Viernes, 25 de junio de 2004
«Un juez mata a su esposa y no va a la cárcel»
Consejo Superior del Ejército en el Palacio de Buenavista. «He convocado al Consejo para escuchar, como la ley determina, su opinión sobre el candidato a JEME que presentaré esta mañana al Consejo de Ministros en sustitución de Luis Alejandre. Se trata del general José Antonio García González, al que pido que salga de la sala para que la opinión de sus compañeros se emita con mayor libertad». Todos informan favorablemente aunque alguno, como el teniente general Oliver, manifiesta que le «hubiera gustado que se respetara la veteranía, porque la antigüedad es un grado». Me pregunto interiormente si será Oliver el más veterano y le interrumpo: «No sé si la antigüedad es un grado pero, en cualquier caso, no es un derecho». Al acabar, Alejandre me dice: «Creo que me cesas por el Yakovlev». «No solo por eso —le respondo—; pensé en ti como nuevo JEMAD desde que supe que sería ministro, pero en poco tiempo me has convencido de que debía cesarte». Critica a mis colaboradores asegurando: «Tienes una cúpula militar izquierdista, con Bretón y Torrente influyendo mucho».
El Consejo de Ministros releva a los JEME y estudia la ley sobre violencia contra las mujeres. Se avivan mis recuerdos. El 26 de diciembre de 1997 publiqué, animado por Pepe Sanroma, un artículo en El País: «Un juez mata a su esposa y no va a la cárcel». El procesado, un tal Jesús Ángel Guijarro López, era magistrado de la misma sala de la Audiencia de Ciudad Real que le juzgó; le condenaron a una pena mínima, por lo que no tuvo que entrar en prisión. Iniciamos en Castilla-La Mancha un movimiento de sensibilización que culminó en mayo de 2001 con la aprobación de una polémica ley que, entre otras medidas, contempla la publicación de los nombres de los maltratadores condenados en sentencia firme. Coseché críticas virulentas de la derecha y tuve que recordar que en España la justicia dejó de ser secreta hace mucho tiempo, y que todas las sentencias se leían en audiencia pública. Se propagaban a diario nombres de condenados por tráfico de drogas o por robo, sin que nadie se rasgara las vestiduras, pero cuando nos atrevimos a acabar con el manto de silencio que cubría estos delitos de violencia contra las mujeres, soporté una campaña que ahora me llena de satisfacción. Nuestra ley no fue una fórmula mágica para acabar con los malos tratos, pero supuso un paso adelante frente a las declaraciones meramente retóricas. Los castellano-manchegos, en este asunto, fuimos pioneros.