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El palacio imperial era un edificio de colosales dimensiones que dominaba el valle del circo Máximo desde una inmensa plataforma. En lo más alto resaltaba la Domus Severiana, mandada edificar por Séptimo Severo tras reparar los daños causados por el incendio que devastó el Palatino en los días de Cómodo. Pero sobre todo resaltaba el Septizonium, el edificio que servía al mismo tiempo de fachada y de entrada monumental.

El senador Decio me condujo con decisión por los diversos conjuntos que se englobaban en la arcaica colina cuna de Roma. Contemplé maravillado los venerables restos de la vieja ciudadela o fortaleza Palatina —la cabaña de Fáustulo, el Auguratorium de Rómulo, la quinta capilla de los Argei, la escalera de Caco— conservados piadosamente en el ángulo suroeste de la colina, y de los dos templos de Júpiter Vencedor y de la Magna Mater, supervivencias de la época de la República. Pero la cumbre del Palatino, con sus palacios y dependencias, se había convertido en la verdadera ciudad imperial. Toda nuestra historia estaba ahí, desplegando su grandeza, por lo que el asombro debió de reflejarse en mi rostro y Decio lo advirtió complacido.

—Veo que estás emocionado —me dijo.

—¡Cómo no estarlo! Aquí está reunido cuanto hemos sido. Nunca imaginé que mis pies pisarían estos venerables lugares.

—Me alegro de que lo percibas así —observó él—. Dice mucho en tu favor. Hoy día son escasos los hombres que sienten la grandeza de Roma en el corazón. Pero la majestad y el poder del Palatino descansa en la presencia aquí del emperador. En cuanto este se aleje, dará comienzo su decadencia. Es una lástima que los últimos soberanos, agitados siempre por los conflictos, hayan tenido que abandonar el palacio imperial para acudir a las fronteras.

—¿A qué crees tú que se debe tanta confusión y tanto desorden? —le pregunté.

Me miró con sus fríos ojos grises. Su rostro no podía reflejar mejor la dureza de un hombre acostumbrado a luchar y el temple propio de alguien hecho al mando. Provocaba en mí una extraña y doble sensación: admiración, veneración casi, a su aspecto firme, pulcro, elegante; pero también una especie de temor hacia alguien que se me antojaba que podría llegar a ser implacable. Frente a nosotros estaban aquellos recios edificios, desafiando al capricho y la inconsistencia de los hombres, con sus piedras seculares, firmes, frente a un Imperio amenazado por la ruina y la disolución. Yo era capaz de leer lo que él sentía a través de su mirada. Era un hombre de firmes convicciones, un ilirio de Bubalia, junto a Sirmium; de una raza que había dado al Imperio una serie de hábiles generales, políticos y emperadores. La vida era allí todavía sencilla y grave; todavía creían en los dioses. Él soportaba con dolor vivir en esa Roma, cuyos ciudadanos estaban corrompidos por el lujo, y donde se había quebrantado tanto la fuerza moral como la religiosa. Decio era uno de esos idealistas que soñaban todavía con restaurar la antigua Roma.

Mi pregunta seguía en el ambiente, aunque durante su silencio yo había ya leído la respuesta en su rostro. Mirando hacia la ciudad, que se extendía abajo, dije:

—Puedo imaginar que tantos emperadores asesinados, uno detrás de otro, han hecho que el príncipe ya no signifique lo mismo que antes para el pueblo. Es difícil hablar de lealtad cuando las traiciones se han sucedido durante generaciones.

—Nadie podría haberlo expresado mejor, Félix —me dijo—. Veo que aún hay jóvenes militares que se dan cuenta de las cosas.

En ese momento noté que se acortaban las distancias entre nosotros, y eso me hizo sentir más seguro. Empecé a querer ganarme su amistad, no ya porque pudiera ayudarme desde su elevada posición, sino porque me pareció haber encontrado a alguien auténtico, entregado verdaderamente a luchar por Roma desinteresadamente.

Ascendimos la escalinata que conducía a la puerta principal del palacio. En el inmenso peristilo que se abría nada más entrar aguardaban los senadores, magistrados y demás altos cargos del gobierno. Saltaba a la vista que había dos grandes bandos bien definidos: los viejos miembros de la clase dominante romana, perfectamente distinguibles por su aspecto de rancios nobles, vestidos con las clásicas togas de genuina e inmaculada lana blanca con bandas moradas; y los recién llegados al poder, parientes, amigos y aliados del grupo de los árabes, hombres de Petra y Aelana en su mayoría, pero también sirios, alejandrinos y egipcios. Muchos de los rostros me resultaban conocidos; lo cual era lógico, puesto que el nuevo sistema de Filipo había empezado a gestarse en la sección árabe del gran campamento militar en la guerra contra los persas, donde yo inicié mi ascenso.

Me pareció que un militar me hacía señas desde uno de los corrillos situados entre las gigantescas columnas. Miré a un lado y a otro, por ver si se dirigía a otra persona, pero no había duda; al insistir, vi que era a mí a quien llamaba. Me fijé en él. Era Prisco, el hermano de Filipo, el que fue nombrado en Antioquía gobernador general de las provincias orientales. Avancé con decisión hacia él. Me abrazó efusivamente y me besó, como suele ser costumbre entre ellos. Al momento nos rodearon diez o doce hombres, generales y altos cargos que habían formado parte del grupo de Filipo en Edesa; yo los recordaba perfectamente, aunque había olvidado los nombres de la mayoría de ellos. Prisco me asedió con un montón de preguntas; se veía que estaba muy sorprendido de verme, y los demás me felicitaban y me palmeaban los hombros. En ese momento me di cuenta de que nunca habían pensado que yo iba a escapar con vida de la misión que me encomendaron en la corte de Sapor y mi presencia les producía desconcierto.

