69.
Cuando me encañonan con un arma me cabreo. No con mi agresor, sino conmigo mismo por haberme dejado sorprender. La velocidad en desenfundar una pistola es secundaria a la inteligencia que te hace prevenir la situación preparándote para afrontarla: no es necesario ser Billy el Niño si ya tienes tu arma en la mano. Esta vez me habían pillado a contrapié. Mi segunda reacción consiste en evaluar la voluntad y capacidad del adversario para apretar el gatillo: apuntar un arma es fácil, matar a alguien es más complicado.
Vicente no estaba nervioso al amenazarme con la recortada, la sujetaba de una manera relajada, desde la cadera, apuntándome al pecho sabiendo que el retroceso elevaría la trayectoria ligeramente para destrozarme la cabeza. Tampoco le hacía falta mucha puntería, a esa distancia y con la dispersión de los perdigones era imposible que fallase. Su cara no mostraba ninguna emoción y sus ojos habían perdido su calidez habitual; nunca le había visto tan serio. Fui incapaz de valorar si me dispararía o no y no creí conveniente jugarme la vida para saber la respuesta.
Finalmente calibré mis propias oportunidades de contraataque. Sentía la Glock enfundada a mi espalda, apretada contra el respaldo del sillón, tenía las piernas cruzadas y los brazos cruzados. Para cuando me hubiese levantado y sacado el arma, Vicente hubiese podido disparar con tranquilidad. Era mejor quedarse quieto.
Todos estos pensamientos eran instintivos y no durarían más de unos instantes, los suficientes para darme cuenta que no me había hecho la única pregunta pertinente: ¿Por qué me apuntaba ese vejestorio con una escopeta?
Benaquiel padre hablaba a su hijo en hebreo, o incluso en arameo, porque yo no entendía nada de lo que le decía. Le había apartado de la línea de fuego y, por sus gestos, le instaba a que se quedase quieto, éste, boquiabierto, no era capaz de contestarle y, menos aún, de llevarle la contraria. Claramente un historiador no sabía reaccionar con la frialdad que produce la costumbre cuando una recortada aparece en escena.
“¿Tengo tu atención?”, me preguntó Vicente.
Eso, tenía que reconocer, lo había conseguido, y así se lo dije.
“¿Sabes lo que era el espaldarazo en la Edad Media?”.
Después de haber recibido una larga clase magistral por parte de Benaquiel hijo, ya me estaba empezando a hartar de la historia medieval. Tampoco sabía de ningún alumno díscolo que tuviese que asistir a clase a punta de escopeta recortada.
“Al grano, Vicente”, le pedí.
“Cuando un hijo de la nobleza era nombrado caballero, su señor le golpeaba levemente en la espalda con su espada. Esto”, me dijo señalando a su arma, “es el equivalente a una espada, pero en el siglo veintiuno”.
Si Vicente estaba chocheando no lo hacía sólo, Benaquiel padre asentía a su explicación con la cabeza.
“Voy a ser yo quien te dé el espaldarazo. Con la presencia de los Benaquiel como testigos, que, como verás, no pueden ser más aptos”.
Era incapaz de encontrar lógica alguna a las palabras de Vicente, no tenía ni idea adónde quería ir a parar con sus rebuscadas comparaciones históricas.
“Serás nombrado Caballero de la Orden de Calatrava. Serás su nuevo Maestre”.
Ahora sí que no entendía nada.
“Voluntaria o involuntariamente”, añadió.
Sin dejar de apuntarme, Vicente se dirigió a Benaquiel padre.
“¿Cuánto tiempo hubiesen tardado en atar cabos?”.
Los dos ancianos compartían un secreto que tanto yo, como el historiador, desconocíamos.
“Con los conocimientos de mi hijo y su capacidad para la investigación en documentos antiguos”, respondió el judío, no sin cierto orgullo paternal, “y el acceso que el señor de las gafas tenía a la red informática”. El viejo no tenía en alta estima a Kenyon. Su uso de la Mente Global le parecía tramposo. “Tenían cubiertos el principio y el fin, a partir de ahí enlazar la historia central hubiese sido cuestión de tiempo”.
