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Al principio me pareció que Decio se había desentendido de mí, ya que, después de encomendarme al destacamento de militares galos e ilirios que le eran enteramente fieles, no volví a verle en varios meses. Pero con el tiempo supe que no había dejado de estar pendiente de mi formación ni un momento, preguntando puntualmente a los maestros de armas sobre mis avances. Una mañana, cuando me ejercitaba sobre el caballo dando pasadas rápidas para golpear con la espada en un maniquí fijo, le vi entre un grupo de oficiales que contemplaba el entrenamiento. Realicé las maniobras poniendo el máximo empeño, para no defraudarle. Había un ejercicio que se me daba especialmente bien, porque conservaba aún el sentido del equilibrio que me inculcaron en mis tiempos de auriga; y no dudé en hacerlo para que él me viera. Consistía en ponerme en pie sobre la grupa del caballo a todo galope y sujetar las riendas con una mano, mientras con la otra blandía la espada. Fui golpeando a los maniquíes que se alineaban en la pista sin fallar ni una sola vez. Mis compañeros jalearon la maniobra y aplaudieron entusiasmados. Cuando terminé, hice como si no me hubiera dado cuenta de que el senador estaba allí y me fui directamente hacia el esclavo que se encargaba de repartir paños húmedos y agua fresca. Me estuve secando el sudor y seguí haciéndome el desentendido cuando varios oficiales acudieron a felicitarme y a darme palmaditas en la espalda. Mientras bebía, miré de soslayo y vi a Decio a mi lado, sonriente. El tribuno le preguntó:

—¿Has visto, Decio? ¿Qué te parecen los progresos de Félix?

—¡Bah! —respondió él con ironía y sin dejar de sonreír—. Los hispanos son muy aficionados a ese tipo de ejercicios espectaculares. Para el circo no están mal, pero en el campo de batalla resultan poco efectivos.

Noté que dijo aquello para no desprenderse de su halo de autoridad, pero que en el fondo había disfrutado con mi ejercicio. Enseguida supe que quería hablar conmigo.

—Acompáñame a dar un paseo —propuso—. Llevo días dedicado a los asuntos del Senado y no me vendrá mal un poco de aire fresco.

Subimos a los caballos y abandonamos el campamento por un camino secundario que discurría primero por medio de los sembrados y después por entre un apretado bosque. Estaba a punto de brotar la primavera; era un día de marzo, aunque sin viento y con un cielo nublado. De vez en cuando cruzaron algunas ciervas por delante de nosotros para perderse en la espesura. Me imponía tanto Decio que fui todo el tiempo en silencio, esperando a que fuera él quien hablara primero. Y me sentí aliviado cuando preguntó:

—Bueno, Félix, ¿qué te han parecido mis hombres? ¿Te encuentras a gusto en mi regimiento?

—¡Muy bien! —respondí entusiasmado—. El entrenamiento en la cohorte de caballeros me ha encantado. Y los compañeros son formidables.

—¿No echas de menos el carro?

—Bueno, al principio un poco. Pero he descubierto que el caballo no se me da nada mal.

—Sí, ya lo he comprobado esta mañana. Llevas poco más de seis meses de preparación y cualquiera podría decir que naciste en la caballería.

—En Hispania me crie entre caballos. Mi padre fue militar y cuando se jubiló se dedicó preferentemente a ellos; aunque lo que a él le privaban eran las cuadrigas.

—Comprendo. Hace años que lo mejor de la caballería nos llega desde Hispania; de la Bética y de Lusitania. Pero… dejemos ya el tema del entrenamiento. He preguntado a tus maestros de armas y están muy contentos contigo; lo cual, a mí me complace. Pero yo venía a hablarte de otra cosa.

—Bien, tú dirás.

—¿Recuerdas que te propuse continuar el estudio de las leyes? —me preguntó.

—Claro. Me dijiste que, una vez que me hubiera integrado en el ejército, me buscarías una escuela.

