19
Hay veces que pretendemos engañarnos diciéndonos que es amor, cuando lo que de verdad nos sucede es que hemos sido atrapados por un cuerpo. Precisamente eso —he de confesarlo—, era lo que a mí me sucedía con Dionisia. Pero ir en pos de aquella belleza me suponía tener que soportar todas las tonterías y todos los caprichos que se albergaban en su linda cabecita; y, lo peor de todo, también tener que ir detrás de la imaginación calenturienta de su inseparable amiga Salonina.
Por aquel tiempo salíamos mucho por Roma. Creo que después de aquella fiesta, tras la cual les enseñé la vida nocturna de la Urbe, se aficionaron demasiado a las tabernas de ambiente dudoso. Decio se mostró más tolerante con Dionisia y esta no dudó en aprovechar la coyuntura. Fueron días y noches de no parar. Si no hubiera estado tan cegado por ella, creo que no habría aguantado tanto tiempo aquel ritmo. Pero no me extenderé narrando nuestra febril peregrinación, de fiesta en fiesta, por la Roma sensual y ebria de placer de aquellos días en que todo valía con tal de aparentar una felicidad que en el fondo ocultaba una cierta sensación de hastío ante el absurdo de vivir.
No voy a decir que lo pasara mal entonces, pues no me faltaban amigos, diversión y amor. Pero a veces me resultaba tan decepcionante todo lo que veía sobre la Tierra, que mi alma volvía a sus viejas preguntas. Supongo que por eso tenía tantos deseos de ir a la guerra. Aunque parecía que los generales no se iban a decidir nunca a enviarnos al frente.
No interpretéis mi desencanto como la queja de alguien que disfrutó y desdeña lo que sabe que no ha de volver; no se trata de eso. Si quiero expresar fielmente cómo me encontraba, inevitablemente he de recordar que, a pesar de que mi espíritu estaba adormecido, mi conciencia seguía agitada a veces entre mil enigmas. Pero las respuestas que recibía eran múltiples y contradictorias. Y no era yo solo el que se debatía y angustiaba ante los eternos problemas de Dios, de la naturaleza, de la muerte y del destino; en medio de tan prodigiosa confusión, me di cuenta de que muchos otros andaban en búsqueda. Las miradas se elevaban entonces naturalmente hacia el cielo. Pero las contestaciones que se recibían de él eran tan exóticas y, a veces, ridículas que pocas almas quedaban satisfechas.
La magia y la astrología se difundían por doquier. Y Salonina, como muchas damas desocupadas, era una auténtica aficionada a hurgar en los destinos y a dejarse llevar por los sacerdotes astrólogos que estaban entonces de moda. Pero para alguien como yo, que había conocido de cerca a los caldeos de esa Mesopotamia en la cual hacía milenios que se había instaurado el culto de divinidades astrales, las paparruchadas de los aficionados instalados en Roma no me suscitaban ningún fervor. Además, aquella pretendida ciencia exacta, que tenía a muchos encandilados, no dejaba de ser un sincretismo más que se había apropiado de algunos elementos de la sabiduría griega y del esoterismo egipcio; enlazándose con las tradiciones de Hermes Trismegisto y con otros secretos y asociándose a los demás cultos orientales. En el fondo, era más de lo de siempre: los mejores sacerdotes astrólogos lo único que hacían era añadir a sus doctas enseñanzas algunos elementos de moral tomados en préstamo de otras doctrinas, a la vez que satisfacer el supersticioso anhelo de las almas por conocer el porvenir.
Dionisia en cambio se lo creía todo a pies juntillas y constantemente estaba empeñada en llevarme a las insoportables reuniones organizadas por aquellos charlatanes, en cuyas predicaciones no había otro fondo que el fatalismo: puesto que el mundo terrestre parecía absurdo y la desdicha era el patrimonio del hombre contemporáneo, lo que había que hacer era dejar obrar a los destinos y atender a los cursos de los planetas. Hasta que un día me planté y le puse las cosas claras.
—Mira, Dionisia —le dije—, yo tengo veintisiete años, y ya he pasado por todo esto. No me creo nada, lo siento. No estoy dispuesto a escuchar a nadie más. Lo que hay es lo que se ve, sea bueno o malo. No quiero saber nada más. Hace tiempo que me cansé de que me explicaran el porqué del mundo. Ahora solo quiero vivir.
