42.
Metí cuidadosamente toda la documentación que Vicente me acababa de dar en el sobre, sólo guardé en la mano un papel impreso con muy mala calidad.
” ¿Y esto?”, pregunté a Vicente.
“Lo encontraron en uno de los bolsillos del pantalón de Antúnez”.
“¿Y qué más?”.
“Es información sobre los cortes de electricidad en la zona de Almagro”.
“Eso ya lo veo”, le contesté de malas maneras.
“Corresponde a la primera semana de septiembre”.
“Eso también lo veo. ¿Cuándo fue repartida?”.
“El veinticinco de agosto”.
“¿Así habéis establecido el día exacto en que murió?”.
“Encaja, más o menos, con el informe del forense médico”.
“Más o menos”, me reí, mostrando mis dudas sobre su fiabilidad. “Antúnez podía haber tenido ese papel en el bolsillo durante semanas antes de morir. Sólo demuestra que estaba vivo ese día”.
“No tenía nada más en los bolsillos”, replicó Vicente a la defensiva.
“¿Y qué? Lo guardaría para limpiarse el culo como hace la mayoría de la gente”.
Aunque pareciese un comentario soez, no lo era tanto, la escasez de papel hacía que los ciudadanos aprovechasen todo tipo de notificaciones, una vez leídas y asimiladas, para esos menesteres. Vicente bajó la mirada, apartándola de mis ojos, haciéndome ver que era reacio a contarme lo que, de cualquier forma, me iba a contar.
“Eso no es todo”, continuó.
“Te escucho”.
“El día 24 de agosto estabas en Torrenueva, mediando entre su alcalde y el de Santa Cruz de Mudela, enfrentados por unas lindes. Eso nos consta”, empezó diciendo el viejo bedel. “El 26 de agosto habías regresado a Almagro. El castillo de Salvatierra está a mitad de camino entre esos dos lugares”.
“¿Qué insinúas?, le pregunté, a pesar de la obvia conclusión a sus explicaciones.
“¿Mataste a Pedro Antúnez?”. Al menos Vicente lo había enunciado en forma de pregunta, aunque no por ello dejaba de ser una acusación en toda regla.
No le quise contestar. No caería en su trampa dialéctica de tener que defender una postura que era, por definición, indefendible: es relativamente fácil demostrar que has hecho algo, es imposible demostrar que no lo hayas hecho. El silencio se alargaba y sólo lo rompían los ronquidos de Gonzalerría, que, exhausto después de haber conducido toda la noche, dormía tumbado en el suelo, sobre la alfombra.
“Será mejor que te vayas”.
“El alcalde y el resto del cabildo quieren aclarar esto cuanto antes. Fue suya la idea de comprobar dónde habías estado esos días. Actuaban de buena fe, querían asegurarse de que tú no podías ser el asesino al situarte, durante el día del crimen, lejos de aquel lugar”.
“Ya lo tengo”, gritó Kenyon, quitándose las gafas.
Le ignoré y volví a repetir, dirigiéndome a Vicente: “Será mejor que te vayas”.
Esta vez me hizo caso.
Me giré hacia Kenyon, que me extendía sus gafas con la mano, para que me las pusiese, en un estado de excitación. No veía ningún nombre en el visor, sólo números y referencias, y así se lo dije.
“Exacto”, me respondió.
“¿A quién pertenece el paquete de acciones de PeaceMakers?”, le tuve que preguntar para centrarle.
“No lo sé”.
“Entonces, ¿a qué viene este alboroto?”.
“La Mente Global tampoco lo sabe”.
“Menudo consuelo”.
“Pero he descubierto por qué el nombre del propietario no está en las bases de datos”.
“Estupendo”, le dije sin entusiasmo.
“La cuenta, donde están depositados los títulos, no está relacionada con un Intercambiador de Datos Intransferible. Nadie se ha identificado con su huella de segregación cutánea como titular de las acciones”.
“¿Es eso posible?”.
“Lo es, si no se han efectuado transacciones desde la implantación del sistema de seguridad actual, como es el caso. El último movimiento tuvo lugar en 2035, como podrás ver en el visor, y el nuevo sistema de reconocimiento empezó a implantarse en 2037. Para poder utilizar la cuenta a partir de ese momento el propietario debía de reemplazar sus claves de acceso numéricas por una identificación de su segregación cutánea. Al no tocar la cuenta, no ha sido necesario cumplimentar este trámite”.
Pregunté a Kenyon sobre las implicaciones que esta situación podría haber tenido a efectos de su influencia accionarial.
“Ninguna. Jamás se han dado instrucciones para votar en las Juntas de Accionistas. El propietario se ha mantenido neutral, como si no existiese. Hasta puede estar muerto, en cuyo caso hay una fortuna perdida que no pertenece a nadie”.
“¿Quién sería el propietario en ese caso?”.
“La persona que tuviese la clave de acceso numérico de identificación original”.
“Así de sencillo”.
“Así de sencillo”, corroboró Kenyon.
“Y nadie sabe quién es esa persona”.
“Nadie”.
Me preguntaba cómo era posible que una de las grandes fortunas del planeta se hubiese mantenido en el anonimato más absoluto durante una década, sin beneficiarse de las riquezas, ni del poder que le correspondían. Se trataba de una inquietud abstracta, que de poco me servía resolver.
A no ser que Stirling, el presidente de PeaceMakers, o sus oponentes, hubiesen descubierto la identidad del misterioso propietario. Conseguir su apoyo inclinaría la balanza, de un lado o de otro.