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La primera impresión que recibí al encontrarme frente a Tascio Cecilio Cipriano fue de sorpresa y, por qué no decirlo, desconcierto. Generalmente asimilamos talento, sabiduría y cultura con canas, calvicie o poca gracia en el rostro. Tascio era completamente diferente a la pobre imagen que me había hecho de él. Por el contrario, a pesar de sus cuarenta años pasados, sus ojos grandes y brillantes no habían perdido aún la chispa de la juventud; había, eso sí, algunos surcos en su amplia frente y en su delgada cara; y conservaba todo el cabello oscuro, liso, con solo algo de ceniza en las sienes que realzaban su aire interesante. No era corpulento, siendo de buena estatura, pero su cuerpo tenía la firmeza y las formas propias de haberse ejercitado en la palestra. Y mi primer desbocado pensamiento ante tal presencia física fue como una infantil ráfaga de celos. Algo así como percibir de repente que nuestras mujeres estuvieran más encandiladas con el maestro que con su doctrina. Entonces se me escapó una mirada hacia Fidelia; pero me volví rápidamente, furioso conmigo mismo por dejarme sorprender.

Yo fui el último en llegar a casa de Aspasio, a causa de un inesperado asunto en el pretorio, y los cuatro estaban ya alrededor de la mesa, echados en los triclinios, de manera que tuvieron que incorporarse cuando entré en el salón íntimo donde se iba a servir la cena. Tascio permaneció de pie esperando a que se hicieran las presentaciones, sonriente y sereno, pero era imposible distinguir nada en él de forma inmediata, como no fuera su patente buena presencia y la confianza que solía acompañarle; era como tratar de leer algo impreso en una superficie que deslumbrara.

—Turno Quintilio Félix —me presenté yo mismo—, praefectus legionis de Cartago.

—Cipriano —respondió él.

La situación no era de las que se prestaban a palabras; todo dependía del tipo de persona que fuera Cipriano. Decidí esperar a que él rompiera el hielo. Pero fue Aspasio el que deshizo la leve tirantez, diciendo:

—Bueno, bueno, sentémonos.

—¡Vamos, a la mesa! —añadió Vitunia—. Quiero que probéis los mariscos que escogí yo misma esta mañana en el mercado del puerto.

No dejaban de llamarme la atención los caracoles (murex) que jamás faltaban en una buena mesa de Cartago, así como las ostras, exquisitas, que se servían siempre al principio, en el promulsis, con su peculiar mezcla de vino oscuro y miel, para preparar el estómago para los demás platos y los vinos más ricos. También destacaré las pintadas, que abundaban en los corrales o libres en los campos, deliciosas en especiadas salsas de almendras y ciruelas o enteras, asadas y rellenas de castañas, uvas y aceitunas.

No recuerdo bien cómo se inició la conversación, pero sí que pronto salió el tema del emperador, Roma y el nuevo orden de cosas que parecía por fin despuntar en el horizonte. Aspasio discurseó a sus anchas sobre lo bien que iba todo ahora y ponderó la buena idea de nombrar un censor, como en los viejos tiempos del Imperio, para asegurar el orden y el cumplimiento de las leyes. Pero no tardó mucho en ser evidente el motivo de la invitación a la cena: queríamos sostener una conversación con Tascio y conocer sus opiniones sobre diversos asuntos entre los que también entraba el Estado, el emperador y, por consiguiente, la visión de los cristianos acerca de la unidad del Imperio y los peligros conocidos que la amenazaban en las últimas décadas. Por eso, con resolución, intervine:

—Opino que es a partir de finales del reinado de Severo Alejandro cuando empezaron los problemas serios. Comenzó entonces un proceso de guerra en dos frentes que no podía ser sino desastroso en los últimos años. Por un lado, la nueva dinastía persa, los sasánidas, donde antes amagaban los partos, y por otra parte, en el Danubio, se ha ido formando un cinturón continuo de tribus enemigas: sajones, francos, alamanes, marcomanos, cuados, sármatas, yácigas… En fin, lo que últimamente se está denominando «el peligro godo».