—¡Bueno! —protestó—. ¡Ya salió el que todo lo sabe! ¿Por qué eres tan incrédulo?
—Ya te lo he dicho. Yo tuve tu edad, y en ella me cansé de perseguir explicaciones. Comprendo que tú ahora estés alucinada con todas esas cosas; pero te digo que no encontrarás nada ahí, en la magia y en las peroratas de esos cuentistas.
Como si no hubiéramos mantenido esa conversación, a los pocos días Salonina y ella fueron a esperarme a la salida del cuartel. Herenio y yo terminábamos muy fatigados la jornada, después de una intensa sesión de adiestramiento sobre el caballo, y solo queríamos en aquel momento relajarnos en las termas y cenar después en algún lugar tranquilo. Nos sorprendió encontrarlas allí, pues solíamos reunirnos con ellas al final de la semana, y aún faltaban un par de días. Al vernos, Dionisia saltó de la litera y corrió hacia mí, se colgó de mi cuello y me dijo al oído:
—Félix, tenemos una sorpresa.
—¿Una sorpresa?
—Sí. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! Subid a los caballos y seguidnos.
El lugar de la sorpresa estaba al pie de la scalae cassi, en una casa antigua que se escondía entre un frondoso y mal cuidado jardín cuyo sendero de acceso casi desaparecía en la umbría de cipreses, rosales y asilvestradas enredaderas. Al llegar frente a la fachada, a esa hora de la tarde, en la penumbra que producían los enormes árboles, una cierta sensación lúgubre se acentuaba por el olor a cera quemada y a resinas aromáticas egipcias.
—Pero… ¿se puede saber adónde nos lleváis? —murmuré.
—¡Shsss…! —replicó Salonina—. ¡Por favor, no os impacientéis! Ahora lo veréis.
Nos abrió la puerta un esclavo de tez oscura, ataviado con la librea de estilo alejandrino, y nos hizo pasar a un vestíbulo oscuro, con columnas rojizas y estucos abarrotados de jeroglíficos y escenas propias de las regiones del Nilo. Allí aguardaban también media docena de personas que habían acudido, como nosotros, a lo que quiera que fuera aquello, fiesta, reunión o ceremonia, pues aún no lo sabíamos.
Después de un rato, apareció un extraño personaje que se dirigió inmediatamente a Salonina, para cumplimentarla y saludarla efusivamente, sin que de momento reparara para nada en nosotros. Hasta que ella nos presentó:
—Dionisia y Herenio, hijos del senador Decio, y un amigo nuestro, Félix, del cuerpo selecto de équites.
—¡Ah, maravilloso! —exclamó él esbozando una descomedida sonrisa.
—Este es Macriano —nos dijo Salonina—. Ha tenido la amabilidad de invitarnos a una de sus sesiones teúrgicas. Esta es la sorpresa que os reservábamos.
Macriano era un hombre de color arena, con unos ojos profundos que le miraban a uno fijamente, como si quisieran decir que podían leerle los pensamientos; su nariz era afilada y su rostro largo, terminando en una barba de chivo que aderezaba con algún producto para que se mantuviera tiesa y en punta. Era egipcio de origen, y por aquel tiempo el teúrgo más afamado de Roma, además de un buen matemático, según decían, experto en muchos otros saberes. Pero sus reuniones eran muy restringidas, pues él se cuidaba mucho de no ser confundido con los múltiples «sabios» que pululaban por ahí y que él consideraba embaucadores. Por entonces, algunos maestros como él habían preferido llamarse «teúrgos», por considerar insuficiente las palabras «teosofía» o «filosofía» puesto que, en lugar de conformarse con conocer a los dioses, tenían la ambición de actuar con ellos, por ellos y como ellos; a la vez que se separaban de los practicantes de los oráculos caldeos.
