5
Ya he dicho que Trivia no era muy bella, aunque a mí me resultaba atractiva por su aspecto exótico. Tampoco era una mujer especialmente cultivada ni de inteligencia deslumbrante. Aparte de su voz y su forma de cantar, no podría decir que despuntaran en ella otras cualidades. Pero, sinceramente, prefería estar con ella antes que con las presumidas mujeres que conocí en Aelia, por hermosas que fueran. Y a Elintos eso le extrañaba y se burlaba de mí.
—No lo comprendo —decía—. ¿Qué le has visto a esa cantante? ¿No te das cuenta de que tienes un montón de admiradoras? ¿Por qué pierdes el tiempo con esa delgaducha?
—No lo sé, Elintos. Ya te lo he tratado de explicar. Me siento a gusto con ella y basta.
—Bueno, bueno. Allá tú. Si te diviertes, eso es lo que importa. Pero ¿no te parece excesivamente extravagante?
En eso Elintos tenía razón. En un lugar como el Pozo de Sisinia, alguien como Trivia podía pasar desapercibida, puesto que había ordinariamente abundantes mujeres de aspecto llamativo, busconas y provocativas que iban allí para sacar tajada; pero por las calles de Aelia, especialmente en el centro, la gente se quedaba mirando. Por eso procurábamos siempre eludir el cardo máximo y el foro y atravesábamos la ciudad por las calles secundarias, buscando las tabernas del extrarradio, cuyo ambiente era variopinto e incluso sórdido a veces.
Uno de aquellos días nos dio por salir a media mañana. A Elintos se le había antojado ir a un sitio donde servían brochetas de carne especiada a la manera nabatea, con la idea de continuar después la fiesta, todo el día, y terminar en el Pozo de Sisinia como siempre.
La taberna estaba adosada a la muralla y tenía en el exterior una parrilla con brasas humeantes, donde una muchacha de rostro ennegrecido asaba los pedazos de carne insertados en frías varillas. El aroma a grasa de cordero y especias que se desprendía impregnaba el aire del callejón. El interior era oscuro y mugriento, por lo que decidimos sacar una mesa fuera y nos sentamos el uno frente al otro para compartir la primera jarra de vino.
El cielo, azul y limpio, era surcado por oscuros vencejos que se descolgaban desde sus nidos hechos en los salientes de la muralla. Y pronto acudieron varios gatos para solicitar las sobras restregándose por nuestras piernas y maullando lastimeramente. Como era una zona de paso, constantemente había sonido de esquilas del ganado y chirridos de oxidados ejes de carros que pasaban, pregoneros y asnos cargados de vuelta del mercado. Al ser viernes, una intensa actividad se había adueñado de la ciudad desde las primeras horas, pues era el día especialmente dedicado al comercio.
En torno a mediodía empezó a reinar la calma, cuando casi todo el mundo había regresado a sus hogares o se distribuía ya por las tabernas para celebrar los negocios realizados. A esa hora llevábamos ya nosotros unas cuantas jarras en el cuerpo y todo empezaba a ser alegre y despreocupado, vestido por las tonalidades de la hora más luminosa.
—¡Ah, qué bien se está! —comentó Elintos, echándose hacia atrás con gesto de gran satisfacción, mientras sostenía la jarra en una mano y la brocheta de jugosa carne asada en la otra—. Esto está exquisito y no creo que el propio Dionisio haya probado un vino como este.
Elintos era pura ansia. Quería vivirlo y apurarlo todo como si el mundo fuera a terminar mañana. Era como un fuego encendido dispuesto a consumir la vida. Eso era lo que a mí me parecía, un fuego; con su cabello rojo vivo, su rostro rosáceo salpicado de vivas pecas y sus chisporroteantes ojos de anaranjado iris. A menudo me preguntaba cómo era posible que estuviera tan delgado si se pasaba la vida comiendo y bebiendo. Él mismo se consumía llevado por su pasión. Supongo que era ese tipo de personas que jamás se dan un respiro en el placer, hasta que un día se detienen de repente, como fulminados, en una calle o en una taberna, y se desploman para siempre.
Pero a mí empezaba a fatigarme aquel género de vida. Siempre me había pasado. Cuando llevaba más de tres días dedicado al placer, la mente se me llenaba de tinieblas. Entonces me venían extrañas ideas de muerte y una especie de angustia. Nunca he comprendido a la gente que, como Elintos, podía seguir un día y otro sin cansarse.
—Se está muy bien, Elintos —le dije—, pero deberíamos parar.
