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Durante días nos batimos en retirada, con terribles encuentros con los bárbaros en los que combatían la desesperación contra la pena y la rabia. Muchos de nuestros hombres habían perdido sus caballos en el barro, y los que los conservábamos los veíamos agotados. Las armas se llenaron de herrumbre, pues la implacable lluvia no cesaba para colmo de nuestras desdichas. Fueron batallas sangrientas, a ciegas muchas de ellas, difíciles, azarosas, que teníamos que reanudar incesantemente. Nuestra fortuna se había cambiado y todo parecía volverse en nuestra contra: el terreno se hundía bajo los pies y nos impedía permanecer firmes; los que avanzaban resbalaban y nuestras pesadas armaduras parecían hacerse inservibles, deslucidas y llenas de óxido. En tan incómodas condiciones, los bárbaros nos acosaban sin tregua, acostumbrados como estaban a los terrenos pantanosos. Nos herían desde la distancia con sus flechas, desplazándose de un lado a otro con rapidez, por los pasos que conocían a la perfección; secos ellos, gracias a sus pieles que les protegían del agua y del frío, mientras que nosotros no conseguíamos dejar de estar empapados.
Caídos el emperador y el coaugusto sin que ni siquiera pudiéramos recuperar sus cuerpos, la desolación reinaba en el ejército. Era como si el sol se hubiera eclipsado permanentemente y no recibiéramos luz por parte alguna. Estremecía ver a los soldados llorar y arrojar sus ídolos y amuletos con rabia contra el barro. Se había malogrado la victoria de la que todo el mundo estaba seguro y en la que pusimos lo mejor de nosotros mismos. El choque brusco del zarpazo recibido y la variación inevitable del curso de nuestra suerte nos hacía incapaces de defendernos frente al sentimiento más terrible de fracaso. Muchos se quedaron estancados, paralizados, inmóviles, en aquel instante crucial de abatimiento que conllevaba tal frustración, y renunciaron a cualquier intento de lucha. Se les vio dejarse matar, no por cobardía, sino por incapacidad de remontar su abatimiento.
En nuestra desesperada huida hacia las regiones seguras del suroeste, perdimos millares de soldados. Y menos mal que a los godos no les dio por perseguirnos, tal vez temerosos de que pudieran llegarnos refuerzos, pues, si verdaderamente se hubieran hecho conscientes del desorden y terror que nos acuciaba, habrían exterminado el grueso de las tropas romanas. Pero en la Mesia inferior por fin nos dejaron en paz. Aunque Cniva trató a los prisioneros con una crueldad implacable que vino a aumentar la angustiosa sensación de exterminio y devastación.
Para colmo de todos los males, la facción de todas las tropas que guiaba Treboniano Galo por el Danubio no daba señales de vida. Ni llegaron a tiempo para frenar a los bárbaros, ni fueron en nuestra busca para socorrernos. Entonces empezó a circular por el ejército la voz de que el culpable de la muerte de Decio era Galo, que previamente se había puesto de acuerdo con los godos. Jamás creí ese rumor, porque de los comandantes romanos presentes en el combate él era el más meritorio y el más cercano al emperador.
La noticia de la derrota sufrida corrió como el fuego por todas partes generando una angustia en las gentes como jamás se había sentido. Grandes masas de población comenzaron a desplazarse y vinieron a incrementar el caos en las provincias danubianas. La gente se hacinaba junto a las orillas de los ríos, junto a las ciudades, a la intemperie, por temor a que las hordas regresasen aprovechando la falta de defensa. Entonces el frío y las enfermedades empezaron a hacer estragos. Miles de cadáveres se extendían por doquier.
