23

Los bosques de la Yacigia, al otro lado del Danubio, eran espesos y oscuros, máxime cuando el cielo se obstinaba en cubrirse con densas nubes grises, a pesar de que estaba ya próximo el verano. Solo se podía recorrer la región siguiendo las estrechas calzadas que se adentraban en la umbría, próximas a los márgenes del río, conectando entre sí los pueblos de bateleros que se extendían entre Mursa y Aquincum, cuyos habitantes preferían desplazarse en sus rápidas lanchas fluviales, inalcanzables para las bandas de bárbaros que acechaban apostadas en las proximidades de los caminos.

Mientras nuestro regimiento avanzaba hacia la negra espesura del interior, le pregunté a Marino cómo era posible que hubiera hombres capaces de vivir en territorios tan hostiles y tenebrosos.

—Son tierras ricas —respondió—, a pesar de su apariencia. Basta con talar aquí o allá una extensión para obtener fértiles predios de labor o abundantes pastos para el ganado, en cualquier estación. Además, en esos bosques hay bestias de gran tamaño, bueyes almizcleros, alces y bisontes, cuyas carnes son apreciadas, y que no son difíciles de cazar. Por no hablar de los enormes peces que se pescan en las aguas del río, los siluros, cuyo peso alcanza en algunos ejemplares al de un cerdo. Cortados en tajadas y ahumados con aromáticas maderas, se conservan perfectamente durante meses. ¿Vas a comparar tales riquezas, al alcance de la mano, con algunos países del sur, donde no hay nada más que harina y escuálidas cabras?

—No sé… —respondí—. Pero vivir toda la vida atemorizados…

—Para eso estamos nosotros, ¿no?

—Sí, tienes razón. Somos nosotros, el ejército, quienes debemos preservar el orden en los territorios fronterizos. Pero, por lo que se ve, en estas regiones es difícil conseguir la pacificación definitiva. ¿A qué crees que se debe eso?

—Bueno. Ya hemos hablado tú y yo acerca de eso. En Roma piensan que la cuestión de los bárbaros se reduce a unas simples hordas de bandidos que se acercan cada año a los limes para llenar sus alforjas con el botín de sus rapiñas y que después se marchan, replegándose sin más hacia sus tierras lejanas y salvajes del este o del norte; en cuyo caso no es sino un problema de orden. Pero, créeme, yo llevo aquí más de treinta años y, últimamente, he apreciado que las cosas han cambiado. Ahora los bárbaros llegan para asentarse; traen a sus mujeres y a sus hijos y establecen sus poblados en las proximidades. Quieren vivir en los territorios del Imperio, sea como sea. Algunos buscan la alianza, federándose o haciéndose mercenarios; otros se adentran, sin más, para hacer una nueva vida; pero otros muchos, miles de ellos, se empiezan ya a plantear adueñarse de las ciudades y dominar nuestro mundo.

—Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que les mueve a venir aquí?

—No lo sé. Supongo que, a su manera, les atrae nuestra civilización. Les asombran las calzadas, los puentes, los acueductos; en una palabra, las comodidades de nuestra manera de vivir.

—Eso que dices es muy preocupante, Marino. Algunos hombres sabios han vaticinado que los pueblos bárbaros podrían llegar un día a hacerse con el Imperio, pero nadie les ha creído. ¿Qué piensas tú de eso?

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rio con energía echándose hacia atrás en la montura—. Son una gran amenaza, ya te lo he dicho; pero no creo que la cosa pueda llegar a tanto. ¡No, desde luego que no! —exclamó con rabia—. Para eso necesitarían estar organizados y, hoy por hoy, se llevan tan mal entre ellos que me resulta imposible verlos algún día unidos en una campaña de tal envergadura. Pero, si los dejamos, aunque en desorden y a oleadas, podrán hacerse con algunas provincias.

—Sería una lástima —comenté—. ¡Costó tanto agrandar el Imperio hasta estas tierras!

—¡No lo consentiremos! —exclamó, perdiendo su fiera mirada en la oscura profundidad de los bosques—. Aunque el emperador no sea consciente y el Senado se obstine en olvidarse del peligro que nos amenaza…

—¿De verdad crees que no son conscientes?

—¡Bah! ¡Les preocupa demasiado Oriente! ¡Creen que los persas son la única amenaza!

—También es un serio enemigo —repuse.

—No lo niego. Pero están demasiado ocupados en beneficiarse del comercio oriental y proteger Antioquía como para poner aquí sus ojos.

—Fue el senador Decio —repliqué—, con el apoyo del Senado, el que nos envió aquí a nosotros. No está bien que yo lo diga, pero, hoy por hoy, en Roma consideran que somos la fuerza mejor preparada.

