55

Cuando el otoño estaba muy avanzado y el año tocaba a su fin, la tensión en Cartago pareció cesar definitivamente. El edicto de Decio perdió su fuerza y muchos cristianos retornaron a sus ocupaciones y a su vida de antes. También Cipriano estuvo a punto de abandonar su exilio para regresar a las actividades de su Iglesia, pero Tertullus le convenció de que aún no era conveniente. Si no hubiera sido porque Larcius Surio se encargaba de vez en cuando de remover a sus partidarios, el problema religioso se habría olvidado en poco tiempo. Y, por mi parte, creí oportuno incorporarme definitivamente a mi puesto y me traje a mi familia a nuestra casa de la ciudad, donde vivimos durante unos meses sin más preocupaciones que alimentar a la pequeña Felicitas y verla crecer. Aunque todavía tuve que soportar el rumor de que algunos magistrados estuvieron buscando la manera de implicarme en un pleito a causa de mi intempestiva actuación en la escalinata del Foro en octubre.

Antes de la primavera llegaron noticias de Roma. El emperador Decio y el augusto Herenio habían partido hacia las provincias danubianas para conducir a las legiones. Los godos, una vez más, invadían las regiones del Imperio y la guerra prometía ser más feroz que en ocasiones anteriores. Al parecer, la cosa venía de atrás. El rey Cniva una vez más había conseguido unir a gretungios y tervingios para invadir Mesia, aprovechando la guerra civil provocada por la caída de Filipo y la exaltación de Decio. Me tranquilizó saber que el propio emperador iba al frente de las tropas, lo cual suponía que se les iba a presentar batalla sin contemplaciones, que era la única manera de detener a las hordas bárbaras. Pues yo sabía bien que Decio no incurriría en los errores de los tiempos anteriores, como dar donativos a los jefes godos o incorporarlos al ejército romano, concediéndoles tierras y ciudades para su defensa. Todo lo que se dejaba a los bárbaros terminaba perdiéndose definitivamente.

Me analicé a mí mismo y me sorprendí al descubrir lo poco que en el fondo me importaban ahora esas guerras. Las veía lejanas, irreales casi. Era como si aquel mundo ya no fuera conmigo, a pesar de lo bien que lo conocía y de haber pertenecido a una parte de mi vida. No solo mi cuerpo; mi alma estaba ahora en otro sitio.

Eso me hizo darme cuenta de que algo en mí empezaba a alejarse de mi condición de militar. La tranquilidad del África proconsular y las escasas ocasiones que había tenido en dos años de acercarme al combate me enfrentaron a una pregunta: ¿Era esto lo que yo quería ser en este momento o solo me dejaba llevar por la corriente? Se lo planteé a Fidelia y, con la mayor naturalidad, me sugirió:

—Licénciate. Deja el ejército. ¿Por qué tienes que hacer algo que no sientes?

—Soy aún muy joven —contesté.

—¿Y qué? Mejor para ti. Dedícate al comercio, a los negocios o a criar ganados…

—¡Ah, ja, ja, ja…! —reí—. ¿Me ves a mí engordando la barriga dedicado a hacer tratos?

—Me contaste que tu padre se retiró muy joven del ejército —me recordó—, y que se instaló como emérito en tu ciudad de origen para criar caballos. ¿No te parece eso una buena idea?

Fue como una sacudida, como si un vértigo repentino me turbara al asomarme al abismo del pasado. Supongo que es la sensación que embarga a todo hombre cuando de golpe se hace consciente de que ha alcanzado la edad de su padre, pues en ese momento reparé en que cuando nací mi padre tenía los mismos años que yo entonces.

Intentaba no pensar en ello, pero después de aquella conversación era como si me acompañara constantemente una voz en mi interior que decía: «Es el momento de regresar». Luché contra este sentimiento, hasta que un día me di cuenta de que el deseo de volver a mi tierra empezaba a ser más fuerte que yo.