“Tenías razón”, dijo Vicente, ahora hablando a Benaquiel hijo, “Garci, el último Maestre electo de la Orden, había estado traspasando las riquezas de Calatrava durante un largo período de tiempo, en prevención de tiempos peores. Lo que no te puedes imaginar es el volumen de esos traspasos, ni la complejidad de la red financiera que ayudó a montar. Sólo piensa que en aquella época la riqueza que él controlaba excedía a la de un reino, y que las letras de cambio eran algo excepcional y relativamente local, no había una sistemática detrás de su uso”.
“Pero”, interrumpió el historiador, “los Reyes Católicos, si no me equivoco, confiscaron todas las letras de cambio tomadas o emitidas por judíos cuando les expulsaron. Tampoco les dejaron sacar oro, plata o joyas”.
“Ahí estaba la verdadera visión de Garci”, respondió Vicente. “Mientras todos pensaban en reinos y estados, él ya estaba poniendo en práctica el concepto de la globalización del capital. Él no tenía ninguna letra de cambio emitida por judíos españoles, todas tenían su origen en las distintas juderías de Europa, de Venecia a Amsterdam, lejos del alcance de la avidez de Isabel la Católica y de su esposo. En cuanto al tesoro físico, el oro y la plata ya habían salido de Castilla a lo largo de los años anteriores. Había sido una fuga de capitales en toda regla, en términos relativos una de las más grandes de la historia. No me extraña que Garci decidiese desaparecer de su país. ¿Sabes algo de banca?”, me preguntó Vicente por sorpresa, para asegurarse que le estaba prestando atención.
“Puedes asumir una ignorancia absoluta”, le dije.
“Los bancos están basados en la confianza que ofrecen a sus depositarios, quienes deben pensar no sólo que su dinero será retribuido con intereses, sino que su devolución está garantizada. Los financieros pudientes saben que deben de tener unos recursos suficientes para hacer frente a esas devoluciones, pero que deben prestar la mayor cantidad de dinero posible para poder remunerar a sus clientes. Para que su negocio funcione, les hacen falta fondos de seguridad, y cuanto más crezca más grandes serán estas necesidades. En otras palabras deben estar suficientemente capitalizados”, explicaba Vicente, con el asentimiento de los dos Benaquiel.
Había pasado de recibir una clase de historia a una de economía, con el inconveniente de que esta vez tenía que prestar atención a punta de escopeta.
“Las familias judías, en la Baja Edad Media, habían conseguido crear una red en torno a la confianza que existía entre sus diversos clanes, pero, siendo honrados y prudentes, o, más bien, siendo conscientes de la necesidad de garantizar la viabilidad en su negocio, su crecimiento estaba limitado por su falta de capital propio. Garci y el tesoro de los calatravos se lo proporcionó. Fue el gran salto cuantitativo que les permitió incorporarse al Renacimiento y el origen de las grandes estirpes de banqueros judíos en Europa. Las familias Rothschilds, Salomon, Goldman o Ham, tuvieron su apogeo en lo siglos XIX y XX, pero no eran sino la consecuencia de la semilla plantada por sus antepasados, que floreció gracias a la inversión de la Orden de Calatrava. Una inversión, cuyo origen siendo secreto se mantuvo como tal, y que crecía en la misma medida que las fortunas de los banqueros judíos, garantizando, en el peor de los casos, el valor inicial. El vínculo creado por Garci con la comunidad judía perduró a través de los herederos de ambas partes, no me refiero a una descendencia de sangre directa, de padres a hijos, sino a unos herederos electos en función de sus aptitudes y de las necesidades del momento histórico en los que les tocó vivir”.
“¿Electos por quién?”.
