35

El físico que me atendió en Thugga no puso muy buena cara cuando vio mi herida. «Las leonas llevan en las uñas una ponzoña invisible que pudre la carne abierta», me dijo, mientras me lavaba con vino. Aspasio curó enseguida; pero la dichosa ponzoña debió de pasar toda a mi cuerpo, porque la herida de mi pierna se infectó y se llenó de pus. Después me entró una especie de fuego y las fiebres llegaron hasta la cabeza. Fueron unos días horribles en los que tuve que guardar cama entre abundantes sudores y temblores constantes. Hasta que otro físico, más experimentado, decidió aplicarme una cura muy dolorosa que estoy seguro de que me salvó la vida. Con unas finas varillas incandescentes, él y un ayudante me fueron abrasando las zonas corrompidas. Con los ojos vendados, la confusión de la fiebre y el terrible dolor, creí que había descendido a los suplicios del averno. Cuando terminaron me dieron una pócima y, deshecho, caí en un profundo sueño, como si hubiera muerto.

Toda mi vida pasó por mi mente. Podría decir que lo había soñado; pero aquello era distinto. La niñez y la adolescencia estaban otra vez ahí, como vividas en un instante, con sus temores y angustias. Y la muerte, con toda su realidad; como una distancia infinita que te separa de la existencia, como un vacío imposible de rellenar. Después me vi en un mar de aguas oscuras y tenebrosas, inabarcable. Pero al final percibí una orilla y sentí que llegaba a tierra. Era como regresar repentinamente de un viaje. Una voz que sonaba lejana me llamaba; después se hacía más intensa, más cercana.

—¡Félix! ¡Félix! ¡Félix!…

Abrí los ojos y encontré junto a mí el rostro de Vitunia y a su lado el de Aspasio. Recorrí la habitación con la mirada. No reconocía nada, excepto a ellos. Todo me parecía espeso y me costaba mantenerme despierto. Creo que me hundí de nuevo en el sueño durante un tiempo indeterminado. Al fin desperté del todo. Vitunia seguía ahí, pero su esposo ya no estaba. Sin embargo, un poco alejada, había una mujer joven. Fijé mis ojos en ella. Sonreía. Me era desconocida, aunque familiar. Tenía los cabellos castaños, la tez clara, y los dientes blancos y perfectos. Junto a las comisuras de los labios, distendidos por la sonrisa, unos hoyitos le daban un aire cándido, algo infantil, a pesar de que tendría mi edad.

—Es Fidelia —dijo Vitunia al ver que me mantuve mirándola—. Me ha ayudado a cuidar de ti mientras estabas inconsciente.

—Gracias… Fidelia —balbucí.

Con un gesto de su mano, ella me dio a entender que no era necesario mi agradecimiento. Luego se ruborizó sin dejar de sonreír.

—Bueno —dijo—, que te mejores —y se retiró hacia la puerta. Después se despidió.

—¿Quién es? —le pregunté a Vitunia cuando se hubo marchado.

—Una viuda de Cartago —respondió ella—, amiga mía. La invité a la cacería. Pero al saber que yo tenía que cuidarte, enseguida se prestó a ayudarme. Es encantadora. Ya tendrás ocasión de conocerla mejor.

—¡Ah, la cacería! —recordé en ese momento—. ¿Y los demás? ¿Siguen allí?

—¡Oh, no! La cacería terminó y cada uno regresó a su casa. Has estado enfermo una semana.

—¿Tanto?

—¡Claro! Lo que pasa es que con las fiebres se pierde la noción del tiempo. Has dormido mucho, con pesadillas y temores. ¡Tendrías que haberte escuchado! Hablabas en sueños de guerras con los godos y de una tal Dionisia. ¡Hay, quién será esa Dionisia!

—¡Qué vergüenza! —exclamé, cobijándome bajo las sábanas.

—Anda, no te avergüences —dijo Vitunia con tono maternal—. ¿Es malo recordar a una mujer? ¡Ja, ja, ja…!

Cuando pude levantarme, tuve que sostenerme con un bastón durante algún tiempo. Así que decidí permanecer todavía en la residencia de Aspasio, en Thugga, esperando a reponerme del todo para regresar a Cartago. Vitunia me mimó como a un hijo. Pero más placentero que sus deliciosas comidas fue el reposo en su maravilloso jardín, dedicado a la lectura, y a meditar sobre cosas que antes, con tanto ajetreo, no había tenido tiempo de plantearme.