—Bueno, nuestro prefecto Félix sabe bien de todo eso —explicó Aspasio mirando a Tascio Cipriano—. Fue embajador de Filipo en la corte de Sapor y, recientemente, su vida militar ha transcurrido en Panonia, en el frente del Danubio. Allí cosechó los méritos que le han valido su actual puesto en nuestra provincia.

—Te felicito de corazón —me dijo Tascio, con una sincera sonrisa y una reverente inclinación de cabeza—. Eres joven para tantas vivencias.

—Gracias —asentí—. Los dioses han sido generosos conmigo. —Y proseguí—: Como decía, esa presión en dos frentes trajo consigo los problemas que ha sufrido el Imperio. Un emperador no podía estar en más de un teatro de operaciones al mismo tiempo, y que algún subordinado defendiera exitosamente una frontera distante podía conllevar su elevación al trono por parte de los militares como emperador rival. Y a la inversa, el fracaso militar de un emperador era probable que le acarreara la muerte a manos de sus propias tropas.

—¡Efectivamente! —corroboró Aspasio—. Menos mal que un hombre inteligente e íntegro ha sido capaz de ver eso. Decio sabrá poner fin a la nefasta sucesión de efímeros emperadores.

—Pidamos a Dios que así sea —dijo Tascio—. Pero…, y perdonad mi desconocimiento en esta materia, ¿podemos estar seguros de que los pretorianos se conformarán definitivamente? ¿Se estará ahora quieto el ejército?

Aspasio y yo nos miramos. Él debió de notar nuestro estupor, así que se explicó con más palabras:

—Quiero decir, nobles amigos, que, al fin y al cabo, Decio es un militar, ¿no?, salido también del mismo ejército que Maximino o Filipo el Árabe…

—¿Eh? —balbució Aspasio—. ¿Cómo…?

—Bueno, seré más directo —prosiguió Tascio—. ¿Tan seguros estáis de que con Decio se resolverán definitivamente los problemas? ¿No tendremos que asistir pronto a otra revuelta, otro magnicidio y otro nuevo emperador?

—¡De ninguna manera! —le contesté con vehemencia—. Decio es diferente. Él nada tiene que ver con sus predecesores.

—¿Por qué? —preguntó él, con gesto sereno.

—Porque está hecho de otra pasta —respondí con rotundidad—. Yo le conozco bien, muy bien. Decio fue senador, de la vieja clase. Él lleva Roma en su sangre. Es un hombre noble, seguro, honesto y, sobre todo, frío. No es un pelele capaz de doblegarse a los caprichos de Oriente, ni a las alucinaciones de las sectas que proliferan, ni al lujo, ni a los nuevos dioses que adormecen el espíritu con sus absurdas consolaciones y sus misterios de muertos y resucitados —dije aquello a conciencia, para quedarme encima de él, pues me había molestado su duda hacia Decio. Y, sintiendo placer al escucharme a mí mismo, añadí—: Aunque, naturalmente, un emperador así resulta molesto para los sectores que tratan de vivir a su aire, desdeñando las antiguas y buenas costumbres de nuestra civilización.

—Perdona —preguntó él—, ¿dices eso por nosotros, los cristianos?

—Ya que lo preguntas, sí —respondí rotundamente.

—¿Y por qué piensas eso? —quiso saber él.

—Porque es evidente —contesté—. Ha habido emperadores en las últimas décadas que han hecho mucho daño al Imperio a causa de sus errores en materia religiosa: los Severos se vieron influidos por mujeres orientales que quisieron llenar Roma de devociones exóticas; por no hablar de Heliogábalo, ¡ese descentrado! Últimamente, Filipo el Árabe, nadie sabe qué creencias profesaba, porque quiso contentar a todo el mundo. ¡Qué grave error! Pero creo que ningún grupo ha causado tanto desconcierto como la actitud ante la vida de los cristianos.