“Por el Maestre anterior y por el representante elegido por la comunidad financiera judía”, me contestó.
“¿De modo que tú te crees que eres el actual Maestre de la Orden de Calatrava?”, le dije, con una carcajada de incredulidad.
“Estrictamente no. No lo soy. La Orden, a todos los efectos prácticos, dejó de existir después de Garci”.
“Eso es así”, interrumpió Benaquiel hijo. “Te hablo de memoria, pero en 1503 un tal Johannes Fernández de la Gema imprimió el Corpus Moderno de las Órdenes Hispanas, que sirvió como punto de partida para debatir y defender sus posiciones ante el monarca de turno. Durante trescientos años se estableció un juego teórico entre canonistas, teólogos y letrados que no fue a ningún lado y cuyo último proponente fue Melchor Gaspar de Jovellanos, como Consejero de Órdenes, en 1830. Cinco años después de esta fecha, el proceso de desamortización de Mendizábal, hace que las órdenes desaparezcan como fuente de rentas, para mantenerse únicamente como instituciones honoríficas, sin influencia.
Me di cuenta de la relevancia de este período por el comentario de Bolto en cuanto a la destrucción del Castillo de Calatrava, por parte de los últimos hermanos, que él asoció con la búsqueda de un tesoro. Era inevitable que, con la desamortización en ciernes, los calatravos volviesen a revisar sus archivos de haciendas y pertenencias y que encontrasen las discrepancias ocurridas en tiempos de los Reyes Católicos. Pensaron que en algún lugar se tenían que hallar esas riquezas “extraídas”. Cometieron el error de pensar que se trataban de plata, oro y joyas. Visto lo visto, seguramente se estaban empleando para financiar la Revolución Industrial a través de la banca judía”.
“Posiblemente”, contestó Vicente.
“¿Para qué?”, pregunté. “¿Para qué sirve o ha servido ese patrimonio? No tiene sentido el tener por tener”.
“El Custodio de los fondos puede hacer con ellos lo que quiera. Por eso su elección ha sido siempre de vital importancia. Nunca han sido personas con ansias de poder ni con deseos de vivir en un lujo desmesurado, y han utilizado el patrimonio a su cargo para inclinar la balanza en situaciones especiales, en secreto. Por ejemplo, no es casual la pujanza de California en los últimos dos siglos, ni la influencia española que allí existe. Desde los primeros asentamientos siempre han existido apoyos financieros a las comunidades de nuestro origen, y, no te engañes, las mayores fortunas de esa región siempre han pertenecido a familia españolas, que no hispanas.
Tal vez sea demasiado joven para recordar el cambio, en lo que entonces era España, durante las últimas décadas del siglo pasado. De un país empobrecido por la dictadura se pasó a alcanzar económicamente a sus vecinos europeos. El motivo para esto siempre se ha identificado con los grandes flujos de dinero que invirtió la boyante Unión Europea en sus carreteras, trenes, educación e industria, lo cual es cierto. Cómo también es cierto que nunca se dejó de hacer nada en España, en esa época, por falta de apoyo del sistema bancario internacional. La influencia de los fondos contratados por Borja Bustamante, mi antecesor, mucho tuvieron que ver con eso.
También ayudamos a nuestros socios y amigos judíos”, finalizó, pensativamente, para pasar el testigo de su historia a Benaquiel padre.
Por mi parte, no tenía que tener una mente privilegiada para llegar a la conclusión de que los frutos del fraude descubierto por el aventajado contable, Felipe Argensola, encubierto por el propio Fernando el Católico, y efectuado por Garci con el patrimonio de la Orden de Calatrava a finales del siglo XV, se habían convertido en una cuenta secreta propietaria de un importante paquete accionarial de PeaceKeepers Inc. En breve conocería cómo se había llegado a esta situación, sólo tenía que escuchar.
