38

El verano avanzó hacia su fin y el roce del otoño suscitó en mi madurez esa tristeza cósmica que produce la felicidad cuando ya no se es joven del todo. Aunque el sol de África nunca palidece, tanta belleza y tanto amor decaían en mi interior al mezclarse con el amargo omnipresente del destino y la muerte. Con frecuencia me preguntaba por qué tenía yo que ser de esa manera y empezaba ya a estar definitivamente harto de cargar con mis viejos interrogantes. Pero ¿podía acaso librarme de ellos? No sabía en aquel momento cuáles de los recuerdos, que durante los últimos años habían permanecido dormidos en la memoria, retornaban ahora para empañar el presente con el vaho de la añoranza.

Trataba de explicárselo a Fidelia y al principio no me entendía.

—Pero ¿no somos acaso felices? —me decía—. ¿No eres feliz conmigo?

—Sí, claro. Gracias a ti todo es más fácil —le respondía yo, y así lo pensaba de verdad. Pues si no hubiera sido por ella habría languidecido.

—¿Qué es lo que te angustia, cariño? —insistía preocupada—. ¿Echas en falta algo?

—No lo sé… Es muy difícil de explicar.

—Quizás es tu tierra lo que añoras. ¿Te gustaría regresar a Hispania?

—Humm… No creas que no lo he pensado últimamente. Pero ahora eso no puede ser. Decio me confió este puesto y no puedo defraudarle dejándolo. De todas formas, creo que eso tampoco sería la solución. Mi problema es algo profundo… ¿Recuerdas lo que me explicaste aquella vez en el jardín de la casa de Aspasio en Thugga? Sí, mujer, cuando estabas bordando la cierva y el manantial en una tela. ¿Lo recuerdas?

—¡Ah, sí! Te refieres a lo que hablamos acerca del alma que está sedienta y que busca ansiosamente, cuando apenas nos conocíamos.

—Pues eso. No sé de dónde sacaste aquellas explicaciones, pero nada mejor podría expresar cómo me siento.

Ella se quedó en silencio, pensativa. Me resultaba agradable que me escuchara, con tanto interés, con sus tostados brazos desnudos apoyados en la mesa y una expresión honrada y preocupada en la bonita cara, con el liso cabello oscuro recogido a los lados. Pasado un rato, empezó a hablar de cosas que se había reservado hasta entonces.

—Voy a decirte algo que no he contado a nadie. Cuando murió mi anterior marido me hundí totalmente. Todavía no había superado del todo lo de mi padre y otra vez me encontraba sola. Era demasiado. Me negué a comer y la vida perdió interés para mí. Lo único que me hacía mantenerme un poco viva eran mis amigos. Entonces Vitunia me ayudó, ya lo sabes. Durante algún tiempo fui a alojarme a su casa y se portó muy bien conmigo. Pero el mayor beneficio que pudo hacerme fue llevarme a ver a un conocido suyo que sanó mi alma.

—¿Que sanó tu alma? ¿Qué quieres decir?

—Verás. Vitunia, como te he dicho, me llevó a casa de ese hombre, un tal Tascio, con el cual hablé solo en un par de ocasiones, pero que me infundió una gran fuerza y consiguió que se restableciera en mí el deseo de seguir adelante.

—¿Es un filósofo ese tal Tascio? —le pregunté lleno de interés.

—No exactamente. Es un hombre sabio, eso sí, pero no al estilo de los filósofos. Fue rétor y un abogado eminente, pero un día lo dejó todo, según me contaron, y se dedicó a otras cosas.

—¿A otras cosas? ¿Qué cosas?

—Sí, a cosas religiosas.

—¿Religiosas? ¿Se inició en algún misterio?

—Se hizo cristiano.

—¡Ah, haber empezado por ahí! Ese tal Tascio es un cristiano, ¿no?

—Sí. Tengo entendido que actualmente es como el jefe o el sumo sacerdote de los cristianos de Cartago. Pero no me hagas mucho caso porque no estoy muy enterada. Aunque… Vitunia seguramente podrá darnos más información.

—Pero, dime, ¿qué es exactamente lo que te dijo ese cristiano?

—Humm… Ahora no podría poner muy en claro todo lo que me dijo, pero recuerdo que eran palabras muy convincentes y consoladoras. También impuso sus manos sobre mi cabeza y oró a su manera. Y… una luz nueva entró dentro de mí.