—¿Parar? ¿Por qué? ¿No lo estamos pasando bien?
—Sí, muy bien. Pero ¿no te das cuenta de que nos pasamos la vida subiendo y bajando? Ahora euforia, mañana resaca. Y, la verdad, si descansáramos unos días, pienso que disfrutaríamos más de las cosas. Hemos estado ya en todos los establecimientos de Aelia, hemos probado todos los vinos, ¿no empiezas a estar un poco hastiado?
—¿Eh? ¿Hastiado? ¡Anda! ¿Te estás haciendo un viejo? En Antioquía aguantabas más. ¿Qué te sucede?
—No lo sé —respondí, aun sabiendo que se reiría de mí—. Sinceramente, no pienso que la vida sea solo esto; comer, beber y morir mañana…
—¡Bah! ¡Siempre igual! —se enojó—. ¡Sigues obsesionado con la muerte! Ahora me doy cuenta de que esos cristianos te han perjudicado mucho más de lo que yo pensaba. ¿Cuándo vas a sacarte esas estúpidas preguntas? ¿No ves que no conducen a parte alguna? ¡Vamos, disfruta! La vida es maravillosa.
«Sí, maravillosa —pensaba yo—, porque ahora no tenemos ningún sufrimiento que nos atenaza; pero ya llegará». Era inútil discutir con Elintos acerca de esas cosas, así que decidí dejar el tema y, al menos ese día, seguir divirtiéndome.
Habíamos quedado allí mismo con Trivia para más tarde, puesto que durante la mañana despachaba baratijas en un tenderete del mercado y no podría acercarse hasta después de cerrar. Ella se comprometió a llevar consigo a una amiga para que Elintos no se encontrara solo. Pero mi amigo no estaba muy convencido de que la desconocida pudiera llegar a gustarle. Por eso no hacía nada más que decir con mucho retintín:
—Veremos cómo es esa amiguita. ¡Te aseguro que si no me gusta me voy!
Las vi venir por el final del callejón y no pude aguantarme la risa. La amiga de Trivia era pelirroja, tanto como Elintos o incluso más. Su cabellera parecía una llamarada, resaltando a lo lejos contra las oscuras piedras, suelta al viento y agitándose pues venían casi corriendo. Por lo demás, la muchacha era guapa y de buen tipo, ideal para acompañar a Elintos, aunque este estuvo un poco huraño al principio, para no reconocer que al final el plan había resultado.
Y Trivia, como de costumbre, llegó muy llamativa: con una larga trenza enrollada con cintas de colores y grandes aros de oro pendiendo de los lóbulos de sus orejas, escotada al máximo y con la cintura demasiado ceñida. Presentó a su amiga, que se llamaba Laris, y ambas se sentaron a la mesa.
En torno a la hora sexta, reinaba ya una gran calma en las calles. Hacía calor y solo pasaba algún borracho dispuesto a terminar de destrozar el salario de la semana, o pandillas de niños de camino a los campos. La muchacha de la parrilla se había sentado en el umbral de la puerta de la taberna y cabeceaba somnolienta. Hablábamos de una cosa y otra, como si el paso de las horas no fuera con nosotros, y las risas de las dos muchachas rompían de vez en cuando la suave quietud del momento.
De repente, el rostro de Elintos cambió frente a mí cuando vio algo a mi espalda.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Ya están esos ahí!
—¿Quiénes? —pregunté sin mirar.
—Los cristianos —respondió con desdén—. Es su hora. Cada viernes pasan por aquí siguiendo el recorrido que ese Jesús hizo antes de ser crucificado.
Me volví para verlos y se me heló la sangre. Por el final de la calle venían el grupo de peregrinos que acompañé hasta Jerusalén. Al frente iban el maestro Orígenes y el obispo Gordio, y detrás Ambrosio con gran parte de los cristianos que conocía del viaje.
—¡Deberían prohibírselo! —protestó enojado Elintos—. Pero pagan un estipendio y el procónsul les permite esto.
Yo no sabía si levantarme y escapar de allí, hacerme el desentendido o acercarme y saludarlos como si tal cosa. Finalmente, la indecisión me paralizó y fueron ellos los que me vieron y se acercaron.
—Pero, Félix, ¿dónde te has metido toda la semana? —preguntó Orígenes—. Hemos estado muy preocupados.
—Bueno… tuve que solucionar unos asuntos —balbucí.