Por mi parte, todo aquello me afectó mucho. Nunca me había sentido más solo. Era como si me viera apartado de la vida, arrojado al margen y despojado incluso de mí mismo. Mi corazón estaba seco, como un pedazo de corteza de encina, y mi alma era un abismo oscuro. Me preguntaba quién era yo y el porqué de vivir, con un desgarro que en ninguna otra ocasión había experimentado. Caminaba errante, hacia donde aquella masa deshecha y moribunda se dirigiera. Estaba herido en el hombro y apenas me preocupé de la herida, porque el mal físico no me importaba, era mi espíritu el que sufría el quebranto, barruntando que ya jamás hallaría cura. Todo se había hundido. Roma también me era indiferente. Acudió a mí una especie de compasión propia, como un lamento de existir. Y muy adentro me brotó incluso un sentimiento de culpa.
Me remordía el daño que podía haber causado en mi vida y creía que la presencia de tantos males se debía a cuanto pudiera haber hecho sufrir a quienes de una forma u otra me amaron o estuvieron pendientes de mí alguna vez. Más que un razonamiento, esta experiencia era una pasión del ánimo, originada por no haber caído en la cuenta de que no había hecho nada a favor de nadie, ni había sabido valorar el amor gratuito recibido en mi vida. «De cuanto me ofrecieron tomé lo que quise —me decía mi interna voz—, pero ¿cuánto he dado?». Es cuando todo se ha perdido, cuando se empieza a valorar lo que se tuvo.
Mientras caminaba hacia el sur, siguiendo al ejército que se movía cabizbajo y con gran lentitud por las tierras de Dalmacia, vi la sombra de la muerte en las personas que fuimos encontrando a nuestro paso. Era enero y había cesado la lluvia. Un tímido sol invernal parecía querer enviarnos algo de aliento. Pero la sombra del terror estaba en los rostros de los campesinos, de las mujeres y de los niños que salían a ver el paso de los soldados.
En Aquilea recibimos al fin noticias. El Senado confirió por decreto el título imperial a Hostiliano, el único hijo superviviente de Decio. Era una justa muestra de consideración a la memoria del hombre valeroso y honesto que fue. Aunque pronto se supo que se dio rango similar a Treboniano Galo. No se podía encontrar otra solución más favorable para intentar poner en orden al afligido Imperio. Hostiliano era joven e inmaduro para una responsabilidad tan alta, y se necesitaba a alguien con experiencia y autoridad sobre las tropas para solucionar la grave crisis desencadenada en el Danubio. Galo consiguió reconducir las cosas en un par de meses, dando gruesas sumas de oro y suministrando todo tipo de víveres a los godos para facilitarles su deseada marcha hacia sus tierras del este. También les prometió el pago de fuertes tributos anuales si no regresaban, concluyendo con ellos una paz no muy honrosa. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?
Tuvimos que permanecer en el norte a la espera de que cesasen las nieves en los pasos de las montañas. El invierno fue muy duro ese año. El viento frío llegó bramando y millares de olivos se quemaron helados.
En aquellas noches oscuras, tiritando en mi barracón, me pasaba veladas enteras meditando delante del escaso fuego que podíamos encender, pues hasta la leña fue escasa. Me quedaba con la mente en blanco, con la mirada inmóvil, fija en las llamas y en las brasas palpitantes. Era ese el único momento en que me sentía algo iluminado por dentro. Entonces venía a mí la nostalgia. Era un deseo, un anhelo, provocado por el sentimiento de aridez de mi corazón, de vaciedad, de hambre de cosas que, dolorosamente, nos hacen falta: de tranquilidad, de paz, de descanso, de bondad, amparo y amor. Recordaba a Fidelia y a la pequeña Felicitas. Me preguntaba qué harían, tan lejos como estaban, y buscaba imaginarlas bajo el sol, arropadas por la luz meridional, sonrientes de calor y felicidad. Deseaba estar junto a ellas, rodearlas con mis brazos y fundirnos en amor. «¡Oh, si volase este tiempo! —me decía—. ¡Oh, si las horas corrieran con más prisa, para que llegara la hora deseada!».
Cuando por fin empezó el buen tiempo, hacia mediados de marzo, unos temblores de tierra, acompañados de fuertes mareas, sacudieron la región mediterránea contribuyendo a que el terror no terminara de alejarse. Pero lo peor aún no había llegado.
