47

Al día siguiente salimos muy temprano. Era ya finales de diciembre y hacía frío de madrugada, pero abrigados y juntos dentro de una radea viajamos deliciosamente, viendo el bello paisaje invernal africano, que se cubría de verde hierba bajo un cielo de color plomo. Remontamos un par de lomas y en menos de una jornada arribamos a un pequeño valle donde las vides se extendían con sus sarmientos desnudos, aún sin podar, alargados sobre una tierra roja. Una casita de color ocre se alzaba a lo lejos, flanqueada por almendros y palmeras.

—Aquella es la propiedad de Cipriano —explicó Fidelia.

En el camino salieron a recibirnos algunos perrillos con alegres ladridos y un bando de perdices alzó el vuelo por encima de las vides:

—¡Tascio Cipriano! —gritó Fidelia desde la litera—. ¡Eh, Cipriano! ¿No hay nadie en casa?

Alguien apartó una espesa y oscura cortina de basto cáñamo y asomó desde la puerta principal de la casita. Era un grueso hombre, un subdiácono de nombre Celerino a quien Fidelia conocía bien.

—¡Ah, señora Fidelia! —exclamó el subdiácono al vernos llegar—. ¿Qué la trae por aquí?

—Venimos a visitar al obispo —respondió mi mujer—. ¿Está en casa?

—Ha ido a dar un paseo —respondió Celerino—, pero enseguida estará de vuelta.

—Bien, le esperaremos —dijo ella.

No pasó mucho tiempo antes de que se viera a Cipriano venir a lo lejos, montado en un asno que trotaba alegremente por una vereda que atravesaba el viñedo.

—¡Anda, qué sorpresa! —exclamó al encontrarnos frente a su casa—. ¿A qué se debe esta visita?

—Tenemos que hablar contigo —le explicó Fidelia.

—Pasemos adentro —pidió el obispo—. Comeremos algo, porque tendréis apetito después del viaje, ¿no?

Celerino atizó las brasas del fuego bajo una gran chimenea de adobe y extendió algunas tortas de masa de harina que tenía fermentando en un barreño a un lado. El pan creció en contacto con las piedras ardientes y un agradable y apetitoso aroma se extendió por la pequeña estancia, en cuyo techo de troncos y cañas colgaban racimos de uvas pasas y pedazos de carne de cabra secos. Cuando nos hubimos sentado en una alfombra de esparto junto a la lumbre, instantáneamente aparecieron dos gatos bien cebados que empezaron a frotarse contra nuestras piernas.

—¡Bueno, me alegro de veros! —exclamó Cipriano mientras escanciaba vino en cuatro vasos de barro cocido—. Esta casita y la pequeña viña de alrededor es mi retiro particular. Heredé las tierras que nos rodean de mis padres, pero solo me reservé este pedacito. Es mi capricho. Me costaba mucho prescindir de los recuerdos que me traían estos parajes. Mis abuelos plantaron las vides y veníamos aquí, cada otoño, para disfrutar viendo la vendimia. Hoy me alegro de haber conservado al menos esto. Cartago a veces llega a ser cargante y esta soledad beneficia mucho a mi alma.

—Tienes razón —comentó Fidelia—. Es un lugar delicioso.

En aquel sitio Cipriano parecía diferente. Estaba descuidado, suelto y a su aire. La melena corta le caía hasta el cuello y en ella aparecían ya hilos plateados. Aunque no era ningún atleta, de su arrugada túnica de lino con desgastados remiendos en los codos, de sus pies fuertes cuyas cómodas sandalias se acababa de quitar y de su postura relajada con la espalda recostada en la pared, emanaba salud y esa tranquilidad que irradian las personalidades de gran fortaleza interior.

Repentinamente, empezó a oírse el tableteo de la lluvia sobre el tejado y se mezcló con el reconfortante crepitar de la lumbre.

—Vaya —observó Celerino—, fuera empieza a llover.

Sentí que Fidelia se estremecía a mi lado, suspiró y adiviné que, como yo, saboreaba el momento: el suave calor de las ascuas, el aroma del pan recién hecho y el dulce vino en sus labios. Le tendí los brazos y ella dejó que su cabeza descansara sobre mi hombro, mientras yo le rodeé el talle, sintiendo su vientre ya algo abultado en contacto con mis muñecas. Cipriano sonrió y comenzó a partir las tortas, cuyos pedazos fue distribuyendo alrededor de un plato de salsa hecha con especias y carne seca.

—Esto es lo que hay para comer —explicó—. Si hubierais avisado…

Aquella sencilla cena nos pareció exquisita. Enseguida se hizo de noche y caímos en la cuenta de que aún no habíamos sacado el tema que nos había llevado allí. Supongo que el ambiente distendido y entrañable borró de momento el ímpetu de nuestra preocupación. Hablamos de cosas triviales, reímos y también estuvimos algunos ratos en silencio, contemplando los cuatro absortos el espectáculo del pequeño fuego.