—¡Félix, por favor! —saltó Fidelia—. No hemos venido a discutir.

—¡Oh, no! —pidió Tascio—. No me importa escuchar lo que piensa Félix. Te lo ruego, amigo, continúa; me interesa mucho lo que dices.

—¡Naturalmente! —proseguí—. Nos hemos juntado para exponer nuestras ideas. Pues bien, como decía, opino que nadie como los cristianos han contribuido a la decadencia y a la corrosión interna de nuestra cultura. Esa secta, como ninguna otra, se empeña en crear un mundo aparte; con su propia jerarquía, sus normas, sus prohibiciones y su manera de juzgar nuestro mundo.

—¿Y eso es un mal? —preguntó él.

—¡Claro! —respondí—. Eso es el mayor mal. A los cristianos les oí decir: «Una sola fe, un solo bautismo, un solo Señor». ¿No es eso como replicar contra nuestra única Roma, nuestro único Imperio, nuestro único emperador?

—Oh, no, de ninguna manera —replicó finalmente Tascio—. Nosotros oramos continuamente por el emperador. Quienes piensan que no nos preocupamos en absoluto de la salud de los césares se equivocan. Nuestras Escrituras, que nosotros mismos no ocultamos y por muchas circunstancias caen en manos de extraños, son para nosotros la palabra de Dios. En ellas se nos manda, para plenitud del bien, orar a Dios por ellos.

—¿Ah, sí? —preguntó Aspasio con interés—. ¿Qué dicen esas escrituras?

Tascio Cipriano irguió la cabeza y recitó de memoria:

—«Orad por los reyes, por los príncipes y por las autoridades a fin de que todo sea tranquilo para vosotros». Y así lo pensamos, porque cuando el Imperio está alborotado, se alborotan todos sus miembros y, ciertamente, también nosotros, aunque ajenos a los tumultos, nos encontramos implicados. Nosotros respetamos en los emperadores el juicio de Dios, que los puso al frente de los pueblos.

Pensé que era demasiado listo, y que quería condescender, para no quedar mal con nadie y así ganarse a todos. Así que decidí ser más directo y ponerle en un apuro.

—¡Vamos, Tascio! —le dije—. Nadie ha visto jamás a un cristiano llamar «Señor» al emperador.

—Porque creemos que su nombre es «César» —contestó—. Y es mejor llamarlo así, puesto que ha sido constituido como tal por nuestro Dios.

—¡Pero bueno! —repliqué—. De manera que él está donde está porque vuestro Dios así lo quiere. ¡Vamos, hombre!

—Así es —dijo él—, porque, aunque tú no lo creas, le consideramos nuestro emperador. Así pues, en cuanto que es mi emperador coopero más a su salud: porque le suplico a aquel que puede concederla; y también porque, atemperando la majestad del César colocándola bajo la de Dios, lo encomiendo más a Dios, al único que lo someto, sin embargo, sin hacerlo par.

—Entonces —concluí—, el César no es Dios para vosotros.

—No llamaré Dios al emperador, porque no sé mentir —observó, llevándose la mano al pecho—. Porque no me atrevo a reírme de él, porque ni él mismo creo que se considere Dios. Si es hombre, le interesa someterse a Dios. ¡Bastante tiene con llamarse emperador! También es grande ese nombre. Lo niega como emperador quien lo llama dios: si no es hombre, no es emperador. Incluso cuando va triunfante en su magnífica carroza, se le advierte que es hombre. En efecto, detrás lleva un esclavo que le sostiene la corona y le susurra por la espalda: «¡Mira detrás de ti! ¡Acuérdate que eres hombre!». Porque ciertamente se alegra tanto de resplandecer con una gloria tan grande, que se le hace necesario que le recuerden su condición.

