21

Después de haber conocido las provincias orientales del Imperio, Mesopotamia y Palestina, no podía imaginarme que algún paisaje fuera a impresionarme; pero al llegar a las regiones danubianas me sentía en un mundo verdaderamente diferente. Entonces me di cuenta de que las noticias demasiado pobres que nos llegaban de esa vasta zona se relacionaban en su mayor parte con la historia de los ejércitos. Ya desde tiempos antiguos, los viejos militares solían decir que quien no había estado allí no conocía la guerra.

Y lo que yo sabía acerca de esas tierras era bien poco; que se agrupaban en esa extensa región todas las provincias por donde corría el Danubius de los celtas, el Istex de los helenos, y que los pueblos que se establecían al otro lado de su orilla izquierda eran bárbaros, estrechamente emparentados entre ellos, con fieros instintos de rapiña que les llevaban a frecuentes tentativas de forzar las fronteras del norte de Italia; lo cual obligó desde siempre al Imperio a mantener un denodado esfuerzo por cubrir por estos lados la península y la metrópolis. La más conocida era Retia, quizá por las campañas de Druso y Tiberio, bajo Augusto, que redujeron por fin los clanes germánicos de los réticos que se reunían para el pillaje en el valle del Po. Siempre se recordaba que los soldados llevaron como esclavos a gran número de jóvenes de este pueblo, no dejando en el país más que la mano de obra indispensable para el cultivo, y los veteranos vinieron a reemplazar a los desterrados. Las fronteras de Retia nunca fueron precisas; al norte, el Danubio sirvió en un principio de límite; después se llevó más lejos, hasta el día en que Adriano hizo establecer el Limes Raeticus y fijó la capital en la parte más rica, Augusta Vindelicorum. Sin embargo, la región montañosa quedó largo tiempo descuidada y, aparte de Curia Raetorum y Brigetio, los habitantes se hicieron independientes, conservando incluso su lengua. Los valles de este gran macizo atrajeron muy pronto de nuevo a los bárbaros; primero los catos, bajo Marco Aurelio; luego les llegó su turno a los marcomanos, más temibles aún. Después, Cómodo retiró las tropas a sus antiguas posiciones, reduciendo casi a la nada los esfuerzos de Varo y de Marco Aurelio en estos parajes. A partir de Alejandro Severo, el limes de empalizadas construido por Adriano, y que había pasado a ser después un muro de piedra, fue evacuado. Actualmente, los alamanes habían obligado a las autoridades locales a atrincherarse detrás de la barrera de agua; no constituían un ejército propiamente dicho, pero hacía tiempo que nadie se atrevía a pasar el río, porque residían en los bosques del otro lado, dueños y señores ya de lo que en otro tiempo fueran municipios romanos.

Ahora el peligro no estaba como otras veces en Retia, sino en Nórica y, sobre todo, en Panonia inferior. Por lo que nuestro viaje debía transcurrir más al este, por la llamada ruta de Aquilea, siguiendo las vías apisonadas con el fin de dar todas las facilidades a los ejércitos y a los comerciantes romanos para penetrar por los valles del Friul y del Save. Continuando después hacia el norte, cruzando el Drave, para ir al territorio militar de primer orden, donde los campamentos romanos estaban sufriendo la presión del temible pueblo de los yácigas, que se agitaba junto al Danubio, y los cuados, más al norte, que tenían en jaque a la legendaria Carnuntum, donde Séptimo Severo fue proclamado emperador.

Desde Aquilea hasta Neuportus el viaje se hizo prácticamente de un tirón, pero más adelante, en Emona, hicimos nuestra primera parada, para esperar a que avanzara la primavera y cesaran las persistentes lluvias. El campamento estaba a orillas del río Save, en el mismo lugar donde Augusto fundó una colonia de veteranos que precedió a la anexión entera de Nórica. Los barracones se extendían a lo largo de un plano cuadrado, perfectamente ordenado, con sus calles que cubrían canalizaciones abovedadas. Casi en sus mismas puertas, Emona se alzaba fortificada por precaución, aunque se dedicaba sobre todo al negocio pacífico; los ríos vecinos la ayudaban. Puede decirse que esta ciudad, además de ser la más próspera, era el núcleo desde donde se gobernaba no ya Nórica, sino también toda Panonia inferior, cuyos territorios comenzaban al otro lado del Save. En otro tiempo hubo un legado consular para cada una de las provincias, pero en la actualidad, dados los constantes conflictos con los bárbaros, la Panonia se había quedado casi desierta y era gobernada por el mismo legado de Nórica, que residía en Emona mandando dos legiones.