Miré a Elintos sin poder ocultar mi azoramiento. Sus ojos me traspasaban. Hubo un momento de extraño y espeso silencio. Suplicaba a la tierra que me tragara en aquel instante. Y, para colmo, la pelirroja dijo con su voz chillona:
—¡Anda, Félix, resulta que eres cristiano!
Di un respingo y me puse de pie.
—Orígenes, ¿podemos hablar un momento aparte? —Le pedí al maestro.
—Sí, ¿cómo no? ¡Seguid vosotros! —les mandó a los demás.
Los peregrinos siguieron por la calle, volviéndose extrañados de vez en cuando, y Orígenes y yo nos fuimos por un callejón paralelo que partía junto a la muralla, casi desde la misma taberna. Salimos por una de las puertas secundarias, anduvimos un poco por un descampado, junto a la ladera que descendía hasta donde comenzaba el valle de la Gehenna que era una gran necrópolis.
—Félix, Félix, ¿qué te ha sucedido? —me preguntó el maestro cuando nos detuvimos junto a unas rocas.
Me fijé en él y sentí lástima. Estaba frente a mí, mirándome desde su estatura muy inferior a la mía; su túnica era raída y descolorida, jadeaba por el esfuerzo del camino y parecía caído de un lado; en su frente amplia y en su calva brotaban gotitas de sudor. Volví a preguntarme cómo era posible que los dioses hubieran concedido un cuerpo tan menudo a un espíritu tan grande como el suyo.
Me venían a la cabeza montones de ideas; todo lo que quería decirle en un momento: mi rabia y mi impotencia ante el desengaño que había sufrido y mi deseo de no volver a saber nada de los cristianos. Finalmente, abrí la boca y solté un torrente de frases inconexas, mezcla de lo que Elintos me había dicho, lo que había leído en el Discurso de la verdad de Celso y lo que yo mismo pensaba.
Me escuchó con atención. Primero pareció desconcertado, pero después me miró con dulzura e incluso esbozó una sonrisa.
—¡Bah! Son calumnias —dijo—. Veo que todavía se le siguen levantando a Jesús falsos testimonios, y mientras exista la maldad entre los hombres no habrá momento en que no se le acuse.
—¿No decís que es el mismo Dios? ¿Por qué calla y se aguanta entonces?
—Nuestro Señor y Salvador Jesucristo calló cuando se le levantaban falsos testimonios y nada respondió cuando era acusado, pues estaba persuadido que su vida entera y cuanto hiciera entre los hombres era más fuerte que toda palabra para refutar el falso testimonio, más eficaz que todo discurso para defenderse de las acusaciones. Y, por lo que a él atañe, también ahora calla y no responde con su voz; pero es defendido por la vida de sus genuinos discípulos, que es el más fuerte clamor, más poderoso que todo falso testimonio para refutar y echar por tierra las calumnias y acusaciones.
—La gente dice que sois un atajo de tontos, necios, ignorantes e incultos —añadí, aun sabiendo que le dañaría.
—Ah, ¿eso piensa la gente? —respondió sin perder su firmeza—. ¿Y tú? ¿Qué piensas tú que has estado entre nosotros? ¿Qué mal te hemos hecho? ¿A qué te hemos obligado?
Bajé la cabeza. Dije:
—No os defendéis. ¿Es que no tenéis argumentos?
—Tú, Félix —prosiguió—, eres un hombre culto. ¿No recuerdas lo que le sucedió a Sócrates? Jenofonte cuenta en su Apología de Sócrates que, viéndolo su amigo Hermógenes cómo hablaba de todo menos del juicio que le esperaba, le dijo que pensara en su defensa. A lo que contestó Sócrates: «¿No te parece que he estado toda mi vida estudiando mi defensa?». «¿Cómo?», insistió Hermógenes. «Porque jamás en mi vida he cometido acción injusta, y esta me parece ser mi mejor defensa…», contestó él. Los atenienses, sin embargo, le condenaron a muerte, aunque era un anciano ya, con lo que le quitaron unos años de vida y le dieron la inmortalidad.
Yo recordaba perfectamente aquel pasaje, y entendí rápidamente lo que Orígenes quería decirme al citarlo. Supe entonces que no se defendería con largos y complicados argumentos. Me miraba fijamente, como queriendo encontrarse con mi espíritu.
—Crees en Él, Félix, lo leo en tus ojos —añadió—. Pude verte vibrar emocionado en el Monte Tabor cuando la luz entraba en tu alma para iluminarla. ¿Qué te pasa pues? ¿A qué temes? ¿Qué te ha sucedido? Sinceramente, no creo que ese libro lleno de calumnias haya podido causarte ese efecto.
