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El libro que me entregó Tascio Cipriano era en realidad el compendio de ocho libros, que contenía la respuesta de Orígenes a los ataques filosóficos de Celso en su Discurso de la verdad contra el cristianismo. Deduje que el maestro había escrito aquello tal vez motivado por el efecto que las tesis de Celso habían causado en muchos hombres de aquel tiempo, paganos como yo o próximos, aunque todavía indecisos, hacia la fe cristiana. No comprendí todo lo que se decía en el tratado, por ser demasiado elevado o porque yo no estaba preparado para adentrarme en una apología tan elaborada. Pero recuerdo que, aunque no me resultaba irreductiblemente lógico, sentí que Orígenes estaba ahí, tal y como yo le había conocido, como un hombre fundamentalmente espiritual, como alguien que conocía muy bien la filosofía y la ciencia de nuestro tiempo. El caso es que la huella que había dejado en mi alma el filósofo Celso, con el libro que mi compañero Elintos me prestó en Aelia Capitolina, se borró definitivamente. Lo cual en absoluto supuso que yo me inclinara otra vez hacia los cristianos, puesto que muchas de sus cosas seguían pareciéndome grandes necedades y absurdos que no cabían en mi cabeza.

En cambio, Fidelia se decidió finalmente a pedir el bautismo. Pero antes me lo comunicó buscando mi aprobación.

—Oh, no, Fidelia —le dije—. No des ese paso, por favor.

Suspiró profundamente, me miró a los ojos y afirmó:

—Lo tengo decidido, Félix. Sabía que no te iba a gustar, por eso he querido hablar contigo antes.

—¡Claro que no me gusta! No tengo nada en contra de que acudas a sus reuniones, al contrario, si ello te hace feliz, yo encantado. Cipriano es un hombre cabal, inteligente y de firmes criterios; no es un funesto sacerdote oriental ni un charlatán de esos que andan por ahí ganándose adeptos para que engrosen su fortuna personal con donativos.

—Entonces, ¿dónde está el problema? —preguntó ella.

—En la libertad, en tu libertad. Si te bautizas te significarás definitivamente como cristiana. Adquirirás un compromiso. Lo que compromete es excluyente de por sí, porque impide elegir otra opción. ¿No comprendes? Si te haces, cristiana, todo lo demás lo dejarás fuera.

—¿Y qué es lo demás? —replicó encogiéndose de hombros.

—¡Tantas cosas! Ya sabes cómo pienso. El hombre está siempre en búsqueda. La vida a cada paso te presentará algo nuevo; si ya has escogido, si ya te has decidido por algo, las novedades ¿qué? ¿No ves que todo es cambiante y mutable? Todo eso que para ti dice tanto ahora, mañana puede perder su sentido…

—Oh, no, amor mío —replicó con cariño—. Tú eres el que no entiendes. ¡Oh, Dios, cómo explicártelo! Es algo que tengo aquí dentro —dijo llevándose la mano al pecho—. La fe que he encontrado no excluye nada; por el contrario, da sentido a todo lo que tú llamas «lo demás». Eso no podré explicártelo con palabras. Es… es como si se me hubieran abierto otros ojos que ven más allá:

—Pero ¿no eres feliz con lo que tenemos? ¿No está todo bien así?

—Sí, claro que soy feliz. Eso lo sabes de sobra. Soy más feliz que nunca —aseguró con una voz que le nacía de dentro—. Precisamente por eso ha arraigado en mí el deseo de una vida perdurable. No me satisface ya agarrarme al momento presente como lo único que voy a encontrar en esta vida.

—¿Y crees que los cristianos te van a dar una vida perdurable?

—No ellos, pero sí el único Dios que pueden darme.

—¡Qué tontería! —repliqué.

No se enojó, pero se retiró hacia atrás ladeando un poco la cabeza y penetrándome con unos ojos tristes.

—Félix, ¿tú me amas? —me preguntó.