Os podéis imaginar el descanso que supuso para nosotros llegar a las llanuras de las vegas, despejadas y cubiertas de cultivos florecientes, después de un largo viaje por umbrías y boscosas regiones de montaña. Aunque los nublados persistieron y el tiempo invernal se resistía a dejar paso a la primavera, enviando vientos desagradables del este. Era delicioso sentirse seco junto al fuego, saboreando la tierna carne asada que tan fácil era conseguir, resguardados en los viejos edificios del campamento, bajo cuyos techos habían residido aquellos soldados de los tiempos gloriosos.

Cuando cesaron definitivamente las lluvias y el aire se detuvo, un rojo cielo apareció una tarde en el horizonte sobre las turbulentas aguas que se perdían hacía el oeste. A la mañana siguiente lució un brillante sol y una extraña quietud reinaba en el ambiente, detenido el crepitar del agua en los tejados y el ulular del viento entre las alamedas del río. Hacia mediodía, un tímido canto de pájaros preludiaba los maravillosos días que se avecinaban.

Mientras el alto mando no se pusiera de acuerdo en la forma y la fecha del inicio de la campaña, no teníamos nada que hacer, salvo ir a recorrer las calles de Emona que empezaban a convertirse ya en un gran mercado. Fue una semana después, con las aguas ya serenas, cuando empezó una febril actividad batalera en el río. Barcas y más barcas llegaban desde Siscia, Sirmium y Singidunum, y desde los innumerables pueblecillos que se alineaban en las orillas, para exhibir sus productos en el emporio fluvial que reunía en primavera la mayor concentración humana de la región. Entonces era cuando se apreciaba lo mezclados que estaban estos pueblos: el pueblo ilírico se había fundido con la masa céltica inmigrada que, a su vez, en buen acuerdo con los indígenas, no había opuesto gran resistencia a las infiltraciones italianas de veteranos y comerciantes asentados ya definitivamente. También se veían germánicos y tracios, de los que habían formado parte de las alas de mercenarios federados, cuya mezcla quedaba atestiguada sobre todo por el atuendo de sus mujeres. Era pues una población en la que abundaban los singulares rasgos de estas razas: ojos y cabellos claros, miembros largos y cierta lentitud en sus movimientos, así como una especie de resonancia metálica en la pronunciación de nuestra lengua latina. Entonces te dabas cuenta de la grandeza y variedad del Imperio. Qué lejano se veía todo esto al peculiar Oriente romano.

Supongo que en tierras como estas, con tan largos y fríos inviernos, el triunfo del sol estival suponía llegar al delirio, con la llegada de tal cantidad de gente. Nosotros tuvimos que conformarnos con pasar allí solo un par de semanas de primavera, puesto que enseguida llegaron las órdenes de partir hacia la fortaleza de Mursa, desde donde había de iniciarse la ofensiva contra los yácigas.

La inminencia del combate nos llenó de euforia. Yo recibí la noticia junto con otros oficiales, en el gran edificio que hacía las veces de Pretorio en el centro del campamento. Allí nos reunió el legado y nos comunicó que los terrenos estaban ya lo suficientemente secos para iniciar el desplazamiento hacia las orillas del Danubio, de manera que se nos concedían dos días para ponerlo todo en orden y, al sonido de las trompetas, el próximo viernes sería la partida.

La fortaleza de Mursa, junto al río Drave y muy cerca de la desembocadura de este en el Danubio, era impresionante. Aquí sí se comprendía que ese era un territorio militar de primer orden y que los bárbaros estaban solo un poco más allá. No eran los imponentes muros de piedra oscura ni las elevadísimas torres lo único que te sobrecogía al final de la calzada, en el gran claro robado a los bosques, sino la inmensa extensión protegida por un intrincado laberinto de empalizadas y muros de adobe en cuyo centro se alzaba el castrum. Al ver esto, supimos por qué nos habían mantenido en Emona hasta que viniera el buen tiempo, pues asentar en estas explanadas a tal cantidad de hombres y caballos habría convertido la zona en un insufrible barrizal, ya que la fortaleza no tenía espacio suficiente para albergar a las tropas de refuerzo. De manera que tuvimos que poner manos a la obra nada más llegar y levantar cabañas con troncos. Además de la guarnición que permanecía allí de manera estable, fuimos a asentarnos al pie de las murallas una legión completa de la Nórica y las tres unidades de vexilatores llegadas desde Roma.