—Eso que dices es muy razonable —comenté—. Desde luego, yo también considero que él es un hombre. Pero llamarle Señor es una forma de hablar. Él representa la soberanía y la grandeza de Roma; la divinidad de nuestra civilización que por voluntad de los dioses brilla más que ninguna. ¿O son acaso esos judíos a los que seguís los elegidos, como ellos mismos se creen? Desde luego, la historia no dice eso. Hoy son un pueblo sometido, dispersado y humillado. ¿Dónde está su Dios? Ya no tiene reyes, ni profetas, ni templos… Su Dios, según creo, es el mismo de vuestras Sagradas Escrituras. Y no vendrás a decirme que ahora os creéis vosotros, los cristianos, los elegidos…

Cipriano tomó algún sorbo de vino. Le vi conforme con entrar en la discusión. Relajado, y con tranquilidad, dijo:

—En efecto, en un principio los judíos fueron favorecidos por Dios; fueron justos en el pasado, y por eso sus antepasados habían guardado su religión. De ahí provino el estado floreciente de su nación y la propagación maravillosa de su linaje. Pero después se hicieron desobedientes y engreídos por las glorias de sus padres, al despreciar los preceptos divinos, perdieron los favores que antes habían recibido. Sus costumbres profanas y las ofensas que infligieron a la religión las atestiguan ellos mismos, que, si las callan con la lengua, las confiesan con sus vicisitudes y su paradero. Andan dispersos y desparramados de acá para allá; prófugos de su tierra y de su clima, tienen que acogerse a la hospitalidad de tierras extrañas.

—O sea que fue la justicia de vuestro Dios lo que los sometió a tal destino. Antes arriba y después abajo. ¿Cómo se puede confiar en un Dios así? —observé.

—No, no —contestó él—. Ellos se buscaron la ruina. Fueron libres para elegir su destino. Los reinos están sujetos a la volubilidad de la suerte. Y así, primero reinaron asirios, medos y persas. Y sabemos que reinaron griegos y egipcios. Así pues, también tocó a los romanos su turno del poder, como a los demás.

—¿Insinúas que nuestro Imperio es solo fruto del azar? —protestó Aspasio—. ¿Y Rómulo y Remo?

—Bueno —sonrió Cipriano—, eso es leyenda. Por otra parte, qué vergüenza si te remontas al origen de nuestra Roma. Su población se fue formando de gavillas de malvados y salteadores, y, sirviendo de asilo, hace crecer su número la impunidad de los crímenes; y para que el mismo rey lleve la preeminencia en el crimen, Rómulo comete parricidio. Además, para contraer matrimonio, dan principio a una concordia contra la discordia. Roban, saquean, engañan para aumentar la población; celebran bodas, rompen las leyes de la hospitalidad y entablan crueles guerras con sus propios suegros…

—¡Eh! —le interrumpí—. ¡Cómo te atreves a hablar así de nuestros orígenes! ¿Y las instituciones, la vieja monarquía, nuestras leyes…?

—Asuntos humanos, nada más —contestó—. Pero de ninguna manera acción y voluntad de ídolos.

—¡Nuestro Imperio se fundó siguiendo los auspicios de los dioses! —exclamó Aspasio exaltado.

—Nada de eso —negó Cipriano—. Entre los romanos, el consulado es el mayor grado de las dignidades, ¿no es así?; y el consulado tuvo sus principios como la monarquía: Bruto mata a sus hijos para recomendar con un crimen el prestigio de la dignidad. Así pues, no progresó la nación romana gracias a los auspicios, ritos religiosos y agüeros, sino que sigue el turno que le toca a plazo fijo, como un reinado humano más. Por el contrario, Régulo observó los auspicios y fue aprisionado. Mancino también guardó los ritos y pasó bajo el yugo. Paulo, que tuvo igualmente el augurio de los pollos que comían normalmente, fue, sin embargo, derrotado en Cannas. Cayo César, a pesar de la oposición de los augurios y auspicios para que no pasase a África sus naves antes del invierno, los despreció y pasó con toda facilidad y obtuvo la victoria.

—No sé adónde quieres ir a parar con todo eso —repliqué.