Marino no contestó a eso. Puso un gesto circunspecto y permaneció en silencio durante un buen rato. Entonces advertí con disgusto que aún no confiaba en nosotros. Es posible que yo le resultara simpático, pero no veía en mí al tipo de militar que él consideraba apto para su manera de hacer la guerra. Me dio por pensar entonces que había optado por incorporarnos al destacamento que él mandaba directamente para tenernos más controlados, porque en el fondo temía que fuéramos a descalabrar a la primera. Decidí, pues, no seguir con el tema y desviar la conversación hacia otros asuntos.

Así anduvimos hasta la última hora de la tarde, cabalgando despacio y charlando animadamente, al paso de la infantería que nos seguía a pie y deteniéndonos con frecuencia a esperar a que los que nos precedían despejasen los caminos de los obstáculos amontonados por las crecidas de las aguas.

Por la mañana, antes de llegar a Aquincum, la avanzadilla de observadores envió a un emisario que retornó con noticias nada halagüeñas: las hordas de bárbaros estaban arrasando la ciudad mientras la guarnición romana aguantaba el asedio replegada en la ciudadela fortificada.

—¡Me lo temía! —exclamó Marino—. ¿De qué bárbaros se trata? —le preguntó al observador.

—Yácigas, señor —respondió él.

—¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes?

—Unos campesinos que huían nos lo dijeron.

—Me extraña —observó el tribuno—, me extraña mucho. No veo a esos piojosos capaces de aventurarse contra una guarnición como la de Aquincum. ¿No serán cuados? —insistió.

—Los campesinos eran nativos —respondió el soldado—; no creo que se equivocaran. Estaban muy seguros de que los bárbaros eran yácigas.

—¡Vamos! —ordenó el tribuno—. Podemos estar allí antes de mediodía.

—Si adelantamos la caballería podríamos ganar unas horas —me atreví a sugerir.

—¡No, nada de eso! —respondió con brusquedad Marino—. No tenéis experiencia. No adelantaremos nada precipitándonos. Hagamos bien las cosas. Forzaremos la marcha. El castrum de Aquincum es demasiado consistente para esos bárbaros; necesitarían máquinas de asedio y técnicas de asalto que, desde luego, desconocen.

—Pero… ¿y la ciudad? —repuse.

—¡Ah, la ciudad! Por mucho que corramos no encontraremos allí a nadie vivo.

Marino no se equivocó. Llegamos a Aquincum cuando el sol empezaba a declinar, puesto que la marcha se demoró por tan agrestes pasajes, y nos encontramos la ciudad en llamas y la fortaleza también, sin que se hubiera salvado ni uno solo de los soldados de la guarnición. El olor de la carne abrasada impregnaba el aire y resultaba repugnante respirar, por temor a que las pavesas que descendían del cielo fueran las cenizas de tantos cuerpos quemados y penetraran por nuestras narices o nuestras gargantas. Pero no había ya ni rastro de los bárbaros que habían causado tal desastre. Era desolador ver la destrucción de una ciudad que debió de ser muy hermosa hasta el día anterior. Y los ojos de mis jóvenes caballeros se encontraban por primera vez con el desastre de la guerra.

—¡Buscad por los alrededores! —ordenó el tribuno—. ¡Que me traigan a cualquier vivo que encuentren! ¡Hay que saber de inmediato lo que ha sucedido!

Efectivamente, pronto dieron con numerosas personas que habían logrado escapar de la guerra, por encontrarse laborando en los campos o porque consiguieron huir a tiempo. Se supo que los bárbaros estuvieron merodeando durante días por las proximidades, pero que no se le dio más importancia que en otras ocasiones, hasta que cayeron como una avalancha sobre el terreno atrincherado que se extendía alrededor de Aquincum, considerado hasta entonces como inexpugnable. Arrasaron la ciudad, asaltaron la ciudadela y, finalmente, la fortaleza interior. Miles de bárbaros perecieron en el ataque, pero otros tantos llegados después que ellos pudieron saciar su sed de botín y destrucción antes de poner rumbo hacia el este, en dirección a Brigetio, que se encontraba también en la orilla del río, a pocas leguas.

En la arrasada Aquincum no había nada que hacer, por lo que Marino consideró que lo más oportuno era emprender enseguida la persecución de los bárbaros, para aprovechar las horas de luz que nos quedaban; de manera que sin darnos un respiro nos encaminamos a marchas forzadas por la gran calzada que seguía el río hacia el este.