El gobernador de la fortaleza, Marino, era un tribuno que se encontraba ausente a nuestra llegada, por lo que recibimos las primeras instrucciones del suboficial que asumía el mando en sustitución y cuyo nombre he olvidado. Pero sí recuerdo que nos convocó a los jefes en una amplia y fría sala donde nos puso al corriente de la situación, de una manera que por fuerza hubo de sorprendernos. Explicó:

—El tribuno Marino es un militar singular; un loco temerario para algunos, especialmente para los que no conocen la guerra de cerca y solo reciben noticias de ella desde sus cómodos asientos de Roma. Pero para nosotros, que bregamos día a día con las hordas de bárbaros rabiosos, es un valiente —sus palabras resonaban potentes bajo la bóveda de ladrillos. Se hizo un expectante silencio. Los rostros reflejaban la gravedad del momento, puesto que empezaba a atisbarse la cercanía del peligro—. Hay que estar aquí, un año y otro, para entender lo que pasa. Aquí no se trata de perseguir pastores de cabras por los cerros, como con los carpos…

Un murmullo brotó de la reunión. Nos miramos unos a otros. La alusión a Filipo no podía ser más clara. El emperador se había presentado en Roma como vencedor de los carpos, después de poco más de un mes de campaña en la línea danubiana, cuando el trabajo sucio y anónimo lo venían haciendo estos hombres de la frontera hacía décadas.

—¡Esto es diferente! —prosiguió con energía—. Ahora vais a saber lo que son bárbaros. Yácigas, bastarnos, marcomanos y cuados llegan en oleadas, sin parar, desde el este y desde el norte, como salidos de las entrañas de los infiernos, y confluyen justo aquí, en esta línea fronteriza, desde Mursa a Carnuntum… ¡No damos abasto! ¡Es agotador! ¿Creéis que estamos de brazos cruzados, a verlos venir? ¡No! Constantemente hacemos ofensivas, los buscamos, damos con ellos y matamos a cientos, a miles… Pero vienen más…

—¿Y las olas de auxiliares? —preguntó un tribuno de Nórica—. Antes daba resultado lanzar a bárbaros contra bárbaros. ¿Es que no hay dinero para pagar a los federados mercenarios germanos y dalmacios?

—Hay federados auxiliares —respondió el suboficial—. Precisamente a eso ha ido el tribuno Marino; a reclutar bárbaros en las proximidades de Aquincum, más arriba. ¿Crees que sin ellos duraríamos aquí un solo día? Pero no puedes fiarte. Últimamente los mercenarios son muy volubles… Ya os he dicho que aquí la guerra es muy compleja. Nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Por eso, solo puedo daros la siguiente norma: ¡siempre preparados! En cualquier momento, cuando menos lo esperéis, os podéis ver envueltos en un combate. Así son aquí las cosas; no hay previo aviso. Y la vida de un soldado no vale nada en la Panonia… Eso, ya lo veréis.

—Entonces —le preguntó otro de los oficiales—, en principio, ¿qué hemos de hacer? ¿Hay alguna orden precisa?

—De momento no —respondió él—. Solo lo dicho, esperar y estar preparados. Cuando Marino regrese, después de efectuar un reconocimiento, él nos indicará por dónde hemos de empezar.

Habría preferido que mis hombres no hubieran oído aquellas explicaciones; eran desalentadoras, confusas. Pero fue inevitable, porque los centuriones también habían sido convocados a la reunión. Al salir de la fortaleza, los vi un poco cabizbajos, y me temí que el buen ambiente que habíamos tenido hasta entonces entre nosotros se echara a perder.

Antiocus me pareció el más desanimado en aquel momento.

—¿Qué clase de guerra hemos venido a hacer aquí? —me preguntó.

