37

Hay veces que te dejas llevar por la vida y cedes en tus determinaciones, de manera que el torbellino de los acontecimientos te arrastra y son los demás quienes parecen decidir sobre lo que te concierne, por importante que sea. Algo así me sucedió cuando, de repente, me vi conducido a mi propia boda, en casa de Aspasio. Él mismo había elegido cuidadosamente la fecha, evitando los meses y los días de malos augurios. Pero, al ser viuda, Fidelia no tuvo que consagrar a la divinidad los juguetes de su infancia; sino que portó el día de la celebración el huso y la rueca, símbolos de la actividad doméstica. Cuando me vi de repente en la puerta, esperando a que apareciera la novia, sentí una especie de vértigo extraño y un amago de tristeza se asomó a mi alma. Pero pronto apareció Fidelia, acompañada por su cortejo, en el que iba Vitunia como tutora y tres muchachas jóvenes que tenían vivos a su padre y a su madre, según determinaba la tradición. Iba vestida con el traje nupcial ceñido con el típico cinturón y cubierta la cabeza con el velo rojizo que solía usarse en Cartago. Y me tranquilicé al verla sonreír, saludable y bella, aunque con cierto halo de candidez, como si fuera apenas una quinceañera conducida por sus familiares a los esponsales.

A continuación la pronuba, una matrona que dirigía la ceremonia, unió nuestras manos, poniendo una sobre otra. Y después procedimos a firmar los tabulae nuptiales. Tras el banquete, hacia el anochecer, fuimos acompañados hasta mi casa. Se fingieron lágrimas y lamentos y ella se despidió de todos los suyos, mientras se emitían los cantos propios del momento. De repente nos vimos solos los dos, en las habitaciones que los criados habían adornado con flores, guirnaldas y tapices, y sentí con plena claridad que una nueva etapa daba comienzo en mi vida.

Si había algo en mí que rechazaba la estabilidad y la vida familiar, se disipó por completo. Fue como si me brotara desde dentro otro ser, que hasta entonces había estado oculto, tal vez sepultado por tal maraña de cambios, viajes y aventuras que no le habían dejado manifestarse. Era el Félix que en el fondo amaba la calma y que, desde hacía tiempo, había dejado de hacerse preguntas. Fidelia lo despertó, lo sacó a la luz exterior y lo cubrió de cuidados y mimos. Qué delicioso fue para mi alma remansarse en ella y descansar en el cálido regazo de su amor incondicional y sincero.

Vinieron días felices. Mi villa estuvo pronto terminada y ella la llenó de color y alegría. Fue maravilloso por otra parte tener a alguien que se ocupaba de todo. Creo que en eso quiso parecerse a su benefactora, Vitunia, y buscó ser para mí la mujer de su casa que en el fondo le gusta tener a todo hombre. Me organizaba fiestas y así fui siendo conocido en Cartago. Me procuró pronto una servidumbre de lo más adecuada, con la que se llevaba admirablemente, y logró en poco tiempo hacerme preguntar a mí mismo cómo era posible que hubiera podido antes vivir sin ella. Pero nada de eso fue mejor que experimentar esa dulce sensación de no estar solo, en la rutinaria sucesión de los días, cuando la vida avanza sin que uno tenga que ir a parte alguna o regresar a ningún sitio. Me encantaba oírla canturrear por las mañanas o verla en su paz habitual encargarse de las plantas, alimentar a las palomas o bordar plácidamente bajo la gran acacia de nuestro jardín.

Hablábamos mucho los dos. Nos fuimos conociendo sin prisas; descubriéndonos en nuestros paseos, que retomamos, pues nos pareció que les debíamos el habernos encontrado; en la escucha conjunta de una flauta lejana; en las poesías que se sabía y que recitaba para mí cuando se lo pedía; en la contemplación del mar o en el silencio, pues también había silencios. Cada uno contó de su vida lo que quiso. Eso fue como un pacto tácito. Lo demás fue surgiendo solo, poco a poco; sin que la curiosidad exprimiera el pasado, pues el presente tenía fuerza suficiente para mantenerlo todo luminoso, vivo y amable.

Una tarde fuimos junto a la orilla del mar. Fidelia solía ser natural, pero de suyo era pudorosa. No conseguí que se quitara la túnica y que jugara conmigo en el agua. De manera que tuve que conformarme viéndola con la blanca espuma hasta las rodillas, aguardándome muy quieta mientras yo me adentraba nadando hacia donde no se hacía pie.

—¡Félix, por favor, no te alejes más! —la oí gritar preocupada, con las manos juntas a la altura del pecho, como en una piadosa súplica—. ¡Sal ya del agua! ¡Félix!

—¡Anda, tonta! ¿No te dije que me crie junto a un río? —le contesté indolente, antes de lanzarme en veloces brazadas hacia la profundidad.

—¡Félix, no! ¡Por favor, no lo hagas!