Obedeciendo a la orden del Senado, emprendimos la vía Flaminia en dirección a Roma. En pleno camino, ya en Spoletium, nos llegó una ligera brisa que trajo a nuestro olfato un repugnante tufo. La peste había llegado al corazón del Imperio. La gente huía de las ciudades y se moría en cualquier parte. Los zorros y las alimañas devoraban los cadáveres junto a los caminos y a las puertas de Roma se podía sentir el aliento de la muerte. Con el húmedo y asfixiante calor de mayo de aquel año lluvioso, nos vimos de repente frente a la muralla, a cuyo pie se alzaban inmensas piras donde los cuerpos eran consumidos por las llamas que lanzaban oscuras y pestilentes humaredas a los cielos. Alrededor de la ciudad flotaba el olor del agua putrefacta de las lagunas y de los canales, y una fila humana cargada con pesados fardos y enseres de todo tipo la abandonaba en dirección a los campos, aun sabiendo que llevaban consigo el pavoroso mal.
Muchos soldados desertaron y escaparon hacia sus provincias de origen. Habían sido valientes frente a los bárbaros, pero eran irracionalmente cobardes ante un enemigo invisible capaz de devastar por la mañana, a mediodía o, como un ladrón, por la noche. Las tiendas se habían cerrado y faltaba lo más esencial para vivir. Las muertes se sucedieron durante días, entre la gente pobre al principio, después entre la acomodada e incluso entre la nobleza patricia.
Estaba prohibido entrar en Roma, salir no. ¡Qué cosa tan absurda! Si el ponzoñoso mal había llegado ya al mismo centro de la Capital, como al resto de la Península. Hube de solicitar un permiso especial al Senado, que me fue concedido gracias a la intervención de Valeriano, pues a muy pocos se les permitía el paso, por importante que fuese su posición o cargo.
Entré por la puerta Colina, que era la única que permanecía abierta para visar el acceso restringidísimo. Me encontré la ciudad desierta, y las negras ratas cruzando las calles y las plazas a plena luz del día. La poca gente que había estaba en las casas, donde permanecía encerrada. El hedor dulzón de la muerte lo llenaba todo y supuse que no habría ya quien se encargase de retirar a los muertos. Al principio caminé desorientado, errando en la busca de las zonas que conocía, hasta que vi al fin en la Alta Semitia, la gradería del Quirinal que daba comienzo en las inmediaciones del Foro de Trajano. Pronto estuve en la plaza con árboles que se extendían delante de la residencia del Senador. En la puerta dormitaba un guardia de aspecto demacrado que avisó al mayordomo. El esclavo me reconoció enseguida y me dijo:
—Mi amo no está en casa, pero te esperaba. Lo encontrarás en el palacio imperial. Le avisaron y hubo de acudir allí con urgencia.
Supe que algo grave había sucedido. Corrí hacia el Palatino y me extrañó que la guardia me franqueara el paso sin ninguna formalidad. Expliqué a un ordenanza que buscaba a Valeriano y se ofreció a conducirme hacia los salones interiores. Una gran agitación reinaba en las estancias que fuimos atravesando y en un momento me di cuenta de que senadores, oficiales y cargos preeminentes iban en la misma dirección que nosotros, con gesto grave, preocupados. Pero supuse que se debía a las desdichas que asolaban Roma.
En el gran peristilo del palacio interior, me topé de frente con la dura realidad de lo que sucedía: el césar Hostiliano había muerto a causa de la peste. Los senadores y la escasa nobleza que quedaban en Roma, arremolinados en torno al lecho de marfil donde descansaba el cuerpo inerte del pobre muchacho, se lamentaban y discutían entre ellos. Me di cuenta de que la autoridad se sentía inerme ante el cúmulo de infortunios.
Distinguí a Valeriano entre los presentes y me dirigí a él. Su rostro estaba ensombrecido y como ausente. Abatido, fatigado y con temblorosas palabras, me pidió que le acompañara a su casa. Así que regresé con él a su residencia. Atravesamos de nuevo las nobles vías de la más fastuosa parte de Roma. Los sacerdotes corrían de un lado a otro, aullando e invocando a los dioses. Una indescriptible sensación de abandono y desolación dominaba todo. El aire caliente se arremolinaba y levantaba el polvo acumulado durante semanas frente a las fachadas. El cielo estaba amarillento y el ambiente bochornoso. ¡Y ese olor a putrefacción, asfixiante!