Nos hicieron pasar a una sala con decoración artificiosa y fantasmagórica, en la que reinaba la oscuridad, salvo en los rincones iluminados por la luz vacilante de las velas. Allí Macriano habló desde una especie de púlpito, vestido de blanco, y dejándose bañar por la luz que le enviaba un espejo situado a sus pies en el que se reflejaban unas lámparas, consiguiendo el efecto que él pretendía: resaltar entre las sombras y ser el único centro de atención. He olvidado el contenido de su discurso, pero recuerdo que estaba poblado de símbolos y de evocaciones a los misterios egipcios de la vida de ultratumba, con alusiones a los espíritus de los muertos que se convierten en démones que pueden acudir en nuestra ayuda o, por el contrario, a perjudicarnos. Los presentes le escuchaban con la boca abierta, pero a mí me entró sueño y creo que incluso ronqué, porque Dionisia me clavó un par de veces el codo en el costado.
Después vino el espectáculo. Macriano se retiró a alguna parte cuando empezó a oírse música y unos ruidos insólitos; y emanaron desde algún lugar perfumes, vapores y humos. Luego aparecieron algunas sombras en movimiento y juegos de luces que impresionaron a todo el mundo. Entonces, alguien empujó desde el fondo de la sala una gran imagen de Hécate, con tres rostros y un perro vivo atado a su brazo, que avanzó hacia nosotros sobre una plataforma con ruedas seguida por unas cuantas mujeres vestidas con pieles de lobo, como una jauría aullante. Dionisia, aterrorizada, clavó sus uñas en mi antebrazo y dio un gran grito.
—¡Es la hora de hablar con los muertos! —exclamó Macriano desde detrás de unas cortinas con una voz profunda y cargada de seducción.
Una gruesa mujer desnuda se situó entonces en medio de la estancia y empezó a convulsionar, como si fuera a entrar en trance. Luego se arrojó al suelo y se puso rígida, con los ojos en blanco. Macriano avanzó hacia ella y le hizo una especie de pases mágicos con un cetro; tras lo cual, se volvió hacia nosotros y nos dijo:
—Los espíritus están en ella. Podéis preguntarle lo que queráis saber acerca de la vida presente y futura.
Reinaba un silencio tenso y todos estábamos serios, expectantes. Y el efecto no podría haber resultado más creíble si no hubiera sido por lo que pasó a continuación: el perro se fue hacia la gruesa mujer y le hundió su nariz en la entrepierna, para olerla, a lo que ella dio un respingo y abrió los ojos, sobresaltada, con lo que estropeó todo el ambiente. Aunque, enseguida, volvió a dejarse caer en su «éxtasis». Pero yo no pude evitarlo; me entró una risa ingobernable que inmediatamente se le contagió a Herenio y, por más que quisimos sujetarnos, al final se nos escaparon las carcajadas.
Macriano se volvió hacia nosotros con la indignación dibujada en su rostro, al ver que se echaba a perder el clima místico de su sesión, y como viera que éramos incapaces ya de contenernos, se enfureció y nos gritó:
—¡Estáis enojando a los espíritus! ¿Sabéis acaso a quiénes os enfrentáis con esas burlas?
Pero la cosa ya no tenía arreglo, porque algunos de los presentes también se habían contagiado y aquello ya no había manera de que recobrase la seriedad. Entonces Macriano empezó a gritarnos más furioso aún:
—¡Fuera, necios! ¡Fuera de aquí! ¡Hécate os castigará por esto! ¡Los démones os harán sufrir! ¡Yo os maldigo!
Salimos Herenio y yo de allí, aprisa, sin poder contenernos todavía la risa, y al llegar al jardín exterior nos revolcamos a placer por la hierba, dejando escapar las carcajadas.
Dionisia y Salonina salieron indignadas detrás de nosotros y enfilaron el sendero sin decirnos nada. Las seguimos tratando de disculparnos de alguna manera.
—¡Lo siento! —les grité—. ¡Por favor, Comprendedlo! Esa gorda ahí tirada… y el perro…
—¡Ja, ja, ja…! —seguía riendo Herenio.
Alcancé a Dionisia y la sujeté por un brazo.
—Dionisia, por favor —insistí—. ¡Quién iba a pensar que ese perro…!
Ella me miró con los labios apretados y con ojos fieros; pero, súbitamente, algo se encendió en su mirada y se le dibujó una débil sonrisa que trató de reprimir. Y después tampoco pudo ella aguantarse la risa.