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Me había sentado con ellos en la mesa de reuniones de la sala principal del Ayuntamiento, lo que me animó de cierta manera. Aún me consideraban digno de ser tratado como un igual. La doctora Conde se había otorgado el papel de la acusación, y no había parado de lanzar sus agravios contra mi persona desde el mismo momento en el que me había presentado allí. En orden cronológico y de manera formal, denunciaba mi falta de interés en el cumplimiento de mi misión como embajador de Al-Andalus, al no haber acudido a ninguna de las reuniones de negociación, mi irresponsabilidad al iniciar un altercado en el bar del hotel sin provocación alguna, mi falta de respeto hacia mis colegas por no informarles de mis reuniones con otros representantes de las Marcas Globales, mi salida de Marbella de forma clandestina, y el hecho de que no había pagado mi cuenta del hotel, ni los servicios de acceso a la Mente Global.
“Para colmo, te traes a tus amigotes, Gonzalerría y Kenyon, que lo primero que hacen es emborracharse y, a falta de un sitio mejor, pasan la noche en la casa de Lucía”.
No era consciente del comportamiento reprochable, según los criterios de la Senescala, de estos dos, quienes, al parecer, habían devuelto a la noche toledana su significado.
Dejé que hablase sin interrumpirla, en algún momento tendría que explicar al Alcalde la situación en la que nos encontrábamos y dar cuenta de mis diversas actuaciones. Informaría de los motivos por los cuales las Marcas Globales pensaban que envenenaríamos los pantanos con la tierra contaminada por la peste verde. Le contaría cómo intentaron asesinarme, mi fuga y el secuestro de Kenyon, cómo tenía en mi poder los planes de campaña para una supuesta invasión y, al igual que Poncio Pilatos, cómo me lavaría las manos con el comportamiento de Gonzalerría y Kenyon. La balanza estaba claramente a mi favor. No me preocupaban las reacciones que pudieran tener los ediles, sabía de sobra que me habían nombrado embajador precisamente para actuar de aquella manera. Las acusaciones de la doctora Conde me daban cierta satisfacción perversa, puesto que la iba a dejar en ridículo delante de sus colegas, lo que la obligaría, al menos en un futuro próximo, a dejarme en paz, permitiéndome actuar a mis anchas.
“No sé qué excusas podrás dar para tu comportamiento, ni me importan, pero lo que ni yo, ni nadie, estamos dispuestos a tolerar es que te tomes la justicia por tu mano. Ejecutando, o, mejor dicho, asesinando, según tu criterio personal. Sé cuál es tu forma de pensar; te crees que eres la ley”, me acusó la doctora Conde, antes de avisarme de que haría todo lo posible para que dejase de ser un Hombre Bueno.
“Sabemos que mataste a Pedro Antúnez”, dijo. “Todo Al-Andalus lo sabe”.
No tenía intención de defenderme de algo que no había hecho, ni tan siquiera iba a rebajarme a negarlo.
“He dedicado los últimos años de mi vida a proteger el sueño que, de vez en cuando, pienso que puede llegar a ser Al-Andalus. No por su territorio pobre, árido e inhóspito, sino por sus principios. Y te voy a decir cuál es uno de los más importantes: la presunción de inocencia. No importa lo que piense la mayoría de la gente, ni, desde luego, lo que pienses tú. Yo no tengo que demostrar mi inocencia. Mi acusador tiene que probar mi culpabilidad. Algo que nadie podrá hacer. Me da igual lo que tú creas saber a ciencia cierta, porque si me condenas sin poder demostrarlo, habrás roto uno de los pilares sobre los cuales hemos intentado asentar a esta sociedad. No lucharé por demostrar mi inocencia, algo que no tengo que hacer, sino para que nadie pueda condenar a otro ciudadano sin poder probar su culpabilidad. Me tendrás enfrente, y estaré armado”.
El Alcalde tosió para romper la tensión, incómodo por los derroteros que estaba tomando la reunión.
Nunca sabremos cómo hubiese terminado aquella discusión. La llegada de una noticia mucho más grave dio por terminado aquel enfrentamiento. Vicente, nervioso y pálido, entró, interrumpiéndonos sin avisar.
“Han asesinado a Pepe Manzano. Le han matado a navajazos”, dijo.