—Creo que ese momento ha llegado, Félix. Ayer hablé con mi amigo Carocinus, maestro de leyes, y le pedí que te hiciera un sitio en su escuela. ¿Estás dispuesto a comenzar?

—¡Naturalmente! —respondí lleno de alegría—. Mañana mismo.

—Bien. Daré órdenes para que te permitan asistir cada tarde, puesto que es necesario que las mañanas las sigas dedicando a la preparación militar. Eres ya algo mayor, pero todo lo que llevas aprendido en la vida puede resultarte muy útil más adelante.

Esa misma semana comencé mis estudios de leyes en la escuela de Carocinus, la más afamada por aquel entonces.

Llegó la primavera a Roma con todo su esplendor, y los altares de los templos lucieron repletos de flores de todos los colores, que exhalaban sus perfumes por el Foro, como la multitud de guirnaldas que eran tejidas por las muchachas en la vía Sacra para venderlas a los que venían a presentar sus ofrendas. Una verdadera muchedumbre acudió a Roma para unirse a las grandes celebraciones del milenio de la fundación y las calles se convirtieron en un gigantesco mercado, por donde se hacía difícil transitar entre los tenderetes, las improvisadas tabernas y la masa de gente que deambulaba de un lugar a otro llevada por el delirio de la fiesta convocada por el emperador. El bullicio, la música y los olores de las comidas que se cocinaban en cualquier rincón no cesaban ni de día ni de noche. Se interrumpieron las clases en las escuelas, los oficios públicos y cualquier trabajo o negocio que no tuviera como finalidad directa el ocio y la diversión durante la quincena decretada oficialmente para conmemorar la efeméride.

Los heraldos anunciaron en todas partes que los juegos darían comienzo oficialmente el 21 de abril, y ese día la multitud se concentró en el circo Máximo y sus alrededores, en una amplia extensión en la que la gente se apretujaba de manera que no cabía ni un alfiler.

Acudí de madrugada junto a mis compañeros, y aun así tuvimos que abrirnos paso a empujones pues una gran mayoría de espectadores había hecho noche en las inmediaciones para coger sitio. Pero los militares del cuerpo de caballeros no podíamos quejarnos, ya que teníamos reservada una amplia zona en las gradas y pudimos acceder sin problemas por la puerta que nos habían asignado. Nos sentamos en las piedras frías, húmedas aún por el rocío de la madrugada, y nos dispusimos a esperar a que comenzase el festejo. Y, aunque faltaba un buen rato, no nos aburrimos gracias a los dados que habíamos llevado para matar el tiempo, y a las cestas con comida y vino preparadas para que no nos faltase de nada durante las largas horas que teníamos por delante.

Cuando el sol asomó por detrás de las colinas, se apreció cómo la masa humana se convulsionaba nerviosa esperando a que de un momento a otro sucediera algo; y efectivamente, poco después todo el mundo comenzó a ponerse en pie mirando en dirección a la porta Pompae. Sonaron las tubas desde el lugar destinado a los músicos y enseguida fueron contestadas por una fanfarria militar de tibias y tímpanos de unos quinientos hombres vestidos con la armadura propia de los ejércitos africanos y luciendo sus espectaculares pieles de leopardo prendidas en el hombro derecho. Detrás de ellos aparecieron los supremos jefes militares a caballo, con pulidas corazas plateadas adornadas con faleras de oro y grandes penachos con plumas o crines en los yelmos. Después de ellos, los jóvenes équites, nuestros compañeros que ya habían recibido los distintivos del orden ecuestre, en cerrada formación de caballería, alineados de cincuenta en cincuenta, seguidos de sus ayudantes de armas que portaban las lanzas enristradas. Les siguieron los signum y las águilas, estandartes y tropas militares de las diversas legiones; custodiados por sus legados, a pie, acompañados por los tribunos y precediendo a una centuria de infantería de cada legión. Detrás vino lo que verdaderamente hacía el delirio de la multitud: los elefantes. La exhibición militar se cerró con la entrada de los generales especialmente distinguidos por las últimas victorias, precedidos de pregoneros que exaltaban sus éxitos a voz en cuello. Sentí rabia al ver al vanidoso de Prisco, sobre su gran camello blanco, coronado de laureles y luciendo una poco reglamentaria capa de seda verde que ondeaba espectacularmente al viento.