—Tienes razón al decir que Jesús me impresionó. Ciertamente, para mí fue algo distinto a todo lo que hasta ahora había aprendido acerca de los dioses. Sus palabras, sus hechos… Todo él es diferente.
—¿Entonces?
—Tengo dudas, muchas dudas. Estuve allí, ¿sabes?, en el sepulcro que se encuentra dentro del templo de Júpiter Serapis, donde decís que resucitó el Nazareno. Participé en un sacrificio ritual al Dius Pater y pude entrar en la cueva…
—¡Oh, Dios! —exclamó—. ¿Qué viste allí?
—Estaba vacío —proseguí—. No sentí nada especial. Era solo eso, nada más que un sepulcro vacío.
—¿Y qué pensabas encontrar? ¿Creías que por entrar en esa cueva verías a Jesús?
—Pensé que si ahí tuvo lugar ese acontecimiento grandioso… No sé… Que los ángeles u otros seres celestiales lo custodiarían. Pero, ya ves, parece ser que a vuestro Dios no le interesa proteger el lugar donde resucitó a su Hijo, puesto que consiente que los paganos tengan en él un templo dedicado a un ídolo. ¡Qué ironía! Eso dice muy poco a favor de vuestro Dios. Allí hay constantemente sacerdotes del culto a los dioses que llamáis paganos, ¿por qué ellos no han visto a esos ángeles ni a vuestro Dios?
—Solo quien tenga el corazón puro, y como tal se muestre digno de mirar, verá a Dios —respondió con voz serena—. Aun cuando esté sucio, en el mismo lugar, quien es puro de corazón y quien todavía está sucio, el lugar como tal no podrá ni perjudicarles ni aprovecharles, pues el puro de corazón verá a Dios, y quien no lo es no verá lo que otros avistan. Aquello que viste es solo un sitio en la tierra, digno de respeto para nosotros, pero solo eso. Tú mismo lo has dicho: un sepulcro vacío; la prueba evidente de que Él no está ahí. Pero eso no quita ni pone nada a nuestra fe. Los ojos de la carne no pueden ver el misterio, pues está velado, y solo los ojos de un corazón puro pueden acercarse a él.
—¿Quieres decir con eso que solo vosotros sois lo suficientemente puros para poder ver a Dios? ¿No es eso una gran soberbia?
—Oh, no, no… No me has comprendido. También yo, aun cuando pueda haber vencido al demonio, rechazando los pensamientos malvados que él me sugiere o, si se me insinúa dentro, acabando con ellos para impedirles hacer daño; aun cuando haya podido «pisar la cabeza de la serpiente», ese mismo hecho, sin embargo, me ensucia, porque he tenido contacto con aquel que es inmundicia e impureza; y aun cuando esté contento de haberlo podido vencer, estoy impuro y sucio por haber tocado al ser impuro, tengo necesidad de purificación. Por eso precisamente dice la Escritura: «Ninguno está limpio de mancha», todos tenemos necesidad de purificación, mejor dicho, de muchas purificaciones. Y muchas purificaciones de diverso tipo nos esperan; pero estas son cosas misteriosas e inefables…
—Pues entonces, si ni siquiera vosotros que decís haberlo encontrado podéis verlo, ¿quién puede ver a ese Dios? ¿Qué es capaz de purificaros? ¿Cómo se alcanza ese estado? ¿Quién puede hallar ese estado de paz?
—¡Oh, cómo podría explicártelo! —se lamentó.
La luz de la hora sexta se derramaba sobre la ciudad, haciendo doradas sus piedras. La visión era hermosa. Él se volvió para mirarla y ambos permanecimos en silencio un momento. Después dijo:
—Mira Jerusalén. Ya te dije repetidamente que significa «visión de paz». Sin embargo, ¿habrá paz alguna vez aquí? Es en nuestro corazón donde debe estar edificada Jerusalén, es decir, si está fundada la visión de paz en nuestro corazón, también vemos y servimos siempre en el corazón de Cristo, que es nuestra paz; si estamos tan fijos y estables en esta visión de paz, que ningún pensamiento malo ni sugestión de pecado alguno sube nunca a nuestro corazón, podremos decir que estamos en Jerusalén. No obstante, aun cuando saquemos gran provecho cultivándonos con sumo cuidado, no creo, sin embargo, que nadie pueda alcanzar un grado de pureza de corazón tal que no esté manchado por algún pensamiento adverso… Pero Dios, con su gran poder, es capaz de alcanzarnos la verdadera paz.