“El Estado de Israel: el único país que ha estado siempre en guerra desde su fundación. A veces eran conflictos abiertos y otras más soterrados, dependiendo de sus gobernantes. Si eran agresivos, masacraban impunemente a los palestinos y ocupaban sus territorios, si más pacíficos, aceptaban sus propias víctimas, asesinadas por terroristas palestinos o islamistas. Comprensiblemente su política se ha sustentado siempre en un ejército altamente profesionalizado, y equipado con la tecnología bélica más puntera. Era para tener acceso a ésta que se utilizó el poderío financiero de la Orden de Calatrava.
Con sus fondos imbricados en el sistema bancario global, desde hacía, literalmente, siglos, y cuyo propietario último se desconocía, se empezó a cambiar el peso de sus inversiones, dando preponderancia a las empresas de tecnología y de armamentos.
La estrategia consistía en tomar posiciones accionariales en empresas de relevancia, o cuyos departamentos de investigación estuviesen desarrollando armamento de especial interés para el ejército israelí. Dassault-Mirage en Francia, Westlands en Inglaterra, Saab en Suecia, Fabrique Nationale en Bélgica e incluso Lockheed y Boeing en Estados Unidos, por citar algunas de las empresas y países que tenían un peso específico entonces, fueron los blancos de esta estrategia. Pronto recibieron peticiones por parte de uno de sus principales accionistas, a las que, en mayor o menor grado, accedieron. De esa forma, el ejército israelí nunca tuvo problemas de suministros para la reposición de su armamento, ni para beneficiarse de cualquier avance tecnológico que precisasen e incorporarlo a sus propios diseños. En pocas palabras, Israel, gracias al peso financiero de la Orden, se había convertido en el cliente más privilegiado del sector armamentístico. La estrategia había funcionado”, concluyó Benaquiel.
“El resto ya lo conoces”.
Israel, por las noticias que llegaban a Al-Andalus, era uno de los pocos enclaves del planeta que poseía un ejército propio, capaz de enfrentarse al de PeaceKeepers. No habían bajado la guardia. El vivir allí consistía en estar en un estado permanente de militarización, todas las personas, a partir de los dieciocho años y hasta los sesenta y cinco, podían ser llamados a filas. Su servicio militar duraba diez años, y las posibilidades de que en ese período hubiese más de una campaña eran altas. Era el precio que pagaban por su libertad que a mí se me antojaba demasiado alto. Aparentemente a los Benaquiel también, puesto que se habían instalado en Toledo.
“Conozco la situación de Israel, y poco más”, dije, para dirigirme a continuación a Vicente. “Pero todavía no sé porqué un vejestorio me amenaza con una recortada”. Vicente ignoró mi comentario.
“A principios de este siglo, la cartera de inversores de la Orden estaba concentrada en el sector armamentístico, después vino el furor globalizador. No entraré en demasiados detalles, pero Dassault se fusionó con Saab y posteriormente con Lockheed, mientras que Boeing adquirió Westlands y, a su vez, fue adquirida por SigSauer. Finalmente todos ellos formaron parte del nuevo holding que opera bajo la Marca Global de PeaceKeepers, que tan bien conoces.
Las distintas empresas en las que se había invertido se habían convertido en una única”.
“¿Por qué no vendisteis las acciones en su momento?”, pregunté, y Vicente bajó la mirada.
“Eran muy rentables”, contestó por fin. “Cada vez que ocurría una operación financiera, veíamos cómo intercambiaban nuestras acciones por las de la sociedad compradora a valores muy ventajosos. O nos daban dinero, o acaparábamos el mercado de ciertos productos”.
“Hay que joderse”, dije para mí, pero lo suficientemente alto para que me oyesen.
“Además podíamos seguir influyendo a sus ejecutivos para beneficiar a Israel”, se justificó.
“Algo que nadie ha hecho en los últimos siete años”, le dije.
“Ésa fue la información que te facilitó Kenyon. ¿No es así?”.
“Sí, pero la buscaba por distintos motivos. ¿Por qué no se ha movido esa cuenta? ¿Por qué no la has utilizado en favor de Al-Andalus?”, le pregunté.