El sufrimiento purifica, dicen. Al detenerme a causa de mi enfermedad, tuve tiempo para reflexionar. Después de haber estado durante meses en la tensión de los oscuros bosques del Danubio, no se me había ocurrido pensar que podía morir en cualquier momento, a manos de los godos. Pero un absurdo incidente, en un día de diversión, puede acabar con todo sin esperarlo. Esa es la realidad; así de simple. El dolor que había sufrido, la confusión mental de las fiebres y las pesadillas me dejaron en un estado extraño. Al lado de la sensación de haber estado al borde del abismo, empezó a dominarme una cierta indiferencia. ¿Y qué?, pensaba. Al fin y al cabo, ¿qué hay aquí que merezca tanto la pena? Era una abulia nada triste y mucho menos angustiosa; pero teñida de cierta sensación de vaciedad y desgana. Y lo peor de todo era que no tenía a quién contárselo. Aspasio había regresado a Cartago para hacerse cargo del gobierno y, en todo caso, ¿me habría comprendido? No lo creo, puesto que era un hombre vitalista que no se planteaba nada que fuera más allá de sus comilonas, cacería y negocios. Empecé, pues, a sentirme solo, no físicamente, sino en el alma. Es algo muy difícil de explicar.

No sé si Vitunia lo hizo a propósito, pero me causó un gran beneficio al traer a menudo a su amiga viuda a casa. Aunque Fidelia no era nada habladora, su presencia me producía un raro bienestar. Las dos se ponían cada tarde un poco más allá de donde yo leía en el jardín y se dedicaban a tejer o bordar, mientras hablaban divertidas de sus cosas. Me encantaba oírlas reír. De vez en cuando me preguntaban algo y yo contestaba poco elocuente. Me bastaba con saber que estaban ahí y comprobar que eran felices.

Empecé a fijarme en Fidelia. No era nada llamativa; su belleza era serena y casi inapreciable a primera vista. Pero había algo dentro de ella que salía al exterior y que suponía su verdadera hermosura. Me pareció que era luminosa en su alma. Cuando nuestros ojos se encontraban, sostenía la mirada, sin delatar turbación alguna, pero tampoco con desafío. Era sencilla; creo que eso fue lo que empezó a atraerme. Algunas veces nos juntábamos los tres para tomar un refresco o alguna golosina. Entonces hablábamos de cosas intrascendentes; del calor que hacía o de la mejoría de mi herida. Después cada uno regresaba a lo suyo; ellas a su telar y yo a mis libros. Fidelia intentó en alguna ocasión que yo contara algo de mi vida, pero me hice el desentendido; no quería centrar en mí la atención.

Una tarde Vitunia tuvo que ausentarse (nunca sabré si fue a propio intento). Fidelia llegó a la hora de siempre y, como se manejaba en la casa como si fuera la suya, pasó hasta el jardín y la criada trajo el telar para que comenzara su tarea. Después de saludarme, me preguntó por su amiga.

—No sé adónde habrá tenido que ir —respondí—, pero no creo que tarde.

Ella se encogió de hombros y se dispuso a colocar su bastidor en el lugar de siempre, bajo una higuera, a unos diez pasos de mí. Pronto inició la labor canturreando, como si yo no estuviera ahí. Con gusto, la vi manejar los hilos con sus finos y hábiles dedos, pero no distinguía desde allí la composición del bordado. Lleno de curiosidad, me levanté y me acerqué sigiloso para no interrumpirla. Como estaba de espaldas, no se dio cuenta de mi llegada y continuó absorta. Era un bello cuadro, con pájaros y plantas que rodeaban a una cierva que se acercaba a una especie de torrente de agua azul.

—¡Qué bonito! —se me escapó.

—¡Ah! —exclamó sobresaltada—. ¡Qué susto!

—Oh, perdona, no quería asustarte.

—No… no es nada —balbució—. Solo que no me lo esperaba.

—Quería decirte que es muy bonito ese bordado —observé señalándolo—. ¿Qué representa?

—Humm… Me resultaría difícil explicártelo.

—Vamos, inténtalo. No soy tan tonto.

—Oh, no. No quería decir eso. No pienso que seas tonto. Pero el bordado representa algo que me explicaron y que quizá tú no comprendas.

—Aun así, ¿no me lo dirás? Me parece que esa cierva y el torrente significan algo más que una escena campestre.

—Bueno, veo que eres agudo —dijo con una sonrisa entre dulce y maliciosa—. Efectivamente, el bordado guarda un sentido.

—¿Y bien?

—En fin, ya que te empeñas, trataré de explicártelo. Esa cierva representa el alma de una persona. Ese alma está sedienta, ¿comprendes? Y busca por el bosque con qué saciar su sed. Esos pájaros, con sus cantos hermosos, las flores con sus aromas o las frutas con sus múltiples sabores no pueden calmar toda esa ansia… Y, como ves, solo el agua que está detrás de esos matorrales sería capaz de saciarla, pero está oculta a sus ojos… En el fondo representa a todo hombre; la insatisfacción que mora en nosotros, sin saber por qué deseamos, sin vernos calmados, sin conocer la causa de tal deseo ni con qué se ha de calmar…

Me quedé perplejo. Aquellas palabras de Fidelia no podían expresar mejor cómo me sentía yo en ese momento. Vi reflejado con claridad el extraño estado que me había embargado desde que desperté de la fiebre. Ahora lo comprendía: esa sensación de desencanto y desgana brotaba de lo que había sucedido en mi búsqueda. Había ido detrás de algo, sin que yo mismo supiera qué; y mi deseo me había conducido por la guerra y por el amor, en pos del prestigio, de hacerme valer… Pero ¿qué había encontrado? Solo una pregunta: ¿para qué? Y la falta de una respuesta lo dejaba todo inservible, vacío, vano. Mi sed seguía ahí. ¿De dónde nacía esa ansia? ¿Qué podría saciarla?