Una mañana de principios de primavera, desperté más tarde que de ordinario. El sol estaba ya bastante alto y entraba en finos hilos de dorada luz por los agujeros de la persiana de esparto que tapaba la ventana de mi dormitorio. Afuera, un pájaro se desgañitaba parado en alguna cornisa. Salí al jardín y encontré a Fidelia muy concentrada, ocupándose de retirar florecillas de los jazmines. Me acerqué a ella por detrás y la abracé. Dio un pequeño respingo y dijo:

—No quería despertarte. ¿Has visto qué mañana tan maravillosa?

—Tendrías que ver salir el sol en Lusitania —contesté—. Los bosques se tornan dorados y el rocío brilla como un mar de perlas sobre la hierba. ¡Mi tierra es la más bella del mundo al amanecer!

Supuse que no sabía qué decirme, hasta que se me acercó más y murmuró quedamente:

—Eso es maravilloso. ¿Y al atardecer?

—Es como el mismo paraíso —respondí emocionado—. Porque el astro se pierde precisamente en los horizontes de Lusitania y, después de haber bañado esas tierras, que son las últimas, se hunde en el mar Atlántico, gozoso de haber iluminado el orbe. El cielo allí es el más limpio, porque el viento de occidente viene puro desde el fin del mundo.

—¿El fin del mundo? —repitió.

—Sí, sí. Más allá de Lusitania no hay sino el océano.

—¿Y más allá del océano?

—Solo Dios lo sabe.

—Aquello, entonces, estará más cerca de Dios…

—¿Vendrás conmigo a Lusitania? —le pregunté en un susurro.

—Iría contigo al fin del mundo —asintió rotunda, sonriente.

—Lo digo en serio —insistí—. Estoy hablando de marcharnos a mi tierra.

—Yo también lo he dicho en serio —contestó con un mohín de complicidad—. ¿No has dicho que Lusitania es el fin del mundo?

Me sentí conmovido y complacido, pues no esperaba aquella reacción tan inmediata de asentimiento por parte de Fidelia. Había supuesto que tendría que convencerla. Al fin y al cabo, África era su patria y todo lo que poseíamos estaba allí. Ella permanecía quieta observándome. Creo recordar que se me escapó alguna lágrima.

—En verano Felicitas cumplirá un año —observó seria—. Con esa edad, creo que podría soportar un viaje en barco. ¿Cuánto tiempo necesitarás para solicitar tus permisos y poner todo en orden?

Pensé que tendría que pedir que me fuera concedida la condición de emérito, lo cual podría hacerse en un par de meses, y también habría que vender la casa y las demás pertenencias de Cartago, cosa que podría empezar a gestionar enseguida.

—De aquí al verano tendré todo listo —dije pues.

—¡Maravilloso! —exclamó—. Dios nos dará una nueva vida en Lusitania.

—Tendremos más hijos. Con lo que me corresponderá de aguinaldo, podremos comprar allí tierras y edificar una villa a nuestro gusto. Nos llevaremos a los criados que quieran acompañarnos y adquiriremos otros al llegar. Nos espera una vida hermosa. ¡Ya lo verás!

—Y te bautizarás la próxima Pascua —me dijo.

—¿Es una condición? —le pregunté, confuso.

—Yo dejaré esta tierra por seguirte —respondió sin abandonar su expresión de alegría—. En las cosas del espíritu, tú debes seguirme a mí.

—Bien, bien —asentí—. Me arriesgaré.

Entusiasmado, al día siguiente comencé a hacer las gestiones. Redacté una larga carta dirigida al emperador en la que exponía los argumentos por los que solicitaba la condición de emérito. Hablé con el procónsul y le comuniqué detenidamente mi decisión de regresar a Hispania. Su rostro se fue ensombreciendo a medida que me escuchaba y, cuando terminé, me dijo paternalmente:

—Creo sinceramente, Félix, que estás obrando precipitadamente. No veo por qué tienes que abandonar tu cargo precisamente ahora. No, desde luego, no lo has pensado bien.