—¿Por qué no os quedáis aquí esta noche? —sugirió Cipriano—. Hay dos horas de camino hasta Cartago; tendréis que hacerlas a oscuras y con lluvia.

Lo pensé un momento.

—¿Por qué no? —dije—. En la carreta hay mantas suficientes y aquí se está muy a gusto.

Fidelia me dio un beso y dijo:

—¡Estupendo! Las cosas que surgen así son las mejores.

—Entonces —sonrió Cipriano—, no se hable más. Salgamos a por las mantas y dispongámonos a conversar antes de dormir.

Fuera la lluvia arreciaba.

Una vez dentro, instalados de nuevo confortablemente, el silencio se precipitó por el espacio que cada uno dedicó a regocijarse con el placer de estar abrigados, contemplando el resplandor de las llamas y saboreando de nuevo el vino dulce.

Me pareció que no tenía derecho a estropear el momento sacando a relucir el asunto sucio de la demanda del magistrado. Preferí guardar silencio al respecto y supongo que Fidelia pensó lo mismo, porque tampoco abrió la boca para hablar de ese tema. Al día siguiente habría tiempo suficiente. En cambio, la conversación derivó esa noche hacia cosas más agradables.

—¿Por qué buscaremos la felicidad en lugares tan complicados? —comentó Fidelia—. Creo que casi todo el mundo está de acuerdo en que ser feliz es algo muy sencillo. Se puede ser feliz con tan poco…

—Ah, amiga —observó Cipriano—, así es el hombre. Este puede tocar las estrellas pero no puede vivir en paz en su misma familia. Todos los hombres desean la felicidad pero no llegan a ponerse de acuerdo sobre lo que es y, sobre todo, parecen incapaces de alcanzarla.

—Bueno —opiné—, creo que si no se han conocido el dolor y las dificultades es muy difícil apreciar lo bueno.

—¿Quién no ha conocido en su vida el dolor? —repuso Fidelia—. Quiero decir que tras una dificultad o un momento de angustia, cuando llega la calma, es cuando verdaderamente se es feliz. ¿No?

—Sí —asintió Cipriano—, de eso se trata. El hombre está compuesto de gloria y de miseria, de vida y de muerte. Así se debate en su existencia: es depositario de la verdad, pero no puede liberarse de incertidumbres y errores.

—Me vienen a la memoria unos versos de Homero —recordé—. En la Ilíada el poeta griego observaba que «Los hombres somos como las hojas. El viento las esparce por la tierra, y el bosque hace germinar otras, y las primaveras se suceden. Así nace y se extingue cada generación de hombres».

—¡Qué triste es eso, Félix! —protestó Fidelia.

—Sí, recuerdo esos versos —observó Cipriano—. Como dice Fidelia, son tristes; guardan en sí todo el rigor y la nostalgia de Homero. En realidad, es una comparación aguda que demuestra que la vida humana, como la de las hojas, es insignificante y trágica. Hagamos lo que hagamos, seamos infelices o dichosos, el viento todo se lo ha de llevar.

—Sí, es triste —comenté—. Toda la realidad humana cae como las hojas esparcidas por el viento…

—Así es Homero —dijo el obispo—. Para él las iniciativas humanas terminan con frecuencia en fracaso. Como en toda la tragedia griega, lo que subyace es el sentimiento de que al hombre no le es posible controlar la divinidad. El universo parecía un campo de batalla en el que se tropezaban numerosas fuerzas hostiles, y el hombre se encontraba, en su mismo ser, lacerado por conflictos y deseos. Unas veces le impulsa la pasión, inmediatamente después la ira, otras veces una tierna piedad y, después, el remordimiento…

—Pero ¿no es así la vida misma? —se preguntó Celerino—. A unos les atrae el tener, a otros el poder y a otros el saber. Por eso hay tantos conflictos y luchas.

—¡Claro! —afirmó Cipriano con ímpetu—. Por eso no es sorprendente que, para explicar esta mezcla alborotada de deseos y fuerzas, se inventasen desde antiguo una multitud de divinidades. Los grandes poetas épicos, como Homero y Virgilio, cantaron el destino de Troya y sus consecuencias, para explicar de alguna forma el hecho de que muchos seres humanos sufrían y eran destruidos, porque según ellos estaban envueltos en la rivalidad de los dioses.

—Entonces —le pregunté—, ¿lo divino no existe? ¿Es solo invención de los hombres?

—Depende de lo que consideremos divino —respondió él.

—Pues lo inmortal y lo permanente —contesté—, al contrario de la mutabilidad y la mortalidad del hombre. ¿No es eso lo que considera divino todo el mundo? Basta mirar la realidad humana, pasajera e inestable, para considerar que divino es lo que no es de esa manera.