—Claro, Fidelia —respondí extrañado por esa pregunta—. ¿A qué viene eso ahora?

Me cogió las manos como solía hacer y contestó:

—Porque he visto que la vida no tiene otro sentido ni finalidad que el amor. El amor es el misterio más grande del mundo. Todos los hombres quieren ser amados y saber que su vida tiene significado. Todos creen saber lo que es el amor, porque, de algún modo, han sido amados por sus padres, por sus amantes, por sus amigos o por otros. Y todos los hombres en el fondo buscan amor. Pero la muerte amenaza todo lo que somos, lo que tenemos y lo que amamos.

—¿Y qué? —dije, pues no la entendía.

—Pues que el amor es el misterio central del cristianismo. Su Dios es amor. ¿No se lo has oído decir una y mil veces? Y nada se sustrae a la fuerza del amor de un Dios así; nada, Félix, nada, ni la muerte misma. Por eso siento aquí dentro que Él nos resucitará cuando muramos y nos restituirá cuanto aquí hemos amado, pero en perfección y de manera perdurable.

—Bien —murmuré—. Veo que ya nada puede convencerte.

—No, nada. Y no voy a pedírtelo, pero me harías la persona más feliz de este mundo si quisieras bautizarte conmigo. Esperaría hasta que estuvieras preparado y…

—¡Oh, no! —le dije—. Por favor, dejémoslo estar. Bautízate tú y déjame a mí con mis dudas. Tú creerás por los dos, ¿vale?

—¡De acuerdo! —exclamó arrojándose en mis brazos.

Sentí su pelo suave en mi mejilla y su corazón palpitando contra mi pecho. Fui consciente de que no la abrazaba solo a ella, sino también al hijo que tenía dentro. Yo la amaba mucho, pero Fidelia estaba toda hecha de amor. En ese momento vi que tenía que ser así, que no debía oponerme al fuego que había prendido en ella, y que de alguna manera todo eso que había recibido con los cristianos, fueran o no fantasías, tenía el encanto de un maravilloso sueño, pues convertían aquella vida feliz en la intuición y el presagio de la supervivencia más allá de la oscura muerte. «Que haga lo que ella quiera», pensé. Me decidí definitivamente a no contradecirla y a dejar que su vida espiritual siguiera su curso.

—¿Cuándo será ese bautismo? —le pregunté fingiéndome vencido sobre el respaldo del diván.

Se separó sonriendo con un delicioso gesto de complacencia y volvió a abrazarse a mí.

—¡Te amo tanto! —exclamó en mi oído.

—¿Cuándo será? —insistí.

—En lo que ellos llaman la Pascua —respondió—. Eso es en primavera, en torno al mes de abril.

Ella siguió con su preparación, encantada, y yo continué perdido en mi búsqueda particular. Como el invierno avanzaba, pude seguir leyendo, que era lo que más me llenaba por entonces.

Volví a visitar a Cipriano y le expuse mis opiniones acerca del Contra Celso de Orígenes. Discutimos una vez más. Él tenía mucha paciencia. Fue después de expresarle mis incertidumbres acerca del destino después de la muerte cuando me entregó la Apología de Justino. Ese libro sí fue verdaderamente revelador para mí. Me encontré en él con una extensa explicación que ponía en evidencia todo lo que el hombre intuye desde antiguo sobre su supervivencia más allá de la muerte. Lo leía de corrido, vibrando de emoción al reencontrarme pasajes clásicos extraídos por el autor de otros textos literarios, en los que se mostraba patente la convicción generalizada acerca de la existencia ultraterrena. Por ejemplo, las doctrinas de Empédocles y Pitágoras, Platón y Sócrates. Qué sugestiva me resultó en ese momento la evocación del hoyo aquel de Homero, donde el protagonista llamó a algunas personas muertas, y la bajada de Ulises para averiguar estas cosas.

