26
Antes de romper el alba, nos despertó sobresaltados una atronadora fanfarria de tubas y tambores. Habíamos caído rendidos por el vino apenas unas horas antes y, en medio de la resaca, confundidos, nos levantamos y salimos fuera de los barracones para ver qué sucedía. Reinaba aún la oscuridad, cuando vimos a otros tantos soldados y a los veteranos de Mursa uniformados, alineados y dispuestos como para ir al combate.
—¡Vamos, todo el mundo arriba! —gritaban las voces expertas en dar órdenes de los jefes—. ¡Vestíos y salid de los barracones!
Obedecimos, aturdidos, suponiendo que algo grave había sucedido. Cuando estuvimos todos fuera, nos concentramos en la explanada central del campamento. Empezaba a amanecer. Entonces apareció Marino a caballo, con sus oficiales de confianza. Los instrumentos callaron y se hizo repentinamente un gran silencio. El tribuno descabalgó y se subió a la tarima que servía para lanzar discursos, arengas o para dar instrucciones al ejército.
—¡Soldados de Roma! —gritó con una voz que delataba que había bebido mucho esa noche—. ¡El legado de Vindobona ya no está al frente de las tropas! ¡A partir de ahora daré yo las órdenes!
Un gran murmullo se alzó desde las diversas secciones, especialmente de los hombres de la Décima Legión. No hubo más explicaciones. Marino descendió de la tarima y se marchó por donde había venido, hacia el Pretorio. Entonces, un general nos ordenó que lo dispusiéramos todo inmediatamente para partir hacia Mesia esa misma mañana.
Desconcertado, monté en mi caballo y le hice galopar en la dirección que había tomado Marino, con la intención de recibir alguna explicación acerca de aquel súbito cambio de planes. Pero, una vez en la puerta del Pretorio, se me impidió entrar, y el ayudante del tribuno me convenció con medias palabras de que regresara y cumpliera la orden que se había dado, asegurándome que más tarde serían aclaradas mis dudas.
El viaje hacia Mesia fue a marchas forzadas, una vez más, monótono y sin incidentes. Al cabo de varios días, ya en la margen norte del Save y casi en su confluencia con el Danubio, avistamos a lo lejos las murallas de Singidunum.
Durante todo el camino había intentado en vano entrevistarme con Marino, pero una y otra vez sus subalternos me habían dado largas, por lo que empecé a sospechar que algo extraño se estaba tramando. Y mis sospechas aumentaron cuando, antes de llegar a la ciudad que servía de puerta de entrada a la región de Mesia, salieron a nuestro encuentro las tropas allí destinadas, junto a un buen número de legionarios que al parecer acababan de llegar desde Dalmacia.
Singidunum tiene la situación geográfica privilegiada propia de un cruce de caminos; está situada como he dicho en la confluencia del Save con el Danubio y allí se han cruzado desde época muy antigua las grandes rutas del nordeste del Imperio: la ruta transversal desde los Alpes y desde el mar Adriático hacia el Danubio y el mar Negro y la vía meridional desde las llanuras panonias al golfo de Tesalónica. Esta situación le permite alcanzar una importancia, si no de gran ciudad, por lo menos de importante fortaleza y destacamento de legiones. Los dos ríos son navegables y el puerto tiene una gran actividad. Aquel lugar resultaba, por estas razones, ideal para concentrar a las tropas a la hora de realizar un movimiento militar de gran envergadura.
Montamos nuestro campamento donde nos indicaron, no muy lejos del río. En los días siguientes no pararon de llegar soldados procedentes de otros destacamentos: legionarios del norte, de Apulum, cuya guarnición al parecer había sido ya abandonada porque la presión de los godos era insoportable; también de otros lugares de Dacia, donde la inseguridad había pasado a ser un estado crónico. Definitivamente, se había perdido la región que Filipo pretendía haber reconquistado rechazando a los carpos —enemigos secundarios en comparación de los godos—, y que le había servido para ganar el sobrenombre de Carpíais. Ahora, con las tropas venían también las gentes acomodadas, comprometidas en sus bienes con la partida de las guarniciones, mientras que los pobres, colonos obscuros, antiguos soldados y semibárbaros, que tenían más problemas para partir, arriesgaban menos quedándose. ¡Qué lástima ver cómo se había perdido la provincia de Dacia, constituida después de los éxitos de Trajano!
