pasillo. Querían dejar claro que allí mandaban ellos. A mí aquel pequeño ardid psicológico sólo me pareció una manera más de perder el tiempo.

“¿Qué te ha parecido mi regalo?”.

“Estupendo, voy a ser el jinete mejor vestido de Al-Andalus. No sabes lo mucho que la gente envidiaría mi elegancia en pueblos como Cañasviejas o Encinasola.

“No es para eso. Es para tu viaje a Marbella”.

“Claro, lo entiendo”.

“Tienes que estar al mismo nivel que ellos”, explicó Vicente. Por ellos se debía de referir al resto de la comitiva de Al-Andalus, o tal vez a los ejecutivos de las Marcas Globales que allí encontraríamos. Era como un padre, que no quería que su hijo fuese menos o se sintiese en desigualdad de condiciones cuando fuese de visita a la finca del hijo del señorito, sólo le faltaba decirme que tenía que ser educado y comportarme como un caballero. No lo hizo: no le hubiese hecho caso y él lo sabía.

Por fin me hicieron pasar a la sala del Consejo. En comparación con la belleza y tesoros arquitectónicos que se encuentran en Toledo, aquella habitación era sospechosamente simple y funcional; si los prohombres de la ciudad querían dar una imagen de austeridad utilizándola como centro de reuniones principal, estaban en el buen camino. Una mesa estándar de principios de siglo con patas de metal y doce sillas sin tapizar, a juego, se encontraban en medio de una sala de suelo de madera y paredes lisas pintadas en blanco. Lo más atractivo se veía más allá de las ventanas que daban a la entrada principal de la Catedral, al otro lado de la plaza.

Conocía a todos los personajes que me habían hecho esperar: Rafael Medina, Principal de la Ciudad Estado de Granada; Luis Pizarro, Maestre Mayor de la Ciudad Estado de Córdoba; Agustín Noblejas, Condestable de las Marcas de Murcia y Almería y, como no, el anfitrión Juan Guzmán, Alcalde de Toledo y primus inter pares de la doctora Conde, Senescal de esta ciudad, o la Senescala como la llamaba Vicente, que se sentaba a su derecha. Eran las máximas autoridades de los núcleos principales de Al-Andalus y representaban al resto de villas y pueblos en los territorios bajo su influencia. Su viaje a Toledo no había sido ni rutinario ni de alto relieve protocolario, su motivo era de urgencia y si no secreto, sí sujeto a una mínima discreción.

Después de unos educados saludos y estrechamientos de manos, tomé asiento en la mesa, entre el Principal de Granada y el Condestable de Andalucía y Murcia, como uno más de ellos. Fue el Alcalde de Toledo, persona con quien tenía la más estrecha relación, quien abrió la reunión con una fácil pregunta.

“Me imagino que ya sabrás para qué te hemos convocado”, dijo. No lo sabía exactamente y sobre todo desconocía el motivo por el cual yo fuese el elegido. En cualquier caso no me sentía especialmente bien tratado por ellos, sobre todo por su forma perentoria de haberme llamado a su presencia, de modo que opté por tocarles sus colectivas narices.

“Por el asesinato de Aldea del Rey”, contesté, sin darle forma de pregunta. “Es un crimen de una crueldad extrema y me he enterado de que no ha sido el único con estas características. Lo estoy investigando y entiendo vuestra preocupación”.

Miré rápidamente a las caras de los allí presentes para asegurarme de que la mayoría de ellos no tenían ni idea de lo que les estaba contando y de que, de haberla tenido, les hubiese importado bien poco. Únicamente la doctora Conde conocía íntimamente a lo que me refería, y escondió su enfado detrás de la mirada gélida a la que ya me estaba acostumbrando. Juan Guzmán dio signos de sentirse desconcertado por mi respuesta.

“No, no es eso. Es algo muy importante”, explicó, y dándose cuenta de que dos cuerpos descuartizados también eran algo de particular relevancia añadió: “Bueno, de una importancia distinta a la búsqueda de un asesino”.

“Si existe algo más importante, o urgente, que poner bajo siete llaves a un criminal que mata a sus víctimas dejándolas que se desangren mientras aún siguen con vida, que ya tiene dos cadáveres en su haber, por lo menos que yo sepa, y que, no tengo ninguna duda, seguirá matando, estoy dispuesto a escuchar. Si no, sugiero que no me hagáis perder el tiempo, y que empiece a buscar a ese hijo de puta, porque si no lo hago la próxima muerte será posiblemente por vuestra culpa. Sólo espero que la víctima, con los pechos violentamente cortados, no sea una hija vuestra”.