En el interior del palacio del senador mi angustia llegó a su colmo. Los sacerdotes egipcios, con Macriano a la cabeza, se encontraban realizando una ceremonia de rito muy extraño: habían esparcido sangre por las paredes, las columnas y los suelos y quemaban sustancias resinosas que hacían irrespirable el aire. En el centro del peristilo habían entronizado a sus ídolos y por todas partes se veían vísceras de animales sacrificados y despojos sobre los que zumbaban nubes de moscardones atraídos por la carne podrida. A un lado, estaba Salonina, ojerosa, con el pelo desgreñado y una profunda expresión de dolor en el rostro. Al verme se arrojó a mí y me abrazó.
—¡Félix! ¡Estás vivo! —exclamó.
No supe qué contestarle. Me miró entonces desde un abismo de tristeza y me cogió la mano. Tiró de mí y me llevó por los corredores hacia una alcoba. En una cama, sobre pétalos marchitos de rosas, había un cuerpo cubierto con un velo oscuro. Ella lo retiró y descubrió ante mis ojos una horrible visión: Dionisia muerta, con la piel pegada a los pómulos y los párpados hundidos en las oscuras cuencas, desnuda, comida por las llagas y los abscesos de la peste, sin color, solo reconocible por su cabello dorado, ondulado y revuelto sobre los hombros.
Creo que lancé un desgarrado grito y salí de allí. Corrí por las estancias. Quería escapar de todo; de aquella visión, de la misma vida. Deseaba morir en ese momento, terminar, dejar de existir y desaparecer. Salí al exterior y la luz casi me cegó. El polvo azotaba, arrancado de los jardines por el aire, y se entraba en la nariz, ojos y boca… La vida me parecía cruel, desconsoladora y carente de sentido.
Fui por las calles, sin rumbo. Estaba sediento, famélico, extenuado, consumido por ver tanta desolación. Un irresistible impulso me llevó a través de la ciudad hasta los Foros. Los templos permanecían abiertos y los dioses estaban impasibles en sus doradas facciones. Experimenté la sensación de alejarme infinitamente de ellos en mi espíritu. «No existen —me dije—. En vano los han buscado, y no existen».
Luego me quedé como vacío. Me derrumbé y caí sobre las gradas que ascendían a una de las cellas.
Esa fue la primera vez que oré. Algo en mí se rebeló contra los pensamientos negativos y me brotó dentro un anhelo, el doloroso y desesperado deseo de que el sino del ser humano fuera algo más que únicamente esto.
Busqué a Dios en mi interior. A ese Dios. Al Dios de Fidelia, de Cipriano, de los cristianos…, de Jesús. No experimenté nada especial: ni consuelo ni esperanza. Solo sentí que ese Dios no se apodera del hombre contra su voluntad en un éxtasis que lo privara de la conciencia y de la libertad, pues solo los espíritus del mal actúan de esa forma. Yo debía adherirme a Él, con toda mi voluntad y mis sentidos; a ese espíritu de suma bondad. Lamenté las veces que había sido energúmeno y esclavo de mis pasiones. Ahora no debía ser así. Debían desaparecer también las luces de mi razón, como de hecho me sucedía. Entonces brotó esa súplica profunda de la que me habían hablado. Era un sentimiento puro, auténtico. Era la experiencia de impotencia, de sentirme perdido, la que abría mi alma y me hacía clamar al único que podía redimirme, ayudarme, salvarme…
—¡Ven! —grité—. ¡Ven, Señor, a socorrerme!
Le llamé «Señor», pues le deseé dueño de mi alma y de toda mi vida. Supliqué por los míos, por el mundo, por la salud, por la paz… pedí vida, porque la vida es Él. Y le rogué que me alzara del polvo.