Más tarde llegaron a Singidunum tropas procedentes del este, de la vecina Viminiacium, de Novi y hasta de Troesmis, ya en la Sitia Menor. Entonces no tardé en ver confirmadas las sospechas que había tenido desde que salimos de Panonia: todos los rumores apuntaban a que se estaba preparando una gran sublevación. Pero Marino, que según el parecer general, era el alma de aquel movimiento militar, no acababa de dar la cara.
Una mañana vino a buscarme el ayudante del procónsul de Mesia superior, cuya residencia estaba en Viminiacium, pero que al parecer se había trasladado provisionalmente a Singidunum y, cosa rara, se alojaba en la casa de un comerciante rico de la ciudad. Me pareció muy extraño todo aquello, pero seguí al funcionario sin poder imaginar qué era lo que se necesitaba de mí en un momento así.
El procónsul se llamaba Fabio. Era un hombre maduro, de elevada estatura y rostro alargado, con recortada perilla canosa bajo unos labios finos. Me recibió en una salita interior de la casa del comerciante, en un segundo piso, y en ningún momento me invitó a sentarme. Después de presentarse, con cierto nerviosismo y mirando alrededor, me preguntó:
—Te extrañará que te haya mandado llamar, ¿no?
—Sí… La verdad —balbucí—. No sé quién ha podido darte mi nombre…
—Soy amigo personal de Decio —dijo mirándome fijamente a los ojos.
—¡Ah! Siendo así —respondí más tranquilo—. ¿Qué deseas de mí?
Él también pareció tranquilizarse. Despidió a su ayudante y avanzó hacia mí sin dejar de mirarme fijamente. Dijo:
—Debes confiar en mí… Félix. Te llamas Félix, ¿no?
—Sí, Félix.
—Bien. Debes confiar en mí y yo he de confiar plenamente en ti. ¿Estás de acuerdo en eso?
—Bueno… No sé de qué se trata.
—Bien, bien. Iré al grano, muchacho. Ya te he dicho que conozco a Decio; somos viejos amigos. Estuve a su servicio durante todo el tiempo que fue gobernador de Mesia y le debo mucho. Hace meses, antes de que tú y tus unidades de caballeros fuerais destinados a Panonia en la campaña contra los bárbaros, recibí una carta suya en la que me anunciaba que su hijo Herenio se incorporaba a las legiones que venían desde Roma como refuerzo. También me hablaba de ti en la carta. No me pedía nada, ¿comprendes?; era solo una indicación… Por si pasaba algo. Ya sabes, los amigos estamos para eso…
—Entiendo —respondí tranquilizándome definitivamente—. Puedes confiar en mí, como si el mismo senador Decio estuviese presente.
—Te lo agradezco, sinceramente —dijo frotándose las manos—. Lo que tengo que tratar contigo es algo muy complicado y…, sin esa confianza…
—Vamos, ya te lo he dicho, puedes hablar sin rodeos —le apremié.
—¿Qué relación tienes con Marino? —me preguntó entonces directamente—. Quiero decir que si le conoces bien, aparte de la pura relación militar. ¿Has entablado amistad con él? O… por el contrario… En fin, ¿cómo te llevas con él, bien o mal?
—Es un hombre difícil.
—Sí, sí, eso ya lo sé. Pero… ¿has tenido oportunidad de tratarlo en profundidad?