—¿Preguntas eso por lo que acaban de decirnos ahí? —respondí—. Vamos, no os desaniméis. Al principio suele suceder que las cosas no son como uno las ha imaginado. Pero ya veréis como tendremos ocasión de lucirnos.

—No sé —comentó él—. He tenido la impresión de que las batallas aquí son en los bosques y ¿habéis visto cómo son estos bosques? Nosotros nos hemos preparado para atacar en formaciones alineadas, haciendo cargas rápidas. ¿Crees que ahí, entre esa maraña de árboles, podemos hacer algo?

—Bueno, bueno —le dije—. Eso ya se verá. No adelantemos acontecimientos.

Pocos días después solicitamos autorización para hacer una descubierta más al norte, en las tierras que según decían estaban en paz y no habían sufrido aún las embestidas de los yácigas.

—Permaneced siempre a este lado del Danubio —me ordenó el tribuno—. El peligro está al otro lado. No paséis el río bajo ningún pretexto; los bosques allí resultan imprevisibles.

Siguiendo estas instrucciones, emprendí la calzada que subía hacia el norte, en dirección a Savaria, con la intención de tomar contacto con el país, sin pretender pasar por ahí más de tres días. Esas zonas eran uniformes, con algunos montículos cubiertos de bosques y amplias zonas despejadas, especialmente en los alrededores de los pueblos panonios. En ellas el terreno, generalmente fértil, ofrecía el aspecto de un mar de trigo ondulado por el viento; pero se trataba de pastos donde pacía libremente el ganado caballar de las aldeas. Con tantos ríos y arroyos, así como lagunas resultantes de las pasadas lluvias, algunas veces tuve la sensación de haber regresado a Mesopotamia.

—Estos llanos son otra cosa —le dije a Antiocus—, ¿verdad? Aquí sí podríamos poner en funcionamiento las tácticas que conocemos.

—Tienes razón —asintió—. Ojalá pudiéramos luchar en terrenos como este.

Aquella zona estaba en paz, y era la más civilizada, con algunas poblaciones de aspecto genuinamente romano, calzadas, puentes y abundante tránsito de comerciantes. Incluso, en una de las casas de postas que atravesamos, un rico hacendado nos salió al paso y nos animó diciendo:

—¡Ah, qué gusto ver a tantos soldados! A ver si vais al otro lado del Danubio y ponéis en orden de una vez por todas a esas alimañas bárbaras que andan asustando a las ciudades del río.

Preguntábamos aquí y allí, y en todos los sitios nos respondían lo mismo. Casi todo el mundo había oído relatos de pueblos del otro lado masacrados, de feroces asaltos, de amplias zonas arrasadas, abandonadas después; y de que ya no se podía ir por ahí con el ganado, en busca de pastos libres y a la aventura. Un gran temor flotaba en el ambiente. Cuando regresamos a la fortaleza de Mursa, nos encontramos con que Marino ya había vuelto. Como la reunión del tribuno con los demás oficiales ya había tenido lugar, creí oportuno ir a su despacho para presentarle mis respetos. Pero su ayudante me dijo que en aquel momento se encontraba tomando un baño en las termas.

—Bien, en otra ocasión volveré —dije.

—Oh, no —repuso él—, te acompañaré a los baños. Marino recibe a cualquiera en cualquier lugar.

Insistió tanto el ayudante que no me pareció oportuno contradecirle, así que le seguí hasta las termas y, una vez allí, decidí que un baño no me vendría mal después del viaje. Dejé mi ropa en el vestuario y pasé al caldarium, que era donde al parecer se encontraba Marino:

—Aquel de la esquina es —me dijo el ayudante.

Había una espesa neblina de vapor que impedía distinguir bien las caras, pero, al fondo, vi a un hombre de espesa barba sentado sobre una toalla y recostado en la pared, como dormitando. Me acerqué hasta él. Nunca he visto un cuerpo con más cicatrices. Tendría Marino unos cincuenta años, y su piel parecía un mapa, surcado por rosadas hendiduras, aquí y allí. Se encontraba con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, roncando, y destacaba una gran cicatriz que prolongaba su boca desde la comisura izquierda, mostrando el hueco de una encía destrozada por un golpe que debió de ser terrible y que ya había cicatrizado. También su frente estaba surcada un par de veces y le faltaba el lóbulo de una oreja. No era alto, pero abultaba a lo ancho, por sus amplios hombros y sus enormes brazos que descansaban cruzados sobre su vientre.