“Por cobardía”, fue su respuesta.
No se molestó en recordarme el proceso de debilitación del Gobierno de España, y de todas las democracias occidentales, a causa de las Marcas Globales. Tampoco hizo referencia a las revueltas del 2 de mayo de 2038, ni a los múltiples desastres que asolaron a Al-Andalus.
“Eran tiempos difíciles”, fue lo único que dijo. “No había ni ley ni orden. Vinieron a buscarme para asesinarme. En el caos que reinaba nadie se hubiese dado cuenta de mi desaparición”.
“¿Quién vino a buscarte?”.
“Profesionales enviados por PeaceKeepers. Alguien desde su oficinal central habría hecho la misma investigación que Benaquiel pero al revés. Partiendo de la cuenta que ostentaba los títulos de PeaceKeepers habían trazado su composición original e intentaban averiguar quién la controlaba. El anonimato se mantuvo, pero algún indicio debieron encontrar que los dirigiese a Toledo.
Para ellos era de vital importancia descubrir la identidad detrás de la cuenta, puesto que su propietario podría incomodar a sus ejecutivos o, incluso, condicionar sus decisiones, para bien o para mal. Querían saber quién era y controlarlo o, mejor aún, hacerlo desaparecer”.
“Me parece una solución un tanto dramática”, le dije.
“No. Es simplemente práctica. Un accionista vivo puede ejercer su derecho de voto, y los directivos de la empresa viven en la permanente incertidumbre de desconocer qué decisiones pueda tomar, porque no saben ni quién es. Si muere saben a ciencia cierta que no tomará ninguna decisión, y que si nunca vota, esas acciones siempre se considerarán que apoyan la moción del presidente”.
“¿Se fueron?”.
“Sí. No llegaron a sospechar del conserje del Ayuntamiento, en el que me convertí temporalmente para despistarles. Desde entonces, no he podido hacer nada. Para mover la cuenta tendría que dar mi identificación unívoca y, aunque supuestamente se mantuviese mi anonimato, tanto tú como yo, sabemos que PeaceKeepers tendría acceso a mi identidad”.
Aún me quedaban tres preguntas por hacerle:
“¿Por qué ahora?”.
“Porque por primera vez hay un ejército preparado para invadir Al-Andalus. Y da la casualidad de que soy el principal accionista de ese puto ejército. La ironía está bien, pero el ser invadido por tu propio ejército no es algo que se pueda permitir con los brazos cruzados. Algo debía hacer”.
“¿Por qué la recortada?”, le dije señalando a su arma. “Te hubiese escuchado igual sin ella”.
“No es para llamarte la atención”, me contestó. “Es para obligarte a ser el nuevo Maestre de la Orden de Calatrava, o al menos el propietario de sus bienes”.
“¿Si no lo hago?”.
“Te volaré la cabeza”, lo dijo con tanta tranquilidad que le creí.
Generalmente yo me considero un hombre de palabra, pero en aquellas circunstancias estaría más que justificado en seguirle la corriente al viejo bedel armado, prometiéndole todo lo que quisiese, y, una vez fuera de su alcance, desdecirme y hacer lo que me diese la gana. Vicente me miraba como si fuese capaz de seguir mi proceso mental, esperando mi reacción.
Me tenía pillado por los huevos.
En cuanto me diese a conocer, a través de mi identificación unívoca, para reemplazar el código numérico antiguo que daba acceso a la cuenta, me habría convertido “de facto” en el nuevo “Maestre de la Orden de Calatrava”. Para PeaceKeepers, Eneko Amboto, alias Bolto, sería su nuevo y principal accionista.
No haría falta que cumpliese ninguna promesa a Vicente. Ya se encargarían, tarde o temprano, de recordarme desde PeaceKeepers las responsabilidades de mi nombramiento.
Entre ellas se encontraba ser asesinado.