—Bueno. Al principio no creo que yo le cayera bien. Es muy reticente con todo lo que viene de Roma. Y, recién llegados a Mursa, nos miraba con recelo. Pero después, tras las victorias de Scarbantia y Carnuntum, la cosa cambió. Es un militar valiente y decidido, aunque un poco…, digamos, brusco, intempestivo tal vez…
—¡Está loco! —repuso Fabio—. Es una persona realmente peligrosa.
—Hombre, si no hubiera sido por él, ¿hasta dónde habrían llegado los godos?
—No; no, no… —replicó con nerviosismo—. No me refiero a eso. Sin duda es un magnífico estratega, lo cual le ha servido para ganarse muchos partidarios entre los oficiales. Demasiados partidarios para ser un simple tribuno. ¿No has oído rumores acaso en el campamento?
—¿Rumores? ¿Qué clase de rumores?
—¡Vamos, Félix! Todo el mundo habla de ello. ¿Por qué crees que se encuentran concentrados aquí tantos soldados?
—¿Te refieres a eso que se habla sobre una rebelión?
—¡Claro! ¿A qué si no?
—Pero… ¿tienen algún fundamento esos rumores?
—Bien, sentémonos —dijo él entonces, señalándome un diván tapizado con ajada tela rojiza. Hasta ese momento, me pareció que toda la conversación discurriría de pie. Pero, cuando le vi andar hacia el asiento, observé que padecía una grave cojera que quizá quiso disimular al principio. Una vez sentado, me fijé en que una de sus piernas permanecía demasiado recta, estirada, bajo la túnica; el pie que asomaba era de madera, aunque estaba muy bien tallado y coloreado. Se colocó bien la prótesis, con las dos manos, y suspiró como aliviado. Prosiguió—: Félix, todo lo que hayas podido oír acerca de esa rebelión es cierto. No es algo que esté por hacerse. Digamos que ya se ha producido. Marino, junto con un montón de generales de peso, ha resuelto romper con Roma y levantarse contra Filipo con todas las fuerzas de las regiones del Danubio.
—¿Qué? —exclamé sobresaltado—. ¿Cómo sabes eso?
—Félix, soy el procónsul. Conozco a Marino desde hace años, mucho antes que a Decio; fui compañero suyo en múltiples campañas y nada de lo que él pueda planear en estas tierras se me escaparía. Además, él cuenta conmigo. Puede ser un loco, pero es leal a sus viejos camaradas. Hace tiempo que me comunicó sus propósitos.
—Entonces, ¿estás implicado?
—Sí y no. Participé en todas las reuniones y asentí como uno más cuando Marino expresó sus planes. ¿Cómo no hacerlo? ¿Crees que se detendría? Él odia a los árabes, como muchos otros en el ejército, y está plenamente decidido a hacer algo…
—¿Algo? —repliqué—. ¡Esa no es la manera! Yo tampoco trago a los árabes, pues están haciendo mucho daño al Imperio; pero una guerra civil, ahora, solo beneficiaría a los godos y a los persas. ¡Es una barbaridad!
—Sí, lo sé. ¿Por qué crees que te he llamado? Hay que hacer algo, antes de que sea demasiado tarde.
—Pero ¿qué se proponen con la rebelión? ¿Buscan acaso independizarse como las Galias? ¿Piensan hacer frente ellos solos a la invasión de los bárbaros desde aquí?
—Humm… Félix, me temo que es algo mucho peor. Quieren proclamar un nuevo emperador aquí y después marchar contra Roma para destronar a Filipo.
—¿Cómo? ¡Eso es terrible! ¿Un nuevo emperador? ¿Qué emperador?
—Marino.
—¿Marino? ¿Se han vuelto locos? ¿Marino emperador?
—Sí, Félix, ese es el problema. ¿Comprendes ahora que te haya mandado llamar?
—No, no lo comprendo. ¿Qué puedo hacer yo con dos mil hombres a mis órdenes? En ese campamento hay más de treinta mil legionarios, veteranos y experimentados, manejados firmemente por sus generales. ¿Qué podemos hacer?