—¡Bah! ¡Cosas de cristianos! —repliqué con desdén—. Yo también conocí a algunos sabios cristianos y me parecieron muy convincentes. Pero luego empiezan con todo eso de la cruz y la muerte cruel de su dios, ese Jesús, y todo se vuelve confuso y absurdo. Sinceramente, hoy por hoy no creo que esa religión pueda resultarme útil.

—Sí —asintió ella—, tal vez tengas razón. Pero yo solo puedo asegurarte que ese Tascio a mí me ayudó mucho.

—¿Y no has vuelto a verle?

—No.

—¿Y Vitunia? ¿Le ve con frecuencia?

—Sí, de vez en cuando. A Vitunia le gusta mucho enredar en esas cosas. Si no fuera la mujer del gobernador se habría hecho cristiana ya.

No hablamos más del tema. Pero Fidelia debió de comenzar a darle vueltas al asunto en su cabeza, de manera que poco después empezó a frecuentar unas reuniones en la casa de ese tal Tascio. Venía encantada y me contaba lo que él les decía y lo que hablaban en esas tertulias. El caso es que a mí no me parecía mal en absoluto. Siempre que ella se divirtiera y fuera feliz, yo estaba conforme. Pero cosa diferente era que quisiera involucrarme a mí en esos asuntos.

—Deberías venir, Félix —insistió—. ¡Es sensacional! Aclararías muchas de tus dudas y serías más feliz.

—Oh, no, querida, ya te lo he dicho muchas veces. No me interesan los misterios orientales. Ya tuve bastante con ellos en mi juventud. Ahora, con la religión romana tradicional tengo suficiente.

—¡Pero eso no puede llenarte! Es siempre lo mismo.

—Anda, dejémoslo —repliqué—. Disfruta tú con esas cosas, pero a mí no me líes.

Por un tiempo tuve que dejar de lado mis preocupaciones espirituales y dedicarme de lleno a mi cargo de legado. En el sur, más allá de Capsa, algunas tribus nómadas se habían sublevado y habían pasado a cuchillo a todos los efectivos de una guarnición limítrofe. La cosa había empezado a causa de una simple pelea entre familias por la posesión de un pozo en uno de los oasis, para ir aumentando hasta convertirse en una fiera revuelta que, como siempre, terminó viendo en Roma y en el Imperio la causa de todos los males. De manera que tenía que ser implacable, para evitar que el fuego rebelde se extendiera y llegase a convertirse en verdadera amenaza para alguna de las ciudades principales.

Me trasladé a Capsa con la legión y mandé a la flota hasta la isla de Girba, para organizar desde allí un desembarco masivo en Tapacae y cortarle a los rebeldes una posible escapada hacia los desiertos que tan bien conocían. Fue como aplastar hormigas a pisotones. No sé cómo habían llegado a suponer que podían enfrentarse al ejército y salir bien parados. En poco menos de una semana deshicimos la resistencia, arrasamos sus campamentos y exterminamos a todos los sublevados. Las mujeres y los niños fueron conducidos a Adrumetum, como un rebaño lloroso, para ser embarcados con destino a diversos puertos donde serían vendidos. Y también fueron capturados medio centenar de cabecillas que llevé a Cartago para exhibirlos en los festejos que el gobernador venía preparando hacía tiempo para exaltar al nuevo emperador.

Cuando llegué a la capital al mando de las tropas, con un amargo regusto por la crueldad de aquella misión, fui recibido como un jefe victorioso por la multitud deseosa de jolgorios que salió a las plazas sabedora de que pronto podrían disfrutar de unos buenos espectáculos públicos.

Por la noche, en la cena que se dio en la residencia del gobernador, Aspasio me felicitó eufórico delante de todos los magnates de la ciudad. Pero después del brindis, cuando fui a sentarme a su derecha, no pude evitar manifestarle mi malestar.

—Ha sido demasiado fácil —le comenté—. No es lo mismo enfrentarse a un ejército de poderosos godos bien armados que despedazar a unos cuantos cientos de nómadas extenuados por las sequías de su ardiente desierto. No, no me gustan este tipo de campañas. Prefiero la guerra abierta a las operaciones de castigo. Y, por lo que empiezo a ver, mi tarea aquí no va a ir más allá de perseguir nómadas harapientos.

—¡Hombre, no te quejes! —protestó Aspasio—. Esto no deja de ser una victoria y te dará prestigio, tanto aquí, en Cartago, como en Roma.