Al oírle decir estas cosas volví a removerme por dentro. Pero era un sentimiento contradictorio.
—Desengáñate, querido Félix —prosiguió—. Darás mil vueltas por este mundo y no encontrarás esa paz. Vivirás en desasosiego, como todo el mundo pagano, donde reina la soledad entre los placeres, entre amantes, entre amigos, entre todos los hombres. Y cada vez que afrontes la muerte verás solo el vacío de su frío, oscuro e insondable misterio.
—¿Es que acaso vosotros no moriréis? —repliqué—. ¡Los cristianos moriréis como todo el mundo!
—Dios no nos eximirá de morir, puesto que ha inscrito a la muerte en su plan creador. Pero el cristiano conoce esa muerte tan misteriosa, desconocida hasta que no se ha pasado por su experiencia, porque conoce a Cristo en el que la muerte ha encontrado su verdad.
—¡Un momento! ¿Crees que yo no conozco la muerte? He sufrido la pérdida de seres muy queridos y he estado en la guerra… Cientos de hombres han muerto ante mis ojos.
—La has visto con los ojos de carne, Félix; y crees que la conoces porque has asistido a la muerte de otros. Pero con tus ojos de carne no puedes descifrar el sentido divino de la muerte. Se puede tener cogido de la mano a alguien que camina hacia ella, pero no se acompaña a nadie en la muerte. Sin embargo, nosotros morimos compartiendo realmente la muerte de Cristo, porque estamos seguros de que resucitaremos con él.
—¡Bah! ¿Le habéis visto acaso? ¿Has visto tú a ese Jesús resucitado? Si me lo dijeras te creería; pero ni siquiera vosotros que creéis tanto en él lo habéis visto. Solo tenéis ese sepulcro vacío y el testimonio de unos hombres muertos hace doscientos años.
—Eso yo no podría explicártelo ahora; y aunque lo hiciera no me comprenderías. Sería necesario que te unieras a nosotros y fueras iniciado a través del bautismo.
—Lo siento, Orígenes. Ahora no me encuentro con ánimos para iniciarme. Primero he de poner en claro mi vida. Pronto regresaré a Roma y no sé lo que el destino me tiene reservado. Pero, si te sirve de algo, no quiero despedirme de ti sin que sepas que estoy muy agradecido a cuanto aprendí de vosotros en el viaje a lo largo de Palestina. Al menos, algo de luz entró en mi alma en un momento de gran oscuridad.
—Me alegro de ello, aunque era una luz provisional. Dios quiera que un día encuentres la luz perpetua. Regresemos ahora, pues, cada uno con lo suyo.
Nos encaminamos silenciosos hacia la muralla. La tarde empezaba a extenderse. Alcé mis ojos y vi la ciudad asomándose. Los templos destacaban contra el cielo azul todavía.
Orígenes me tocó el brazo y dijo:
—No olvides nunca una cosa, Félix: detrás de todo lo que existe hay un sentido. Nada es porque sí y mucho menos el capricho de algún dios. No dejes de buscar, pues el mismo Jesús prometió que quien busca halla.
—Así lo haré, te lo prometo.
Allí mismo nos despedimos y nos separamos, él para ir junto a los fieles cristianos y yo con mis amigos. Después intenté seguir como si tal cosa, bebiendo y tratando de divertirme, pero ni el vino ni Trivia consiguieron que dejara de estar como ausente.
A principios del verano, llegó la contestación a mi carta desde Roma. Se me ordenaba que me presentara en la capital lo antes posible y se me enviaba una asignación monetaria para cubrir gastos. En el primer barco que partía desde Cesarea, Racilio me consiguió una plaza y por fin me vi en la cubierta, dejando atrás la costa de Palestina.
El tiempo era apacible y el trirreme surcaba el mar en calma a golpe de remo. El cielo azul del Mediterráneo palidecía en la costa que se hacía lejana lentamente, mientras que el interminable canturreo de los remeros dirigía el ritmo de las paladas. Se hizo de noche cuando aún se veía la tierra. Luego, desapareció todo menos las estrellas bajas en medio de la negrura y el gran faro, que permaneció, con vigorosa luz anaranjada, misteriosamente suspendido en el horizonte.
Acodado en la barandilla de popa, contemplando cómo se hacía pequeña aquella lumbrera, recordé las palabras de Plotino: «… lo que arde es la luz del Uno, pero a medida que te alejas crece la oscuridad, lejana y fría».