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Cintia estaba indignada conmigo y yo no les esperaba tan rápido pero, en ocasiones, Gonzalerría es capaz de pensar por sí sólo, con sorprendentes resultados.
“Cogí prestado el coche de Kenyon”, me explicó. “Hice que lo arrancase con su lápiz mágico y a partir de ahí sólo he tenido que asegurarme de que no se parase el motor. A ti se te hubiese calado”, dijo finalmente, dando por cierta su superioridad en lo concerniente a vehículos a motor. Pudo recorrer los ciento y pico kilómetros que separaban a Toledo de Almagro y Aldea del Rey, en unas dos horas, siguiendo la antigua carretera nacional de Ciudad Real. El viaje de regreso había durado lo mismo.
A veces Gonzalerría puede ser ingenioso pero nunca ha dado la menor muestra de sutileza.
Miguel y Laura Ródenas estaban maniatados en el asiento trasero del coche, para mayor seguridad en el cumplimiento de sus instrucciones Gonzalerría les había puesto un trapo en la boca para impedirlos hablar. El moratón, todavía enrojecido, que tenía Miguel en su ceja derecha, había sido iniciativa de Gonzalerría. Yo sólo le había dicho que los trajese y que no permitiese que hablasen entre ellos. En cuanto a Cintia, sólo le había pedido que le invitase a venir voluntariamente, indicándole que se trataba de un asunto de vida o muerte, como así creía que era.
“No tienes ningún derecho a tratar así a la gente”, me gritó Cintia. “Estuvieron cenando con nosotros, en mi casa, hace unos días!Joder¡Son unas personas decentes y unos amigos y tú no eres quien para tratarles como a unos criminales”.
“Sólo quiero volver a interrogarles”, intenté excusarme.
“Les has estado haciendo preguntas hasta la saciedad, y ellos han colaborado contigo en todo. ¿Qué más quieres? Además, ¿qué coño les vas a preguntar ahora?”.
“De todo y en serio”, la respondí. “Por eso necesito tu ayuda”.
“No cuentes conmigo. Olvídate de mí”.
“Desde luego que cuento contigo y, no lo dudes, me vas a ayudar”.
Era consciente de que mi indescriptible, por indefinida, relación con Cintia iba a sufrir un cambio a causa de mi actitud. No sabía si para bien o para mal, sólo deseaba que en un futuro me entendiese o, al menos, me llegase a perdonar. Pero en aquellos momentos no necesitaba el amor de esa mujer sino sus conocimientos y experiencia como psiquiatra y ex-agente del FBI.
No era bueno que los hermanos Ródenas nos viesen discutir y, a falta de una idea mejor, le dije a Gonzalerría que los llevase a La Casa de Lola y que los encerrase en habitaciones separadas. Sabía que el desconcierto y el aislamiento eran dos armas importantes previas a un interrogatorio, el verse solos en un burdel debería cumplir estos requisitos en el caso de los dos hermanos. También sospechaba que Lola nos podría proporcionar una serie de instrumentos que nos facilitarían el trabajo. Por fin pude dedicarme exclusivamente a convencer a Cintia, y, como Gonzalerría, yo tampoco tenía ganas de perder el tiempo en sutilezas.
“No sé si por separado o conjuntamente, ni tampoco te sabría decir cuál de los dos, pero estoy convencido de que Miguel o Laura Ródenas son el asesino en serie que buscamos”.
Cintia no entendía nada, y se lo tuve que explicar.
A pesar de todo tuve que admitir que no tenía ningún tipo de pruebas que apoyasen mi acusación.
“Por eso es tan importante que confiesen”, le dije.
“Entre tú y Gonzalerría, con los métodos que soléis utilizar, les harías confesar el asesinato de Hillary Clinton, cuando era Presidenta de los Estados Unidos”, fue la respuesta de Cintia que no escondía su desacuerdo conmigo.
“Sabes de sobra de que ésa no es la cuestión. Debemos descubrir, a través de un interrogatorio, si ellos, o uno de ellos, es el responsable de esas carnicerías. Si son inocentes y les obligamos a que confiesen su supuesta culpabilidad, aparte de comportarnos como unos dignos herederos de la Inquisición, no nos serviría de nada: el verdadero asesino aún andaría suelto. Pero si son culpables y no somos lo suficientemente hábiles para que nos lo digan, a pesar de la falta de pruebas, entonces quedarán libres. Para seguir matando”.
“Si son inocentes”, contraatacó Cintia, “les vamos a hacer sufrir innecesariamente y, sinceramente, no creo que Laura tenga la fortaleza mental para salir ilesa psicológicamente de lo que le espera”.
No se lo diría nunca a Cintia, pero yo contaba, precisamente, con la endeble personalidad de la hermana Ródenas para concluir este asunto con rapidez. Sus traumas mentales posteriores no me importaban en absoluto, fuese culpable o inocente.
“No quiero ser una aguafiestas”, me dijo cuando ya estaba convencida. “Pero tienen la coartada perfecta para el último asesinato. Cuando el asesino le cortaba los genitales a Luis Pizarro en la iglesia de Valdepeñas, Miguel y Laura Ródenas estaban cenando en mi casa. Tú también estabas allí”.