—Lo siento, Aspasio, no puedo evitarlo. Me acostumbré en el Danubio a otro tipo de guerra.

—Bueno, bueno, no seas tan negativo. ¿Qué más quieres? Dentro de unos días inauguraré los juegos. He traído fieras abundantes para que durante dos semanas el anfiteatro no pare de ofrecer los mejores espectáculos; gladiadores, compañías de teatro y, como comprenderás, esos cincuenta jefes rebeldes nos vienen de maravilla para darle carnaza al pueblo. ¿Qué más podemos pedir? Nos está saliendo todo de maravilla. Cuando se sepa en Roma, Decio estará contento.

—No sé…

—¡Vamos, Félix, no pongas esa cara! Eres un héroe. Compórtate como tal. Bebe y disfruta. Tienes una mujer muy hermosa. ¿Te vas a amargar por haber cumplido tu deber?

Me pareció que Aspasio tenía razón. Bebí y traté de divertirme. No era muy difícil dejarse seducir por los halagos de tanta gente importante.

Dieron comienzo los juegos. Aquello no era Roma, pero en Cartago sabían organizar las cosas a su manera. La procesión que abrió los ludi circenses fue precedida por una banda singular de músicos a los que seguía el carro adornado donde iba montado el gobernador, rodeado de personas vestidas de blanco y seguidos por las imágenes de los dioses con las asociaciones y colegios sacerdotales que les correspondían. En lugar preferente iba la estatua de Decio que fue aplaudida y ovacionada a rabiar por la multitud durante todo el recorrido. A mí me correspondió presidir el desfile triunfal, al frente de mis oficiales, a caballo y seguidos por una representación de la legión que arrastraba a los cautivos rebeldes, cargados de cadenas, abucheados y escarnecidos por la gente que veían realizado su mayor placer humillando aún más a aquellos desdichados.

Cartago contaba con una buena escuela de gladiadores, pero, para darle mayor interés a los juegos, se trajo a luchadores de Preneste, Rávena y Alejandría, que eran entonces los más afamados. Me imagino que los gastos de los contratos con los lanistae y los traslados de los hombres y la impedimenta debieron de suponer una verdadera fortuna. Sin embargo, las representaciones teatrales fueron pobres y poco lucidas. Las compañías concedieron demasiado al gusto de la época y abundaron las obscenidades en el mimo. Ni siquiera la única tragedia que se representó puede decirse que estuviera a la altura de la ciudad tan importante que era Cartago.

En cambio, en el anfiteatro, en los juegos de fieras no se escatimó. Y no era para menos, pues estábamos en África, donde tenían su sede los principales negocios de este tipo de espectáculos, y de donde partían los animales para los juegos de Roma y de otros lugares relevantes.

Había oído decir que Pompeyo preparó en Roma una lucha de quinientos o seiscientos leones, dieciocho elefantes y otros cuatrocientos diez animales salvajes traídos desde África. Y también que en una cacería preparada por Augusto se mataron treinta y seis cocodrilos en el circo Flaminio, inundado para el propósito. Se cuentan todo tipo de historias al respecto; como que Calígula preparó una lucha entre cuatrocientos osos e igual número de bestias salvajes africanas. No puedo imaginar cómo sería un espectáculo de ese tipo. En cierta ocasión, durante los juegos del milenio de la fundación, vi el venatio de animales salvajes en el anfiteatro Flavio: grandes felinos, toros y osos enfrentados a hábiles cazadores, entrenados a los efectos; que terminaban con la emoción de ver sometidas a las bestias, aunque también había heridas y muertes entre los hombres. Pero lo que habían organizado en Cartago era una exhibición sanguinaria capaz de poner los pelos de punta a cualquiera.

Por mucha emoción que tuvieran tales escenas, siempre preferí el teatro. Creo que en ello influyó el gusto personal de mi abuelo Quirino, educado como estaba en el alma del estoicismo, que siempre condenó severamente estas frivolidades. Por eso no sentí sino repugnancia cuando un centenar de cautivos, entre los que estaban los nómadas capturados por mi ejército, fueron obligados a enfrentarse, de forma imperfecta o casi indefensa, sin entrenar y con pobres armas, a la furia de leones, panteras y elefantes azuzados por el hombre o aguijoneados con hierros candentes. Me pareció algo horrible y una náusea se pegó a mi garganta para terminar de amargarme los festejos.