No creí conveniente despertarle, así que me sumergí en el depósito de agua caliente y, después de relajarme allí un rato, fui a sentarme cerca de él para esperar a que saliera de su profundo sueño. Entonces reparé en que, aunque me consideraba un hombre fuerte, yo parecía insignificante, sin ninguna señal de heridas guerreras en mi cuerpo, al lado de aquella mole compacta y endurecida como un viejo tronco de encina.

Cuando despertó, me miró como extrañado y se desperezó después sin decir nada.

—Soy Félix —me presenté—, el jefe de la unidad de vexilatores.

Volvió a mirarme, esta vez de arriba abajo, y, con una voz quebrada que solo podía escapar de aquella garganta cubierta de vello hirsuto, respondió:

—¡Vaya, el jefe de los niños bonitos de Valeriano!

No me gustó nada aquella contestación y debió de notarlo, porque al momento repuso:

—Bien, bien, no pongas esa cara, muchacho. No lo he dicho con ánimo de ofender. ¿Cómo se encuentra el viejo?

—¿Te refieres a Valeriano?

—Claro, ¿cómo está el viejo zorro?

—Muy bien. Envía sus saludos.

—¡Ah, qué bien hizo en quitarse de aquí! Servimos juntos en Mesia en tiempos de Séptimo Severo. Entonces ambos éramos simples decuriones. Ya ves, él ahora en Roma; y yo no he salido de aquí…

—Eso será porque no quisiste. Después de tanto tiempo de servicio nadie permanece donde no le gusta estar.

Me miró ceñudo, desde unos ojos entre fieros y sorprendidos.

—¡Vaya! Tienes razón, pollo. Pero tú no sabes cómo son las cosas aquí, en las regiones danubianas. Cuando crees que la tormenta ha cesado, prepárate, porque viene el huracán. Aquí no se ha parado de luchar. No es que los viejos, como yo, nos creamos indispensables, pero a esos pulgosos bárbaros de más allá no se los conoce en diez días… ni en diez años —carraspeó y escupió a un lado, en el suelo, aunque el bacín estaba solo un poco más allá. Desde luego, no hacía ningún esfuerzo para ser agradable. Prosiguió—: No me malinterpretes. A mí me importa una mierda que Valeriano decidiera irse a la Urbe; tiene derecho a hacer carrera como quiera, y me alegro de que se fijaran en él. Siempre se le dio muy bien eso de ser tomado en serio. Valeriano se hizo viejo cuando cumplió los veinte; yo le conozco desde hace mucho. Le gustaba más la toga que la armadura. Con ese aire…, digamos, «místico», y ese hablar pausado… En Roma gustan las personas así; ¡qué diablos! Luego se pegó al senador ilirio ese… Decio, eso, Decio. Le conocí también en Mesia, en Sirmium; él es de allí. ¡Bah! Otro de esos remilgados militares que hacen la guerra desde sus despachos. ¿Conoces a ese Decio?

—Sí —respondí con decisión—. Le conozco mucho y le debo mucho. Gracias a él estoy hoy aquí.

—¡Vaya! He vuelto a meter la pata —dijo con una sonrisa de medio lado, mostrando su desdentada encía—. ¡Pensarás que soy un animal!, ¿no?, pollo.

—No me llames pollo, por favor —repliqué con disgusto—; mi nombre es Félix. No soy un muchacho. Creo que te equivocas conmigo. Estuve en la campaña de Mesopotamia; conozco la guerra, ¿sabes?

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó, volviendo a mirarme de arriba abajo.

—Veintisiete. Serví en la sección de carros y también he pasado lo mío, no creas.

—Humm… Te hacía más joven. ¡Saludémonos! —dijo mostrando una palma encallecida y unos grandes dedos, como garfios—. No vamos a llevarnos mal desde el primer día, ¿verdad?

Apreté su gruesa muñeca cuanto pude. A primera vista, Marino resultaba desagradable, pero después desvelaba el encanto de un verdadero veterano que en el fondo guardaba un buen corazón.

—Te invito a cenar, muchacho —propuso repentinamente.