Había leído la Eneida de Virgilio antes, como es natural, pero ahora descubría en el texto de Justino un nuevo sentido a la llegada del piadoso Eneas a los campos Elíseos, guiado por la Sibila de Cumas, paraje de premio para los buenos: como conseguir arribar a «los lugares apacibles, a los amenos vergeles de bosques gloriosos, a las moradas de los bienaventurados». Releí una y otra vez el párrafo donde dice que «un éter más difuminado cubre aquí los campos y los viste de luz purpúrea y conocen su sol y sus estrellas». Me resultaba estremecedor cómo el poeta mantuano expresaba la existencia de los moradores de tales paraísos, como una naturaleza intermedia entre lo espiritual y lo material. Y cerré los ojos perdido en mi imaginación cuando leí que Eneas encontró allí a su madre e «intentó tres veces rodearla con sus brazos y tres veces la imagen en vano asida se le escapó de las manos, igual que los vientos livianos y muy semejante al volátil sueño».

Justino, hábilmente, me descubría en su libro lleno de intuitiva sabiduría el sentido de las composiciones virgilianas, que para él eran como un maravilloso espejo que reflejaba más realidades misteriosas; el anuncio gozoso de una época dichosa y de gran plenitud: «La serpiente morirá y fenecerán las falaces plantas venenosas. […] Amarillearán poco a poco los campos con blandas espigas, y rojiza uva penderá de cepas silvestres, y, a modo de rocío, destilarán miel las duras encinas. […] Mira cómo todas las cosas se renuevan con el siglo que va a venir».

Leyendo estas cosas y meditándolas, caí en la cuenta de que uno de los aspectos más lúgubres e inquietantes del mundo en que vivíamos, sobre todo el más occidental, el romano por excelencia, era su falta de esperanza. La humanidad parecía inmersa en la angustia y en el miedo por su supervivencia, a causa de las guerras constantes, de las amenazas de persas y bárbaros de las divisiones intestinas del Imperio, del fracaso de las viejas instituciones y de la corrupción. En cambio, para los cristianos el principio «esperanza» era la persona de Jesucristo y su mensaje. Jesucristo era quien daba significado último a la esperanza humana en las dos situaciones límite: la muerte y la historia de los hombres. Frente a la muerte, los cristianos estaban convencidos de que no caminaban hacia la nada, sino hacia una existencia plena de felicidad en Dios. Frente al incierto devenir de la historia, ellos estaban educados para leer en el caos y veían la trama de la vida como algo que lleva a la salvación.

Creo que era a causa de esta originalidad suya por lo que se llamaban a sí mismos tertium genus (tercer género) y así eran también apodados con sentido hostil por los paganos. Y en el fondo es eso lo que querían ser en medio de aquel mundo difícil y oscuro: otra cosa, algo diferente a lo que ya era conocido.

Releí entonces un antiguo texto que Cipriano me entregó y que yo había leído años antes, en una biblioteca de Bostra: la Carta a Diogneto, escrita en tiempos del emperador Adriano por un tal Quadrato y que expresaba mejor que nada la novedad de la existencia que anhelaban representar los cristianos en el mundo:

«Los cristianos no se distinguen de los otros hombres ni por el territorio, ni por la lengua ni por los vestidos. No habitan en ciudades propias, no usan un lenguaje particular, ni llevan una vida especial. Su doctrina no es conquista del genio agitado de los hombres indagadores; ni profesan, como algunos hacen, un sistema filosófico humano. Habitan en ciudades griegas o bárbaras, según lo que a cada uno le toca en suerte, y, adaptándose a los usos del país en el vestido, en la comida y en todo el resto del vivir, dan ejemplo de una forma de propia vida social maravillosa que, según confesión de todos, resulta sorprendente. Habitan en su respectiva patria como gente extranjera; participan en todos los deberes como ciudadanos y soportan todas las cargas como extranjeros. Toda tierra extranjera es patria para ellos, y toda patria es tierra extranjera […]. Por decirlo en una palabra, los cristianos están en el mundo como el alma en el cuerpo».