Así que les dije que había venido al palacio acompañando a Decio, al cual busqué con la mirada por encima de las cabezas. Estaba en la otra parte del peristilo, en el grupo de senadores romanos, e intentaba a su vez localizarme. Fue un momento tenso para mí. Pero no podía ser descortés con él. Me excusé delante de Prisco y de los demás y acudí a su lado.

—Veo que conoces bien a la gente de Filipo —me dijo entre dientes.

No supe qué contestar. Aquella situación me había cogido por sorpresa. Nunca hubiera imaginado que me encontraría allí a todo aquel grupo de viejos conocidos de la guerra. Pero era natural que así fuera, puesto que constituían la garantía de que Filipo estuviera seguro en Roma.

Decio me presentó a sus compañeros. Bastaba estar un momento en su círculo para darse cuenta de que ejercía un claro liderazgo entre ellos, aunque supieran mantener las formas delante de un desconocido. Me sentí confuso. Eran estirados y petulantes, conscientes de que su formación clásica y su cultura abrían un abismo entre ellos y los bruscos hombres de las tierras desérticas que habían venido a pasear sus rostros tostados por la sacra colina.

—Félix es hispano —observó de repente Decio.

Supuse que había dicho aquello para diferenciarme del grupo de los árabes, ya que me habían visto entre ellos hacía un momento, y noté con mayor claridad la tensión que reinaba en el ambiente.

Sonaron las trompetas, y cesó el murmullo bajo los altísimos techos. Alguien pidió que se abriera paso y los presentes se fueron alineando a los lados. Al fondo había una gran puerta, flanqueada por dos imponentes lanceros revestidos de plateadas armaduras. Sendos mayordomos se acercaron y empujaron las enormes hojas, de manera que apareció el maestro palatino de ceremonias y gritó las fórmulas solemnes que invocaban al emperador como hipótesis del Sol, divino y único señor de los amplios dominios del Imperio. Nos inclinamos reverencialmente y, cuando se nos permitió enderezarnos vimos entrar a Filipo coronado de oro y revestido de brillante púrpura, junto a su mujer y su hijo. Estaba más grueso, su barba había encanecido desde la última vez que le vi, y aquellos atuendos y toda esa parafernalia le hacían parecer diferente.

Cuando ocupó su trono, el cónsul de Roma leyó una carta de bienvenida en nombre de la ciudad y después salimos todos al exterior, para ir hacia el templo de Júpiter Vencedor donde se ofreció un sacrificio en acción de gracias. Filipo ejerció su dignidad de Pontifex Maximus e incensó a la gran estatua dorada del dios, mientras las sacerdotisas del contiguo templo de la Magna Mater entonaban un solemnísimo canto.

Después de la ceremonia, el emperador se dirigió a los balcones que se descolgaban sobre los foros y saludó a la multitud que aguardaba concentrada bajo la colina. El rugido de la aclamación hizo temblar la ciudad.

Decio se acercó a mi oído y me dijo:

—Esto es Roma.

Más tarde, Filipo nos recibió en un salón recogido, dentro del palacio. Nos dispusimos en un amplio corro y él fue pasando para que cada uno expresara sus respetos. Seríamos un total de treinta o cuarenta personas. El emperador iba saludando y se detenía con algunos un poco más. Yo seguía junto a Decio. Cuando llegó a nuestra altura, Filipo le trató con gran afecto y ambos intercambiaron varias formalidades. Pero al reparar en mi presencia, se detuvo y elevó sus pobladas cejas en un gesto de sorpresa.

—¡Félix! —exclamó, al tiempo que extendía sus grandes brazos y me atraía hacia sí, como solo había hecho con sus parientes y sus inmediatos colaboradores.

—Señor —dije—, me alegro de que los dioses hayan cuidado de ti.

—Y yo de que pudieras escapar de las garras de Sapor. Me dijeron que estabas en Palestina y ordené que te solicitaran cuanto antes a Roma. ¿Recibiste mi comunicación?

—Sí, señor, aquí me tienes para lo que ordenes.

—Bien, bien. Tenemos que vernos pronto —dijo con una complaciente sonrisa—. Habla con mis secretarios y que te den cita cuanto antes.

Al terminar la recepción, entró una larga fila de esclavos portando bandejas con jarras de vino, copas y platos con toda clase de exquisiteces. Los presentes se distribuyeron por el salón y comenzaron a disfrutar de un informal banquete.

Cuando Decio y yo fuimos junto al grupo de senadores de su círculo para brindar, uno de ellos, llamado Galo, observó con cierta ironía:

—Aun siendo un hispano de Lusitania, parece que nuestro joven Félix es bien querido entre los árabes.

A última hora de la tarde, cuando abandonamos el Palatino y descendíamos ya por el pie de la colina en dirección al foro de Trajano, Decio me habló con franqueza:

—No creo que tengas problemas. Salta a la vista que eres estimado entre el grupo que rodea al emperador. Es posible que recibas un trato de consideración y seas propuesto para algún cargo de importancia. Pero no olvides que la política es un mundo complejo. No es oro todo lo que reluce.

—Gracias —murmuré—. Te lo agradezco mucho.

—Oh, no, no me lo agradezcas. No he hecho nada por ti. Aunque, si he de serte sincero, te diré que me hubiera encantado poder ayudarte. Tienes un alma limpia, algo que no es frecuente en estos tiempos. Por eso, cuídate así, sin dejar que nadie te corrompa. Y no dudes en acudir a mí si alguna vez me necesitas.

Allí mismo nos despedimos. Y a mí, aunque no se lo dije, también me había encantado conocerle a él, pues me pareció un hombre de gran valor, lleno de buen sentido y honradez, digno descendiente de aquellos «viejos romanos» a quienes admiraba.