—Pues a que nuestros emperadores no son dioses —sentenció—. En un principio fueron reyes que, en memoria de su realeza, empezaron a ser venerados entre su pueblo después de su muerte. Más tarde se irguieron templos para su culto; luego estatuas para que sobreviviera en su efigie la imagen de su fisonomía; les inmolaban víctimas y celebraban fiestas en su honor. De este modo aquello que los primeros consideraron como solaz, los posteriores lo convirtieron en cosa sagrada.

Ante tales argumentos, tan bien expuestos y tan contundentes, uno se quedaba desconcertado. Desde luego Tascio Cipriano no era un cualquiera. En su vasta cultura entraba toda la historia de Roma, con un examen juicioso y una visión moderna y serena. Él no era un hombre vehemente y fanático como pensé en un principio. Me di cuenta de que era inútil luchar contra su oratoria fluida y precisa. Aun así, con pasión, le dije:

—Mira, Cipriano, todo eso que has expresado suena muy bien y es coherente y sincero. Pero también tu religión está plagada de cosas absurdas e incomprensibles que de ninguna manera podrán calar en nuestra civilización. ¿Qué es eso de que vuestro Dios tenga que morir en una cruz para alcanzar la salvación de los hombres? ¡Qué necedad! De manera que el Dios de los cristianos quiere el bien de la humanidad, pero calla y soporta impasible el sufrimiento y el dolor.

—Eso, querido Félix —respondió mirándome fijamente—, es algo que yo no puedo explicarte ahora, con pocas palabras; es una sabiduría profunda que viene directamente del corazón de nuestro Dios y que, efectivamente, es una necedad y una locura a los ojos de los hombres. Porque Dios no mira el mundo como nosotros, que nos aferramos a lo que vemos como si fuera lo único existente. La mirada de Dios es más amplia y va más lejos. Y él, como Dios que es, se reserva su misterio.

—¡Pero, Cipriano! —repliqué—. ¿Cómo se puede creer en un Dios tan oculto y tan distante? Yo estuve en Roma, presente en la exaltación de la divinidad del nuevo emperador, en el Panteón. Aquello sí que era grande y majestuoso. Los dioses estaban ahí con todo su poder para dar fuerza y dignidad al nuevo soberano.

—Y ¿cuánto durará eso? —dijo—. ¿Acaso crees que estarán seguros y estables, aun entre las magnificencias de dignidades y poderíos, aquellos que, brillando con el esplendor del palacio regio, están rodeados de una escolta de guardias armados y vigilantes? Esos precisamente tienen más miedo que los demás. Se ven en la necesidad de temer tanto cuanto ellos mismos son temidos.

La discusión no llegaba a ningún acuerdo y se hizo muy tarde. Cipriano se puso en pie y paseó su mirada en derredor. Con un suspiro dijo:

—Bueno, amigos, siento que hayamos disentido. Pero, gracias a Dios, tenemos lengua e inteligencia para poder expresar lo que sentimos. Por mi parte, pensad que os comprendo, y que de ninguna manera siento que esta discusión aleja mi corazón de vosotros. Cada uno tiene su camino y la luz… solo llega cuando Dios quiere.

—¡Bah! —le dije—. Que cada uno se ilumine a su manera.

—Eso mismo —asintió él—. Pero debemos comunicar, expresar lo que sentimos. ¿No sirve para eso la palabra? También Dios quiere expresar su sentir y lo hace como Él quiere.

—¿Cómo? —preguntó Aspasio.

—Pues viniendo Él mismo a manifestar su palabra. Pero… dejémoslo ya.

Fidelia se acercó a mí suavemente y situó su brazo cálido alrededor de mi cintura, al tiempo que apoyaba su mejilla en mi hombro. Salimos todos al exterior. La luna brillaba a lo lejos, dejando su estela de reflejos plateados alargarse en el mar. Llegaban aromas de sal y algas, mezclados con los nocturnos perfumes de las últimas flores otoñales.