—Nada de momento —respondió él removiéndose en el diván y volviendo a colocarse la pierna de madera—. Seguramente os ofrecerán uniros a la sedición, tal vez hoy mismo. ¡Oh, dioses, debería haberte advertido antes! Pero ha sido todo tan rápido…
—¡No podemos apoyar eso! ¡Es una locura!
—Shsss… Ahora hay que actuar de forma inteligente. ¿Confías en todos tus oficiales?
—Plenamente. Somos uña y carne.
—Entonces, Félix, sigue este consejo: reúnelos y ponlos al corriente de la situación; explícales todos los detalles del asunto y pídeles máxima discreción. Cuando Marino os ponga en la tesitura de apoyarle en su plan, decid inmediatamente que sí, que aprobáis la maniobra y que estáis plenamente decididos a marchar contra Roma para poner fin a la oligarquía de los árabes…
—Pero… —le interrumpí.
—¡Déjame terminar! Si no lo hacéis así, os ahorcarán sin más miramientos. Debéis al menos salvar vuestras vidas y ganar tiempo. Mientras tanto, enviaremos un mensajero bien escoltado a Roma, directamente al senador Decio, que es el único que podrá resolver esta situación tan desastrosa.
—¡Ah, comprendo!
—Hay que actuar con rapidez. Ya he pensado en los detalles: creo que lo más adecuado es enviar a Roma a Herenio, el hijo de Decio, puesto que a nadie como a él creerá el senador. ¿Qué te parece?
—Perfecto. Es un joven inteligente y decidido; ideal para una misión así. Además, por ser hijo del senador tendrá mayor facilidad para acceder a las autoridades. Ordenaré que le acompañen mis mejores hombres y puedes estar seguro de que harán el viaje velozmente.
—Confío en ello —aseguró el procónsul asiéndome con fuerza por la muñeca—. ¡Dioses, una vez más me arrepiento de no haber acudido a ti! Pero ahora… no hemos de perder tiempo. ¡Rápido, regresa al campamento y pon en marcha cuanto hemos acordado!
Regresé a toda prisa y, ya en la entrada, me percaté de que la situación no era del todo normal en el campamento. Había hombres que corrían en todas direcciones y los oficiales, pertrechados y escoltados por sus guardias, iban hacia el Pretorio apresuradamente, con gestos graves. Antes de llegar a nuestra área, me salió al paso Antiocus, muy agitado, y me dijo:
—¡Félix! ¿Dónde estabas? Te hemos buscado por todas partes. El tribuno Marino ha venido varias veces preguntando por ti.
—¿Por mí? ¡Zeus! ¡Llamad inmediatamente a Herenio!
Todavía me sorprendo al recordar cómo pude resolverlo todo en tan poco tiempo. Reuní a los centuriones y les conté lo que pasaba. Gracias a Dios, no pidieron demasiadas explicaciones y estuvieron de acuerdo en hacer lo que yo mandara. Preparamos enseguida los caballos, elegí a los hombres y, poco después, Herenio partía hacia Roma con una veintena de los mejores caballeros. Menos mal que, al tratarse de él, no necesitaba redactar una carta para Decio, sino que bastaba con que memorizara bien la situación. Una vez allí, confiaba en que el senador sabría comprender el giro que estaban dando los acontecimientos y tomar las medidas oportunas. En cualquier caso, mejor era eso que enviar una misiva que podía ser interceptada por los seguidores de Marino.
Aquella noche no pude pegar ojo. Pero no creo que nadie pudiera dormir siquiera un momento, con el ajetreo que hubo: lejanas órdenes, movimientos de hombres y caballos, llegada de más soldados de fuera… Pero yo no estaba solo preocupado por el viaje de Herenio; además de eso, no dejaba de pensar en lo que Marino había podido querer de mí esa tarde. Después de organizar a mis hombres, había ido al Pretorio para presentarme a él, pero me encontré con que ya se había marchado a Viminiacium. Entonces me inquieté suponiendo que podía haber sospechado algo; el tribuno era muy sagaz.