La estela dejada por los bárbaros era bien apreciable, no solo en la carretera, sino también a ambos lados, como una polvorienta vía de pisadas y tierra removida abierta en el verde primaveral de la llanura. Aquí y allí se habían dejado a sus heridos, muertos ya, rematados, desangrados o rendidos por la caminata. Marino y sus oficiales los observaron detenidamente, fijándose en su vestimenta y en las marcas rituales que sus compañeros habían hecho en la tierra, alrededor de cada cadáver, con la intención de protegerlos y alejar de ellos las asechanzas de los malos espíritus o la profanación por parte de sus enemigos.

—Estos bárbaros no son yácigas —concluyó Marino con rotundidad.

—No, no lo son —confirmó uno de los oficiales, mientras los demás manifestaban estar de acuerdo con tales consideraciones.

—Pero tampoco son carpos —añadió el tribuno—, ni marcomanos. Esos signos y su aspecto son los de hombres de más allá, tal vez de las estepas. ¿No os parece?

—¿Sármatas, tal vez? —sugirió uno de los oficiales.

—No, no lo creo —negó Marino—. Apenas quedan sármatas, y los pocos que hay casi viven fundidos con los marcomanos.

—¿Entonces…? —preguntó el oficial con extrañeza.

Marino meditó un momento. Después, sin dejar de mirar al cadáver de uno de aquellos gigantescos hombres que yacía a un lado del camino, dijo:

—¡Godos! Estos muertos son godos.

—¿Godos? ¿Aquí? —se sorprendió un veterano centurión.

—¿Habéis olvidado lo que sucedió el año pasado en Dacia? —les recordó el tribuno—. Llegaron noticias de que ingentes masas de godos se habían adentrado cruzando los limes, hasta asediar algunas de las más importantes ciudades. ¿Por qué os extrañáis? Ya hace años que nuestros observadores nos vienen informando acerca de los godos. Además, ¿quién se hubiera atrevido con una fortaleza como la de Aquincum? ¿Esas bandas de mugrientos habitantes de los bosques? No, de ninguna manera; ni aunque se hubieran juntado todos habrían osado siquiera intentar hacerse con alguna de las pequeñas fortificaciones de los alrededores. ¡Han sido los godos! Lo cual supone que hemos de plantearnos esta guerra de otra manera. No es lo mismo buscar a esos zorros yácigas en los bosques que ponerse frente a frente contra un ejército de godos con estrategias de combate y armas hechas a conciencia.

—¿Has luchado alguna vez contra los godos? —le pregunté.

—Solo una vez; cuando se sublevaron los auxiliares de Mesia en tiempos de Maximino. ¿Por qué lo preguntas?

—Decio y Valeriano consideraban que en una confrontación directa con un ejército de bárbaros la caballería podría resultar infalible. Me refiero, naturalmente, a la nueva caballería.

—¡Bah! ¡Pamplinas! —replicó—. No se ha inventado aún nada tan eficaz como la infantería romana, atacando en bloque y protegida por las alas de auxiliares.

—¡Por favor! —supliqué—. Si nos topamos con esos godos, déjanos intentarlo. ¡Por Júpiter! Hemos venido aquí para eso.

—¡Basta! —me gritó zanjando la cuestión—. ¡No es momento ahora de discusiones! Acamparemos aquí y proseguiremos mañana, antes del amanecer. Esos malditos godos deben de estar agotados después de lo de Aquincum y seguramente se habrán detenido para recobrar fuerzas antes de continuar.

No puede decirse que acampáramos en sentido estricto, puesto que había que conformarse con estirar las mantas sobre el suelo, echarse y mitigar algo el cansancio, después de la fatigosa marcha de todo el día. Pero los hombres se apresuraron a encender hogueras para cocinar y enseguida brotaron una inmensidad de resplandores en la gran extensión que ocupaba el ejército. Resultaba una visión sobrecogedora en la noche que cayó enseguida: las llamas terminando de devorar Aquincum a lo lejos, con sus reflejos anaranjados brillando en el Danubio, vacilantes, agitados por las ondulaciones de las turbulentas aguas; los negros bosques recortándose en el firmamento teñido de oscuro azul y la luna lejanísima, asomándose desde detrás de las montañas cubiertas aún de plateadas nieves. Un rumor de caballerías, armaduras, hierros, cacharros de cocina y parloteos se alzaba intenso al principio, y fue decayendo más tarde hasta convertirse en un murmullo que le ayudaba a uno a conciliar el sueño.