—Aspasio —repuse—, un hombre no debe hacer lo que no siente.

—¿No te gusta ya el ejército? —replicó—. ¡Es absurdo! Te encuentras en lo más alto…

—Siento que mi vida no es esto. Creo que ha llegado el momento de regresar a Lusitania.

—En esa decisión ha influido el edicto de Decio y todo el problema religioso —observó él—. Eso es lo que pienso, Félix; que te has visto afectado por la persecución y quieres huir de algo que en el fondo no entiendes ni aceptas. Pero esa retirada es absurda, puesto que, ya ves, las cosas han vuelto a su sitio. Nadie se preocupa ya del asunto de los cristianos.

—No —negué yo—. Estás muy equivocado en eso, Aspasio. Lo que me sucede es que siento que he dado demasiadas vueltas por ahí y creo llegado el momento de asentarme definitivamente.

—Aquí estás asentado. ¿Qué más necesitas? Tienes un buen cargo en el gobierno militar, una casa hecha a tu gusto, una familia… ¡No comprendo qué es asentarse para ti!

—Otra cosa, amigo. No sabría explicártelo… Una paz que ahora en Cartago no puedo hallar.

—Bueno, veo que estás decidido —dijo al fin—, y que no lograré nada intentando convencerte. Solo te pido que lo pienses un poco más; que esperes un tiempo y madures esa idea… Me resulta difícil asimilar que te irás.

—Te agradezco el consejo, pues en él veo que me aprecias de verdad. Yo tampoco quisiera separarme de ti, puesto que has sido un buen amigo. Pero mañana mismo enviaré mi solicitud a Roma. Es una decisión que ya no tiene vuelta atrás.

La solicitud que envié en el correo militar con carácter de urgencia salió a finales de mayo. En julio me llegó una carta de Roma cuya fecha de salida en la curia era de mediados de junio. La abrí convencido de que era la concesión de mi condición de emérito, aunque me sorprendió la agilidad con que se había resuelto. Y me encontré con una citación para que compareciera en el alto mando militar inmediatamente. Se me ordenaba que dejara a un sustituto en mi puesto y que no me preocupara de otra cosa que no fuera salir en la galera del correo oficial lo antes posible hacia Roma.

Corrí al palacio proconsular para comunicarle a Aspasio la noticia. Él miró la carta y, circunspecto, comentó:

—Es muy extraño. Me parece muy poco tiempo para un asunto tan delicado. Aceptar la renuncia de un praefectus legionis requiere algunos requisitos que, considerando el viaje de la misiva hacia la curia y el envío de esta, en poco menos de una semana…

—Todo el mundo en la curia me conoce —dije—. Mi proximidad al emperador ha debido de aligerar las cosas.

—Sí, pero… ¿no has reparado en que el emperador está lejos de Roma?

Me quedé pensativo. La verdad es que a mí también me resultaba extraña aquella orden.

—¿Qué opinas pues? —le pregunté.

—No sé. Es una citación, simplemente, una citación urgente. Supongo que si se tratara de la aceptación de tu cese conllevaría otros documentos. ¿No lo crees así?

—Nunca he estado en un caso parecido —observé—. Pero, si no se trata de la contestación a mi solicitud, ¿qué puede ser?

—No se te ha ocurrido que… —hizo una pausa, pensativo—. ¿No puede tratarse de algo relacionado con la denuncia de Larcius Surio?

—¡Qué dices, hombre! —le espeté—. ¿Cómo comprendes que me iban a citar urgentemente por haber discutido con un simple magistrado de provincias?

—¿Discutido? —repitió—. He oído que Larcius preparó un buen manifiesto acompañado por los testimonios de muchos testigos. En fin, una denuncia en forma.

Abrí la boca para replicar pero me quedé así, boquiabierto, sin poder articular palabra. Me había despreocupado tanto de los rumores que hablaban por ahí de esa denuncia, que hasta ese momento no reparé en que verdaderamente podía perjudicarme.