—Es muy sabio eso que has explicado —le dije a Fidelia—. ¿Dónde has aprendido esa sabiduría? ¿O lo has pensado tú misma?

—Oh, no. Estoy bordando esto porque representa lo que se dice en un cántico muy antiguo que compuso un rey sabio.

—¿Quién era ese rey?

—Un hebreo. Se llamaba David, pero es conocido como el Profeta; porque nadie como él supo expresar lo que es hablar con Dios.

—¿Hablar con Dios? —observé con desdén—. ¡Anda, eso son cosas de judíos! ¡Qué tontería!

Ella me miró durante un momento, con un semblante sereno, y no dijo nada más. Recogió de nuevo el hilo y retomó su tarea. Yo me había quedado ahí, esperando, y con tono dulce repuse:

—¡Eh! ¿Te has enfadado? ¿He dicho algo inoportuno?

—¿Enfadarme? —preguntó—. ¿Por qué? Tú me preguntaste por el bordado y yo respondí. Si lo que te expliqué te parece absurdo, lo dejamos y… en paz.

—No, no, Fidelia; no me pareció absurdo. Al contrario. Pienso que lo que dijiste es muy sabio. Creo… creo que el cántico de ese David expresa muy bien lo que hay dentro del hombre. Al menos yo lo siento así. Me parece haberlo comprendido: el alma del hombre siempre está insatisfecha; aunque sobreabunde en placeres y dichas, siempre hay algo lejano que añora. ¿No se trata de eso?

—Ciertamente. Eso es precisamente lo que expresa este bordado.

—¿Quieres pasear un rato? —le pedí como llevado por un impulso.

—¿Pasear? —se extrañó ella—. ¿Tienes ganas de pasear? Eso significa que ya te sientes repuesto.

—Bueno, me vendrá bien ir hasta el final del jardín.

Dejó la caja de las bobinas y las agujas y se levantó del taburete. Ambos emprendimos un lento paseo, sin decir nada, hasta donde crecía la última fila de árboles. El agua corría alegre por las acequias y las flores brotaban aquí y allá, entre las hortalizas y los arbustos que exhibían sus frutos maduros. Pero al final, la valla de piedras marcaba el límite de lo verde. Más allá el abrasador verano y los rebaños de cabras había terminado con la última brizna de hierba. En el árido suelo solo crecían secas y amarillas plantas, entre las cuadras terrosas y los estercoleros donde escarbaban las aves de corral.

—Me dijo Vitunia que vives en Cartago —comenté por decir algo.

—Sí, soy de allí —respondió distraída, mirando hacia los campos—. Pero vengo a Thugga con frecuencia. Vitunia me invita constantemente a su casa. Es una buena amiga.

—¿Pensabas ir a la cacería? Quiero decir que si dejaste de ir solo por cuidar de mí.

—¿Por qué lo preguntas? —respondió mirándome a los ojos.

—Vitunia me dijo también que te ofreciste para ayudarla a cuidarme cuando supiste que aquella fiera me había herido.

—Humm… Vitunia es demasiado habladora —contestó con un mohín malicioso.

—Bueno, si de verdad te ofreciste, te estoy muy agradecido; pero si fue ella quien te lo pidió, también he de agradecértelo.

Me miró sonriente y estuvo a punto de ruborizarse. Bajando los ojos, respondió:

—Me ofrecí yo.

—¿Puedo saber por qué? No me conocías.

—Sí te conocía.

—¿Eh?

—Claro, tonto. ¿No lo recuerdas? Aquella noche en la fiesta, cuando el procónsul y tú regresasteis de vuestro viaje de inspección.

—¡Ah, naturalmente! ¡Eras la que estaba junto a la columna! ¡Ahora te recuerdo!

Era ella, en efecto, aunque no la había reconocido, pues en la fiesta tenía un tocado diferente. Por eso me había resultado tan familiar al verla la segunda vez, cuando desperté de la fiebre.

—Entonces —dijo tímidamente—, ¿comprendes por qué me ofrecí a cuidarte?

Su gesto tierno y sus ojos dulces me encantaron. De repente cobró mucho más interés para mí; no sabría decir por qué. Me fijé en el dorado reflejo que el sol de la tarde dejaba en sus mejillas y en su frente. Un cálido vientecillo agitaba su cabello castaño. Algo se agitó también en mi interior.