Aquella noche yo era incapaz de dormir. Se presentía ya la batalla, y los recuerdos de mi otra guerra acudieron a mi mente. Como aquella vez en Babilonia, antes de mi primer combate, ese misterioso instinto guerrero que vive oculto en cada hombre se despertaba desde lo más profundo. Regresaban las imágenes de la lucha; el temor a los proyectiles, piedras y flechas, que volaban sobre la cabeza de uno; el fragor del choque cuerpo a cuerpo, los barritos de los elefantes, el relincho de los caballos heridos, el retumbar de las pisadas, el jadeo y el rugido de tantos guerreros afanados en matar; y casi venía a mi nariz ese olor peculiar, a hierro y cuero mezclado con tierra removida, sangre y sudor. Y montones de preguntas acudían también. ¿Cómo serían esos godos? ¿Cómo eran sus armas? ¿Nos dejaría Marino entrar en combate? En ese caso, ¿cómo se portarían mis hombres?, puesto que nunca habían visto una verdadera batalla.

Unos quejidos a mi lado me despertaron bruscamente. Abrí los ojos y vi a Herenio incorporado.

—¡Eh, Herenio! —le dije—, ¿qué te sucede?

Me miró con ojos perdidos aún en el pánico de una pesadilla. Sudaba y su frente brillaba a la tenue luz de las ascuas, con un rojo reflejo que se extendía hacia sus cabellos alborotados.

—¡He tenido un sueño horrible! —respondió—. ¡Mira cómo late mi corazón!

Me llevó la mano a su pecho y comprobé las violentas sacudidas y el ardor que salía de su cuerpo humedecido por el sudor.

—¿Qué has soñado? —le pregunté.

—Íbamos por los bosques, por una región umbría y solitaria, y los bárbaros nos acechaban desde la oscuridad. Después… después saltaron sobre nosotros e intentaban asirnos por todas partes. Intenté huir de ellos, corrí, me oculté entre los árboles… Pero había aguas revueltas, fango… mucho fango que me impedía avanzar… Y…

—¿Y qué?

—Y un bárbaro… —Estaba aterrorizado y tragaba saliva de vez en cuando.

—Vamos, tranquilízate —le dije, sabiendo que la mejor forma de arrojar de la mente un mal sueño era contarlo de inmediato—. ¿Qué sucedió después?

—Un bárbaro sin rostro estaba frente a mí… Puso una flecha en su arco y me disparó… Sentí la punta fría, aquí, en mi cuello. Entonces… entonces me desperté. ¡Era tan real!

—Vamos, Herenio —le dije—; no deberías cenar tanto. Pusiste demasiada de esa manteca rancia en la hogaza. Te habrá sentado mal. Por eso has tenido esa horrible pesadilla.

—¡Uf, la manteca! —exclamó mientras le venía una arcada.

—Será mejor que vomites —sugerí.

Él se levantó y se alejó unos cuantos pasos hacia la oscuridad. Le oí vomitar varias veces.

—No te preocupes por esa pesadilla —le dije, pues temía que se ofuscara pensando en que podía ser un funesto presagio—. Alguien me aseguró que los sueños no son sino la manera en que los dioses nos muestran los deseos y los miedos de nuestro espíritu, pero que no tienen por qué llegar a convertirse en realidad. Mañana haremos un sacrificio a Helios con la primera luz y las tinieblas se llevarán para siempre sus sombras de temor.

—Gracias, Félix —musitó con débil voz—. No te preocupes por mí; duerme. Ya estoy más tranquilo.

Pero yo me había desvelado del todo y retorné a mis cavilaciones. No sé si fue por la pesadilla de Herenio, o porque en el fondo yo también tenía miedo, pero de pronto empecé a sentir una especie de soledad y absurdo vacío. ¿Qué hacíamos allí, en aquella tierra tan rara? ¿Por qué perseguíamos la guerra? ¿Por qué pensábamos que ella iba a saciar nuestros espíritus ansiosos y desasosegados?

Pasado un rato, empezaron a oírse lejanísimos aullidos, espaciados primero y después como un coro de cientos de voces. Era estremecedor. Al principio supuse que eran lobos, pero luego comprendí que eran los bárbaros. Creí que los demás dormían y que nadie, excepto yo, lo estaba oyendo. Pero Herenio se removió y me preguntó:

—¿Oyes eso, Félix?

—Sí, claro —respondí.

—¿Qué es?

—Creo que son esos bárbaros yácigas, en algún lugar muy lejos de aquí, pero la noche envía los ruidos a largas distancias. Es luna llena; estarán realizando algún rito a sus dioses.

Permanecimos un rato en silencio, escuchando aquello. Supongo que a Herenio le recorrió el mismo escalofrío que a mí. Nos habíamos hecho ilusiones en Roma, con nuestros caballos y nuestras lanzas, soñando estar algún día en la guerra. Ahora la realidad estaba ahí, aterradora, amenazante en la fría oscuridad de la noche, y no era una simple pesadilla.