—Larcius conoce a mucha gente en la curia —prosiguió Aspasio—, ya te lo dije. No me extrañaría nada que haya removido allí buscando la manera de-dañarte para reparar su orgullo herido.

Continué mudo, parpadeando. La ira empezó a apoderarse de mí y supongo que mi rostro enrojeció. Apreté la carta con mi mano hasta convertirla en un gurruño. Con toda mi rabia contenida, susurré entre dientes.

—¡Esa maldita serpiente! ¡Le voy a…!

—¡Cuidado! —me advirtió Aspasio—. Procura eludirle. Si ahora te enfrentas otra vez con Larcius, puedes empeorar las cosas…

No quería preocupar a Fidelia. Ella estaba muy atareada empaquetando cosas y poniéndolo todo en orden, convencida de que de un momento a otro tendríamos que partir hacia Hispania. Con frecuencia me preguntaba acerca del clima y de las costumbres de allí, y si necesitaríamos esto o aquello. Para ella suponía una apasionante aventura, pues nunca se había movido de Cartago. Empezar una nueva vida lejos, en un lugar desconocido y diferente, le suponían como una renovación, un acercarse a los «tiempos nuevos» en que tanto creía. Y alejarse de Cartago era para Fidelia como dejar atrás recuerdos dolorosos y cicatrizar heridas del pasado.

Por mi parte, tenía todo preparado para partir hacia Roma lo antes posible. Solo me detuvieron las fuertes tormentas estivales que encresparon la mar e hicieron peligrosa la navegación. El capitán de la galera me había asegurado que zarparíamos en cuanto reinara la calma, y esperé mientras tanto a encontrar un momento favorable para decírselo a Fidelia.

Una mañana cesó el viento y la lluvia. Fui a la puerta y miré el jardín mojado. Todavía seguían cayendo algunas gotas de agua que estaban prendidas en las hojas de los frutales, y brillaban a la luz del sol. Enseguida se puso Fidelia a mi lado y juntos vimos llegar un bando de azuladas palomas que picoteaban el suelo. A lo lejos, en el mar, las nubes oscuras se alejaban y el cielo comenzaba a ser límpido y luminoso.

—¡Ah, qué maravilla! —exclamó ella—. El mundo parece nuevo.

Los aromas de humedad y el frescor que llegaba de los suelos mojados hacían en verdad que el ambiente pareciera renovado, y hasta el sol parecía nuevo con su joven resplandor.

—Tienes razón —asentí—. Esta luz y estos colores no parecen los de siempre. Experimenté la sensación de estar soñando y que ya había pasado todo, que había vivido otra vez aquel momento. Quise pensar que estábamos ya en Hispania y que habían cesado los malos tragos y las angustias del presente. Pero enseguida regresé a la realidad y le dije a Fidelia:

—Tendrás que esperar todavía un poco antes de marcharnos.

Sin decir una palabra, se me quedó mirando y advertí en sus ojos un extraño temor, como si ella de algún modo presintiera algo malo.

Entonces le dije, buscando darle la menor importancia, que debía ir primero a Roma, porque se me reclamaba en la curia. Le expliqué que seguramente se trataba de meros requisitos formales y que pronto regresaría con la declaración de emérito y el aguinaldo que me correspondía. La vi quedarse conforme. Aunque sonrió, no pudo disimular su tristeza.

—Esperaré —dijo—. Siempre hay que esperar. Nuestra condición es esperar y confiar en que lo que aguardamos llega. Pero puedo asegurarte que esta vez me costará más que nunca.

Sus palabras me impresionaron. A mí también me costaba mucho esa separación, pero no debía contribuir a aumentar su tristeza. En tono alegre, dije:

—Tenlo todo preparado. En poco más de un mes estaré de vuelta y podremos al fin irnos de aquí.

Al día siguiente, zarpé rumbo a Roma con escala en Sicilia.