De momento, cesaron los vítores y los aplausos y se hizo un gran silencio. Entraban los coros de los grandes templos entonando cánticos a los dioses. La procesión con las estatuas no tardó en aparecer: Júpiter al frente, en una imponente carroza que se detenía a cada cincuenta pasos para que sacrificaran delante de ella reses inmaculadamente blancas. Detrás de él, Juno, frente a la cual se degollaban sedosos carneros, blancos también, que enseguida se teñían de rojo con su propia sangre. Muchos otros dioses fueron entrando: Apolo y Diana, con veintisiete jóvenes distinguidos de cada sexo que cantaban en su honor; Baco, con sus sacerdotisas; detrás los dioses orientales: frigios, egipcios, iranios, palmiranos y muchos otros, incluso desconocidos casi, entre los que destacó Mitra, tan de moda entonces. Finalmente, la dea Roma, con los colegia de sacerdotes, el cortejo de magistrados y el Senado, vestidos de blanco, coronados de flores y con palmas en las manos. Y por último, los grandes cónsules de Roma y el emperador, que sostenía el cetro de marfil con el águila de oro en la mano, y lucía el gran manto púrpura sujeto por esclavos en sus extremos, y la corona, que mantenía suspendida sobre su cabeza un joven servus publicas. Mientras avanzaba para dar la vuelta a la spina, dos filas de muchachos a caballo, el llamado Ludus Troiae, formado por los hijos de las mejores familias, flanqueaba los lados de la pista. Esto creó un cierto malestar, puesto que gran parte de ellos eran árabes venidos de Petra, Duma, Muza y de otros lugares nabateos.

Cuando el emperador y el cortejo de magistrados ocuparon su lugar bajo el baldaquino, las bucinas anunciaron el comienzo de los juegos. Lo primero fue una representación alusiva a la fundación de Roma, con la loba capitolina y Rómulo trazando los límites de la ciudad con un arado. Las máscaras eran excelentes y las evoluciones de los danzarines no pudieron estar mejor preparadas. Hubo seguidamente escenificaciones de grandes batallas, conquistas y asedios, con enormes decorados de madera donde se luchaba y se encendían grandes fuegos, figurando incendios en los que se quemaron un montón de desdichados esclavos, que lanzaron pavorosos gritos desde las llamas que los consumían. A la gente le maravilló una gigantesca águila magníficamente recubierta de plumas auténticas, que descendió como volando, deslizándose por un largo mecanismo de cuerdas desde el monte Palatino y cuya sombra recorrió todo el circo cuando el sol estaba en el cénit. Con ello se expresó que los cielos enviaban la victoria al Imperio. Después de esto hubo representaciones de las últimas guerras, con crueles matanzas de cautivos armenios, persas y bárbaros, aplastados por las patas de los elefantes, lanzados en catapultas para que se estrellasen espectacularmente contra las piedras, hervidos en calderos de aceite o arrastrados por bueyes desbocados. Los espectadores, aunque aterrorizados, disfrutaron sintiendo que no había piedad para con los enemigos de Roma.

Todo aquello era como un delirio, entre sobrecogedoras músicas, cantos de cientos de voces, ruido de armas y atronadores alaridos guerreros. No creo que alguna vez hubiera podido verse algo semejante por muy grandiosos que hubieran resultado otros juegos seculares que se recordaban.

Al día siguiente tuvieron lugar las naumaquias, fuera de los muros de la ciudad, en unos lagos artificiales creados a los efectos. También hubo gladiadores en el anfiteatro Flavio, muchas representaciones teatrales, fieras, banquetes gratuitos para la multitud y todo lo demás que suele organizarse en estos casos. Pero nada se gravó con tanta fuerza en mi memoria como lo de aquel primer día, en el circo Máximo.