Sentí un absurdo e infantil placer mortificándola de aquella manera, e incluso me sumergí aguantando la respiración cuanto pude, para desaparecer de su vista durante un rato e intensificar su temor. No sé por qué me dio por divertirme haciéndola sufrir como un niño travieso. Pero, cuando regresé a la orilla, la encontré impávida, con el terror grabado en los ojos y un temblor en los labios, amoratados. Entonces me arrepentí de haberle hecho aquella pesada broma. Fui hacia ella y la abracé.

—Pero, Fidelia, querida, ¿qué te sucede? Era un juego. No habrás pensado de verdad que… ¡Vamos, reacciona!

Se aferró a mí con un llanto convulsivo, como si verdaderamente me hubiera recuperado de las profundidades. Luego, entre beso y beso, sin ira, me suplicó:

—Félix, cariño, no vuelvas a hacerlo… ¡Por favor! Ha sido horrible. Júrame que no volverás a asustarme de esa manera.

—Claro, querida, claro… Perdóname. Nunca pensé que te lo tomarías así.

Fuimos a sentarnos más allá, en la arena fina caldeada por el sol. Hubo un rato de silencio, mientras ella se calmaba y yo me maldecía por haber hecho aquella estupidez.

—Fidelia —insistí—, por favor, perdóname. No volverá a suceder, lo juro.

—No te culpes demasiado —respondió—. Ya sé que no lo hiciste con mala intención. Pero hay algo que debes saber para comprender por qué reaccioné así.

—Bien, querida, tú dirás.

—A mi padre lo ahogaron en este mar —prosiguió dejando la mirada perdida en el horizonte.

—¡Oh, dioses! —exclamé—. ¿Cómo fue? ¿Quieres hablar de ello?

—Fue horrible, Félix —respondió llevándose las manos a los ojos—. Él era un militar íntegro, alguien demasiado obcecado. ¡Maldita política! Se empeñó en apoyar a Maximino… Pero sus propios hombres le traicionaron. Se dio cuenta cuando era ya tarde, pero aun así pretendió que nos salváramos y… Entonces yo era muy pequeña. Una noche nos despertó a mi madre y a todos los hermanos. Corrimos hacia la playa donde nos aguardaba una nave para huir hacia alguna parte. Sería aquí en este lugar, o más allá, no lo recuerdo muy bien, pero no debió de ser muy lejos de aquí. El caso es que, nada más zarpar, nos dieron alcance los soldados del gobernador de Mauritania que nos habían seguido hasta aquí, hasta Cartago, avisados por algún espía. Cuando mi padre vio que todo estaba perdido, se arrojó al agua y la pesada armadura le condujo enseguida hacia las profundidades. Nunca olvidaré su mirada… Yo le vi lanzarse al mar. ¿Comprendes?… ¡Oh, Dios!

—Ya, ya está, querida —la abracé. Temblaba como una pequeña niña asustada. Creo que revivía aquel momento como si aún estuviera ahí—. Ahora estoy yo contigo y no debes temer nada. Pero desahógate, te vendrá bien para tranquilizarte.

Sollozó un poco más y después se calmó. Estuvimos así, abrazados bajo el suave sol de la tarde durante un rato, escuchando el murmullo de las olas y los gritos espaciados de una gaviota. La sentí mía, desvalida y adorable; saboreé la sal de sus lágrimas y la estreché fuertemente para darle seguridad. Luego fui yo el que deseó que ella supiera algo más de mi vida.

—¿Sabes? —le dije casi al oído—, ya hay una cosa más que nos une. Yo perdí a mi madre siendo todavía un muchacho. También a ella se la tragaron las aguas.

Creo que desde que aquello sucedió no lo había vuelto a comentar con nadie. Fue como si el recuerdo brotara de repente, con toda su realidad. Le conté el suceso, sin ahorrarme detalles: lo que sentí entonces, cuando mi madre fue a celebrar un rito a Isis en una isla del río Anas, en un día de tormenta; su barca fue arrastrada por el ímpetu de la corriente y ella pereció ahogada, sin que su cuerpo fuera encontrado hasta pasadas muchas horas de búsqueda. Fidelia me escuchó atenta, sin interrumpirme, con los ojos cargados de compasión. Cuando terminé mi relato, fue ella la que tuvo que consolarme a mí, pues debió de darse cuenta de que se me había hecho un nudo en la garganta y casi me habían brotado las lágrimas.

—Mi Félix —comentó con ternura—. Mi adorable y dulce Félix. ¿Sabes una cosa? Hay algo en ti de niño y, ¿cómo decirlo…? Desvalido. ¡Eso! En el fondo, a pesar de tus historias de guerras y tus viajes llenos de peligros, eres como un niño…

—¡Eh! ¡Será posible! —repliqué con falso enojo—. ¿Te crees tú muy madura? ¿Quién lloraba hace un rato como una niña asustada? ¿Me voy otra vez al agua? —amenacé con un ademán de ponerme en pie.

Entonces se arrojó sobre mí y ambos rodamos por la arena, en una fingida pelea que culminó en otro abrazo, más fuerte que el anterior. Juntamos las mejillas y sentí su piel suave, al mismo tiempo que su corazón palpitando contra mi pecho, cuando ella estuvo sobre mí. Una brisa fresca llegó después de que el sol se apagara en la lejanía del mar. Deseé que aquel fuera el último momento de la vida y que todo permaneciera así, quieto, pero encendido de amor.