—Tienes razón —asintió él—. En eso es en lo que todos están de acuerdo, en que lo divino es lo inmortal y permanente. Esa es la idea, pero eso no dice nada en relación a la forma en que se manifiesta lo divino. Para unos, es el mismo universo divino, pues existe antes del hombre y da la impresión de continuar existiendo después de que toda esta generación retorne al polvo. Para otros, sería la misma naturaleza con su retorno rítmico de las estaciones. Otros miran a las estrellas y encuentran en los astros, con sus ciclos recurrentes, la guía del actuar humano. Pero ¿es lo divino personal? ¿Es alguien? Tú mismo, Félix, opinas que el emperador y toda Roma son divinos, ¿no es así?

—Claro —dije—. Existen fuerzas divinas que gobiernan el mundo, y el hombre debe contar con ellas. Mi emperador, revestido de todo su triunfo, y Roma, con toda su grandeza y su poder en nuestro mundo, son en cierto modo divinos. Yo no creo que a esas fuerzas deba llamárselas de una manera u otra; están ahí y con saberlo me basta. Yo he podido percibir toda esa grandeza y esa gloria y vibrar de emoción ante la presencia misteriosa de lo divino.

—¿Cuándo? —preguntó él.

—En el Panteón de todos los dioses de Roma, en la ceremonia sacrificial que sirvió para entronizar a Decio y a su hijo Herenio.

—¿Percibiste que ellos eran dioses? —preguntó Celerino, que escuchaba muy atento.

—No exactamente, pero sentí que algo de la divinidad descendía para posarse en ellos. Es la divinidad que descansa en nuestro Imperio y que se manifiesta en su ciudad y en el emperador cuando rinde honores a los dioses en nombre de todos los ciudadanos.

—Eso no son sino manifestaciones humanas —repuso Cipriano—. Y las iniciativas humanas terminan con frecuencia en fracaso. ¿Dónde irá a parar toda esa divinidad si Decio fracasa como otros emperadores antecesores suyos?

—No fracasará —dije convencido—. Decio no fracasará. De eso estoy completamente seguro. He combatido a su lado. Le conozco bien. Es un hombre hecho de otra pasta; es un elegido para conducir a Roma a la manera de Augusto o Trajano, en quienes también, de alguna manera, descansaba toda esa divinidad.

—En fin —suspiró Cipriano—, no discutamos. Esa es tu forma de entender la divinidad. Y te comprendo, cómo no hacerlo, pues yo también pensaba y sentía como tú.

—Entonces —le pregunté—, ¿cuál es ahora tu concepto de divinidad?

—Uno solo es el Señor Dios de todos los hombres —respondió con rotundidad—. Y no puede ser visto, porque su resplandor es más brillante que la luz de los ojos, ni puede ser palpado, porque su pureza es superior al tacto, ni ser comprendido, porque está por encima de la comprensión.

—Ah, muy bien —aventuré sosegadamente—. Y ¿cómo se manifiesta entonces? Porque, como me dijiste antes, cuando te expuse mi concepción de la divinidad, esa es la idea. Pero no dice nada en relación a la forma en que se manifiesta ese dios.

—Tienes razón —contestó—. Para nosotros, está presente en las cosas que nos lo enseñaron: el mundo, el tiempo y los acontecimientos. Pero es en las Escrituras donde descubrimos su majestad desde antiguo. Y es al final del Nuevo Testamento donde san Juan proclama con extrema claridad la realidad misteriosa de Dios: «Dios es amor». Esta nueva designación no es una abstracción que un filósofo aplica a la esencia divina, sino que es la verdad última de Dios, su manera de ser. Él no puede ser de otra forma.

—Y eso ¿quién se lo ha dicho a ese san Juan? —le pregunté.

—Jesús —declaró, con una sonrisa enigmática—. Jesús les dijo a sus discípulos con total claridad que Dios es un padre que ama y desea reconciliar a todos los hombres consigo. Dios es «Padre». ¿Entiendes lo que eso significa? «Padre» revela con profundidad extrema quién es Dios y revela a los hombres lo que Él quiere ser.

—¡Y cómo no va a querer un padre la felicidad de sus hijos! —exclamó Fidelia con emoción—. Él nos dará esa felicidad, para siempre, por eso creo en Él.

Celerino se acercó a la puerta, apartó la cortina y miró afuera.

—Ha dejado de llover —dijo.

Salimos los cuatro a ver. Contemplamos el campo nocturno que la lluvia caída hacía brillar bajo la luna. El aire estaba muy limpio y fresco, e imperaba un gran silencio que ninguno quiso romper. Las últimas palabras de Fidelia parecían resonar aún. «Padre» me resultaba un nombre demasiado íntimo para llamar a Dios. Era como si quedara suprimida la distancia que separa el cielo y la tierra. Un verdadero padre quiere a su hijo; desde el nacimiento lo acoge con amor. Y el amor desea que el otro viva y no muera jamás. Si en ese Dios el amor es todo poderoso y es un amor infinito, posee el poder para comunicar una vida infinita…