Al día siguiente, en torno a la hora sexta, vinieron a buscarme. Un centurión me condujo hasta la fortaleza y tuve que aguardar en el callejón que había entre murallas, junto a otros oficiales, a que me llamaran al interior. Cuando llegó mi turno, el centurión me hizo pasar al gran patio de armas donde debía presentarme ante los generales. Los jefes militares estaban sentados en toscos bancos de madera formando un amplio círculo, y detrás de cada uno estaba su respectiva escolta, en formación. No solo había oficiales legionarios, sino también auxiliares y nobles bárbaros de las alas de federados. Al fondo, bajo la poderosa torre del Pretorio, habían puesto una tarima donde estaba Marino sentado en una especie de trono, con las águilas imperiales detrás y algunos otros signos y trofeos a los lados. También se encontraba dispuesta en un estrado contiguo la Tríada Capitolina y delante de ella se extendían los restos humeantes de un sacrificio.
Un lictor me anunció y tuve que avanzar en medio del círculo que formaban los generales y sus guardias. Supuse entonces que aquello era algo parecido a un juicio o un juramento, algo así como el sacramentum que hacen los soldados. Pero me equivoqué, puesto que enseguida comprobé que nadie pretendía juzgarme ni tomarme juramento. Aquello era más bien una especie de asamblea que pretendía determinar quién estaba dispuesto a sumarse a la rebelión y quién no. Aunque el corazón me latía frenéticamente y la boca se me había quedado completamente seca, me tranquilicé cuando vi que Marino me sonreía desde la tarima. Me situé a un lado y, como uno más, me dispuse a escuchar cuanto se quería manifestar en aquel acto.
Comenzaron la ceremonia dos lictores que solicitaron los auspicios de los dioses y la intervención de los genios protectores de las legiones. Después presentaron a Marino en primer lugar, como elegido, guía y héroe, y después a los demás jefes militares. Los discursos de los generales se sucedieron después, interminables, repetitivos, y todos con un tono inflamado. Se acusó al emperador Filipo, como impostor, advenedizo, codicioso y pernicioso para la causa del Imperio. Asimismo, se condenaron los abusos de la administración propiciada por él, los desmanes de los funcionarios árabes, la usurpación, el despilfarro de los bienes públicos y la decadencia de la Urbe en los últimos tiempos; sin dejar de poner de manifiesto la fatal connivencia del Senado en todo ello. Desde luego, aunque todo estaba muy exagerado, ninguna de esas afirmaciones andaba falta de razón, y por ello los ánimos se fueron enardeciendo y finalmente se concluyó entre vítores y gritos pidiendo justicia, orden y deposición de todos los árabes.
Después, un instruido y viejo general pidió a gritos desde la tarima un mando único capaz de solucionar tantos desatinos, sin dejar de mirar a Marino ni de implorar la ayuda de los dioses. Entonces todo el mundo empezó a corear el nombre del tribuno, seguido del título «Imperator».
Marino se puso en pie y pidió silencio. Con tono de arenga de cuartel, en su pobre retórica, abogó también por el nombramiento de un mando unificado y se ofreció a sí mismo para tal menester, proponiendo que tres generales participaran con él. Al fin, fueron elegidos sus colaboradores entre los jefes que habían hablado con anterioridad y todo el mundo estuvo de acuerdo. Marino se juramentó entonces delante de los dioses y pidió la lealtad de todos los presentes. Una explosión de vítores volvió a corear su nombre y a pedir para él el título de emperador. Pero el tribuno, extendiendo su espada y con una expresión delirante, gritó:
—¡Primero a Roma! ¡Preparad a vuestros hombres y emprendamos la marcha! ¡Mañana a Roma!