—¡Qué dicha tan grande haberte encontrado! —le dije al oído—. Eros ha sido muy generoso conmigo.

—Félix, ¿dices eso de corazón?

—¿Lo dudas? Hace poco que estamos juntos, pero empiezo a estar seguro de que eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

Ella se separó entonces y me miró con unos ojos transparentes que mostraban un gozo infinito.

—Me alimentaré durante años de esas palabras —comentó—. ¡Gracias por haberlas dicho!

Nos hubiéramos quedado allí toda la vida, pero la brisa empezó a ser más fría y nuestras ropas eran de veraniego lino ligero, de manera que vimos llegado el momento de regresar. Nos sacudimos la arena y emprendimos el camino que subía hasta Cartago. Los pescadores también regresaban con la última luz de la tarde. Arriba, el destello anaranjado del sol permanecía aún prendido de los edificios más elevados que se destacaban contra el cielo azul que se iba oscureciendo. Había una calma deliciosa invadiendo la ciudad baja, con el mar al fondo, surcado como siempre por las naves que llegaban o se alejaban del puerto, y los cientos de farolillos que se encendían en los pequeños establecimientos que humeaban ya ofreciendo pescado asado, frituras y cerveza, cuyos aromas comenzaban a extenderse por la zona portuaria. Fidelia me pidió divertida:

—Félix, cenemos hoy en uno de los puestos, al aire libre, como un matrimonio más de pescadores.

Me pareció una buena idea, pues así podíamos prolongar aquel momento tan especial y, además, era difícil que alguien pudiera reconocernos.

—¿No tendrás frío? —le pregunté.

—Me aguantaré. ¡Me hace tanta ilusión!

Nos detuvimos en el puesto que nos pareció más adecuado, al abrigo de las piedras de la muralla caldeadas por el sol de la tarde, después de ser requeridos por los dependientes de todos los demás establecimientos por los que fuimos pasando.

—Habéis hecho una buena elección, amigos —nos dijo amablemente el dueño, mientras extendía una bandeja de pescados frescos—. Puedo freíros o asaros lo que deseéis y sabed que tengo el mejor garum de Cartago.

Nos decidimos por una especie de anguila que se cogía en aquellas aguas y que estuvo deliciosa aderezada con una salsa que nada tenía que envidiar a las de los mejores cocineros de Roma. Pero la cerveza de África siempre me pareció agua lodosa, así que le pedí vino, que el amable dependiente fue a buscar presuroso a una taberna cercana y que no me resultó demasiado malo. Hablamos mucho esa noche; creo que más que en todo el tiempo anterior desde que nos conocimos. Cada uno contó sucesos de su vida, lo triste y también lo alegre. Me di cuenta de que éramos más parecidos de lo que supuse en un principio. También reímos. No recordaba haberme divertido tanto desde hacía años. Ella me hacía joven, y experimentaba a su lado esa deliciosa sensación de no tener que fingir, ni aparentar nada, ni reservarme nada. Creo que una mirada de sus ojos era suficiente para sentir mi alma al descubierto. Al principio nuestras palabras estaban llenas de prisas y urgencias, pero después se fueron apaciguando, hasta que por fin se abrió esa puerta misteriosa y aparecieron los fantasmas de la felicidad. Entonces hubo un momento de silencio y hablaron solo los ojos. No sé si a ella le sucedió lo mismo, pero yo experimenté ese misterioso vértigo de llegar a creer que nos conocíamos de una vida anterior, o antes aún, de toda la eternidad.

—Fidelia —le pregunté, rompiendo el mágico encanto—, ¿temes a la muerte?

—¡Eh! —se sobresaltó—. ¿A qué viene eso ahora?

—No lo sé. Me vino de repente la pregunta.

Extendió las manos y las situó delicadamente a ambos lados de mi cara, como sosteniéndola.

—¿Y tú, Félix, temes tú a la muerte? —dijo.

—Antes no la temía… Pero creo que ahora sí.

—¿Por qué?

—Porque temería a todo aquello que pudiera separarme de ti, supongo.

Cuando me besaron, sus labios no hablaron de otra cosa que de la vida. Fueron ardientes y palpitantes, y dulces, por un leve resto de aquel vino delicioso.

—Anda, tonto —dijo después—, regresemos a casa; ahora parece que empieza a hacer más frío.

Pasé mi brazo por su talle y solté una moneda sobre el mostrador. Todavía quise apurar mi copa, pero ella ya se había puesto de pie.

—Tienes razón —observé—, soy un tonto. No debería haber estropeado un momento tan hermoso con una pregunta así.

Emprendimos la cuesta de subida a la ciudad alta bañados por una azulada luz de la luna. El fuego del faro ardía allá lejos, enviando reflejos anaranjados al mar. La noche no podía ser más bella.

—¡Nada nos separará! —dijo ella de repente, ansiosa—. ¡Nada, nada, nada…!