Mis palabras les hicieron mirarse los unos a los otros, en parte para intentar averiguar quiénes de entre sus colegas estaban al corriente del motivo de mis palabras y también para saber si debían continuar con la propuesta que tanto les costaba hacerme. La doctora Conde asumió el control, ante la mirada perpleja e inquisidora a la vez, de sus colegas.

“Tienes toda la razón Bolto. Quizá haya cosas más importantes pero no tan urgentes como capturar a ese asesino, pero, y hay muchos peros, no es el motivo de esta reunión”. Estuve a punto de interrumpirla, pero me paró con un seco movimiento de su mano. “Aún así”, continuó la Senescal de Toledo, “creo que te mereces una explicación, aunque sea sólo para que nos dejes centrarnos en el tema principal”. Yo era todo oídos.

“En primer lugar, los dos cadáveres encontrados han sido sujetos a diversas mutilaciones, pero no necesariamente han sido víctimas del mismo asesino”.

No estaba seguro de qué sería mejor, si un asesino que había matado dos veces o dos asesinos con una sola muerte a sus espaldas cada uno.

“También se te ha olvidado que alguien ha tenido que descubrir el segundo cadáver, que alguien ha tenido que verlo y que ese alguien está tan interesado como tú en dar con el matarife”, continuó la doctora Conde, y no le faltaba razón en lo que decía. Entonces se giró hacia mí apuntándome con su dedo como si de un cañón se tratase y se dejó llevar por un ataque de cólera, en lo que sigo pensando fue una pérdida de papeles por su parte. Sin embargo debo reconocer que logró amedrentarme, algo muy difícil de conseguir.

“Yo también vi el cadáver de la gitana. ¿Te acuerdas? Incluso lo vi antes que tú, y me afectó tanto como a ti. Seguramente tengo la misma rabia que tú y deseo tanto como tú capturar al culpable. Pero ni soy ni tan arrogante como tú, ni pienso que mi búsqueda personal de la justicia es un bien en sí mismo, ni me auto-otorgo la capacidad de ser el único que pueda descubrir lo que les ocurrió a esas pobres desgraciadas. Y desde luego no tengo ninguna duda de que cualquiera que conozca el más mínimo detalle de estos asesinatos desea capturar al culpable, con la máxima urgencia, por lo que tus insinuaciones de lo contrario, sobran”.

Aguanté su ataque verbal como pude.

“¿Qué estás haciendo al respecto?”. Fue una pregunta que no debí hacer. Sólo sirvió para que se volviese más furibunda si cabe en su ataque contra mí, y que, a la postre, hiciera que me sintiese ridículo.

“La primera decisión que he tomado es la de apartarte del caso, lo que te comunico en este mismo momento”.

El resto de los asistentes que escuchaba pasivamente este acalorado monólogo se volvió hacia mí para ver mi reacción. Les defraudé, intenté no mostrar ni la más leve reacción en mi rostro, y decidí combatir su arrebato verbal con la templanza.

“No lo hago porque te considere incapaz de llevar a cabo la investigación, aunque posiblemente lo seas, ni porque piense que existe algo más prioritario en lo que ocupar tu tiempo, que también. Sino porque tu colega, el Hombre Bueno que investiga el otro asesinato, tiene más experiencia demostrada que tú en estos sangrientos asuntos. Mi segunda decisión es la de ponerme en contacto con él para darle todos los detalles de lo que vi en el Castillo de Calatrava y, por cierto, te agradecería que me devolvieses mi cámara de fotos para que él tenga también acceso a ellas”.

Me sentí un tanto derrotado después de escuchar sus palabras. Yo tenía una confianza ciega en mis compañeros y empezaba a asumir que la doctora Conde no estaba escatimando esfuerzos para impartir justicia a Rosario Verdes.

“¿Quién es el afortunado?”.

“Pepe Manzano”, me contestó, y no me quedó más remedio que asentir con la cabeza. Pepe fue uno de los primeros Hombres Buenos: era inteligente, cauto y duro, muy duro. Él había sido capitán de la Guardia Civil y con mi pasado en la clandestinidad debíamos haber sido enemigos naturales, sin embargo no fue así. No había conocido a nadie mejor para cubrirme las espaldas, ni para estar a su lado en una refriega, ni tampoco para emborracharme y hablar de la vida y de la muerte hasta perder el conocimiento. Pepe Manzano daría con el asesino, confiaba en su buen hacer; además, era una de las pocas personas a las que consideraba un amigo.

No tenía nada que decir a la buena doctora ni a sus decisiones, que acepté tan caballerosamente como pude.

El Alcalde de Toledo emitió un leve carraspeo haciéndonos ver que además de la doctora Conde, y yo mismo, había más personas en aquella sala.