Fui con él hasta el corazón de la fortaleza. Atravesamos el gran patio de armas y llegamos a las cocinas. Trataba con naturalidad a los cocineros, como si estuviera acostumbrado a pasar por allí frecuentemente.

—¿Qué tenemos, Nacus? —le preguntó a un grueso cocinero que acercaba una gran olla a las brasas.

—Ciervo con salsa de ciruelas pasas, mi tribuno —respondió Nacus, sonriente—. Te encantará.

—¡Humm…! Prepáranos a este oficial y a mí una mesa ahí mismo —le ordenó, señalando a un lado, junto a una gran chimenea.

Al momento, uno de los criados dispuso una mesa con dos rudimentarios triclinios. Colocó encima platos, copas y una gran jarra de vino. Nos echamos el uno frente al otro. El olor de aquella cocina era delicioso. Las puertas estaban abiertas de par en par y se veía el patio, donde los intendentes empezaban a repartir a los soldados de la guarnición tortas de harina y pedazos de pescado seco.

—Y dime, Filux, ¿de dónde eres? —me preguntó Marino.

—No, Filux no; Félix. Me llamo Félix y soy de Hispania, de Emérita, en la Lusitania.

—¡Ah, un lusitano! ¡Fenomenal! Nos entenderemos tú y yo. He tenido muchos compañeros lusitanos a lo largo de mi carrera. ¡Buena gente! Sinceramente, prefiero un hispano, un cartaginés o un siciliano a esos engreídos latinos.

—¿Y tú, de dónde eres?

—Soy dálmata, de Burmum; del sur. Justo al sur de donde estamos, en la costa. Primeramente fui marinero. Hasta que conocí la infantería en la guerra contra los marcomanos; me alisté y, ya ves, no he vuelto a moverme de la línea danubiana. ¿Ves todos estos agujeros? —me preguntó señalándose cada una de las cicatrices—. Son los recuerdos que me han dejado los malditos bárbaros. Todavía me sorprendo yo mismo de estar vivo. Aquí, en toda la boca, me dieron un hachazo. Parecía que me estaba riendo, porque me cortaron la cara casi hasta la oreja, y me tragué mis propios dientes. Menos mal que di con un buen físico tracio que me cosió con hilo de seda; porque, si no, habría estado comiendo moscas durante todo este tiempo. ¡Ja, ja, ja…!

Marino no paraba de hablar. Contaba y contaba anécdotas de todo tipo. Nos sirvieron el ciervo, y, después de comerlo, el vino. Cuando el tribuno dio el primer trago, dijo:

—¡Meada de burro! Es a lo que sabe al principio este vino de los panonios. A mí el vino me lo traen de mi tierra; pero ahora no me queda. No termino de acostumbrarme al caldo de aquí. Aunque, ¿qué remedio me queda?

No le gustaría, pero apuraba una jarra tras otra. Y yo, por acompañarle, bebí también más de la cuenta. Pero mereció la pena aquella borrachera, porque me enteré de muchas cosas y acorté una enormidad las distancias con Marino. Bien entrada la noche, cuando estábamos ya bastante cargados por el vino, me hizo una confesión que dudo mucho que se hubiera atrevido a soltar estando sobrio a alguien que conocía solo desde hacía un rato.

—Me caes bien, Félix —dijo—. Eres diferente a lo que mandan últimamente desde Roma. Te diré una cosa, aunque te suene a una barbaridad: aquí no soportamos a esos árabes que ha metido Filipo en todas partes. ¿No hay nadie con redaño suficiente para cargarse a ese camellero pretencioso? Cualquier día… ¡Qué sé yo! Cualquier día nos alzamos… Ellos allí, disfrutando, y nosotros aquí conteniéndoles a los bárbaros. Empieza uno a estar harto.

Cuando ya era muy tarde, no se le entendía lo que decía y la cabeza se le iba para los lados. Entonces apareció el cocinero grueso y me dijo:

—¡Hala!, oficial, ya puedes irte a descansar. Ya me encargo yo del tribuno.

Lo levantó del triclinio y se lo llevó, cargándole sobre sus hombros, casi a rastras. Les seguí por el patio y después salí al exterior por la puerta principal, donde oí las risitas de los guardias al verme tambaleándome. Todavía no sé cómo conseguí bajar la cuesta tan empinada y dar con mi barracón.