Fidelia se negó a ir al anfiteatro. Vitunia y ella estaban cada vez más iniciadas en el misterio cristiano y ese Tascio era absolutamente contrario a los juegos de gladiadores y fieras. Me alegré de que mi mujer se ahorrara la sanguinaria escena. Pero Aspasio no estaba del todo conforme. Él era el gobernador, y la ausencia de su esposa en el palco que reunía a las autoridades no dejaba de ponerle en cierto compromiso.

—Me da igual que se haga cristiana —me comentó con disgusto—. No tengo nada contra los cristianos, ya lo sabes. Pero me fastidia que esa religión altere nuestras costumbres.

—Bueno, bueno —traté de calmarle—. A mí tampoco me gustan demasiado algunos de estos espectáculos. Cada día hay más gente que empieza a mirar mal toda esa sangre absurdamente derramada.

—¡Qué estupidez! —replicó—. Y también hay mucha gente que disfruta con ello. Así ha sido siempre y así será siempre. ¡Qué estúpida manera de amargarse la vida! ¡Qué tendrá que ver la religión de uno con los juegos!

Esa misma noche, el día que terminaron los ludi, quise hablar de ello con Fidelia. Le conté la conversación que Aspasio y yo habíamos mantenido y me interesé por conocer su opinión.

—Félix —observó—, esos juegos son inhumanos y crueles. Ya te dije que no soporto esa manera de divertirse.

—Sí, querida, yo te entiendo. A mí tampoco me gustaron nunca demasiado. Me parece muy bien que no acudas si no es de tu agrado. Pero me preocupa que alguien pueda meterte pájaros en la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Ese Tascio —dije al fin—; no le conozco…

—¡Ah, es eso! Querido, ¿qué te preocupa? Ya te he contado todo lo que hablamos en esas reuniones. Tascio, como otros cristianos y mucha gente de bien de Cartago, piensan que es un sinsentido y una barbarie atroz organizar juegos para que la sangre apaciente la crueldad de los ojos. En el fondo, es lo mismo que tú piensas, ¿no?

—Sí, pero hay algo más —repliqué—. Tampoco has ido al teatro. Ahí no había ni crueldad ni sangre.

—¿Para ver las mayores obscenidades? ¿Para tener que soportar el lamentable espectáculo de enanos y mujeres rebajados a lo más depravado? ¿Para ver a la gente reírse viendo representar las torpezas, vicios e incestos y toda clase de ignominias contra las leyes de la naturaleza?

—¡Querida, son representaciones! ¿Qué mal pueden causarte?

Me miró con unos ojos alterados, entre suplicantes y angustiados. Se acercó más a mí y me cogió las manos entre las suyas.

—Félix —dijo—, solo quiero sentirme bien. Quiero sentir la gran dignidad de mi alma y de la tuya… De la de todo hombre. Este mundo nuestro está contaminado. ¿No lo ves?

—¡Ah! ¿Es eso lo que te ha dicho ese Tascio? —me enojé—. ¿No ves que ese es el sistema de todos esos predicadores? ¡Claro, así es muy fácil! El mundo contaminado, ponzoñoso, pernicioso… Y ellos los únicos puros y perfectos… ¡Vamos, esa historia ya me la sé!

—No, querido, te lo ruego, no te enfades —suplicó—. Quisiera que tú le escucharas. No puedes juzgar lo que no conoces. Por favor, acompáñame a una de las reuniones. Conoce a Tascio y después podremos hablar.

—Pero, Fidelia —le dije más calmado—, no estoy enfadado. Lo que pasa es que yo ya he tenido contacto con hombres de ese tipo y…

—¿Te hicieron acaso algún mal?

—No, ningún mal.

—¿Entonces?

—Es difícil de explicar… No sé. Hay algo dentro de mí que me impide aceptar las doctrinas de esa gente.

—¡Pero, por Dios; qué tienen de malo! —replicó ella—. ¿Es malo acaso descubrir la dignidad que tiene el alma?

—Bien, bien, querida, dejémoslo —le pedí—. No tengo nada en contra de esas reuniones tuyas con cristianos. Por mí, puedes seguir asistiendo. Lo importante es que tú y yo seamos felices.

—¡Oh, Félix, gracias! —exclamó rodeando mi cuello con sus brazos—. ¡Eres tan bueno!

La abracé. No quería hacerla sufrir ni un momento. Pero no estaba dispuesto a que nadie sembrara en su alma dudas o temores.