“Veo que todo está resuelto”, dijo aquel hombre, mirándonos a la doctora y a mí alternativamente. “Entonces continuaremos con la reunión, que no tiene nada que ver con ningún asesinato y todo que ver con Marbella”.

Yo nunca había estado en Marbella y lo que allí podía encontrar era sólo fruto de mi imaginación, que fue ampliamente superada por la realidad de lo que allí existía. La franja costera que iba desde Málaga hasta Sotogrande nunca había formado parte de los territorios constituidos por la Ciudad Estado de Córdoba y quedaba fuera de la influencia de Al-Andalus.

No conocía bien su historia, pero sabía que durante el período de violencia y revueltas, que tuvieron lugar después del Dos de Mayo por todo el sur de la Península Ibérica, Marbella se pudo mantener al margen. El gran número de guardaespaldas, policías y miembros de las distintas mafias que allí convivían supieron agruparse y formar una pequeña tropa de choque bien armada y lo suficientemente preparada como para hacer frente a la turba que pretendía hacerse dueña de todo lo que allí había, tal vez con el firme propósito de colectivizarlo, pero en un inicio guiados únicamente por el deseo de saquear, robar y destruir de forma generalizada. El caos nunca llegó a adueñarse de aquella privilegiada franja costera y la propia riqueza personal de los personajes allí afincados garantizó el apoyo de las Marcas Globales para mantener aquel mercado, pequeño en extensión y grande en capacidad adquisitiva,

Marbella también tenía algo más aparte de sus playas y privilegiado clima, sus infraestructuras hoteleras y turísticas no habían sufrido ningún daño, había campos de golf y puertos deportivos, una doble autopista que comunicaba toda la zona, el aeropuerto de Málaga con una ingente capacidad para recibir viajeros y turistas, y todo ello construido desde su inicio bajo la sospecha de la corrupción donde el dinero lo podía todo. Los ejecutivos de la Marca Global Sherahilton, con su entramado de filiales que controlaban el sector hotelero y turístico en el mundo, detectó que aquella zona podía, o debía, convertirse en el área de asueto y descanso por excelencia de todos los directivos de las Marcas globales en Europa, y así fue. Dentro del consumismo imperante generado por las Marcas Globales, unas vacaciones en Marbella eran algo obligatorio para toda persona que se preciase, tan necesario como su colección de zapatillas Nike o sus electrodomésticos Bosch de última generación.

Porque en Marbella el visitante tenía acceso a todo; podía jugar sus dieciocho hoyos de golf y navegar por el Mediterráneo, podía comprar desde un coche de lujo a las joyas más preciadas, y perder su dinero en los casinos de los hoteles, o, si querían ser más aventureros, en timbas o garitos, también controlados por las Marcas Globales aunque en segunda derivada. La absorción de las mafias dentro de la red Sherahilton, si bien no publicitada era de todos conocida, a fin de cuentas la obligación de satisfacer al visitante debía proveer también para sus deseos más ocultos; prostitutas y drogas recreativas se podían conseguir fácilmente, y para vicios más perversos sólo había que pedírselos a los conserjes de los hoteles.

“Aquello es Sodoma y Gomorra”, decía Juan Guzmán con indignación.

“¿Y qué?”, pensaba yo, así habían ido las cosas durante los últimos años y no había pasado nada. De acuerdo en que la frontera con la zona costera no era especialmente impermeable, y que el contrabando estaba a la orden del día, haciendo de Ronda una villa de mercadeo donde se podían conseguir productos de las Marcas Globales, difíciles de encontrar en el resto de Al-Andalus a causa del embargo impuesto por éstas. Pero yo veía en estas pequeñas ilegalidades algo beneficioso, puesto que permitían vivir a algunas familias y facilitar bienes escasos, aunque no fueran de primera necesidad; y tampoco hacían daño a nadie. Más triste era el flujo de mujeres y efebos a los prostíbulos de la franja marbellí, pero únicamente podía condenarlos desde una postura moral y a estas alturas mi propia moralidad, o mi falta de ella, me impedía erigirme en juez de las decisiones que personas adultas tomasen para buscarse la vida.

“Que hagan lo que quieran”, oí decir a uno de los presentes, reflejando en voz alta mis pensamientos.

“Ése no es el problema”, dijo Agustín Noblejas, Condestable de Almería y Murcia, extendiendo un mapa encima de la mesa. “Han creado lo que, a efectos de su sociedad, es un paraíso terrenal y quieren seguir manteniéndolo”.

“Pues que lo mantengan”, dije.

“Ése es el problema: no pueden”.

“¿Por qué?”.

“No tienen agua”.

Por fin supe cuál era la raíz del conflicto.