25

Los observadores que enviamos en pos de los godos regresaron pronto para comunicar el estado de la situación: los bárbaros dieron un pequeño rodeo por el este y después emprendieron la ruta del norte, apresuradamente, lo cual significaba que huían de nosotros, buscando cruzar el Danubio y perderse por los derroteros que conocían bien y por donde sabían que nos sería más difícil darles alcance. Marino mandó veloces mensajeros a Carnuntum, para que la Décima Legión les cortara el paso antes de que llegasen al río, y ordenó que levantáramos inmediatamente el improvisado campamento de Scarbantia, en el que apenas habíamos podido descansar un día completo. Cuando uno de los oficiales le preguntó hacia dónde nos dirigíamos, todos nos sorprendimos ante su rotunda respuesta:

—¡A por los godos, naturalmente!

—¿Otra vez hacia el norte? —replicó el jefe de los infantes—. ¿Hacia el Danubio?

—¡Claro! —respondió el tribuno—. ¿Vamos a dejar que se escapen los malditos bárbaros? ¡Nada de eso! Hay que perseguirlos sin tregua.

—Pero… los hombres están agotados —protestó otro de los oficiales—. Desde que salimos de Vindobona, apenas hemos parado…

—¡Y no pararemos hasta acabar con ese Cniva! —sentenció Marino—. Si le dejamos escapar ahora, mañana puede reunir a más godos y volver a intentarlo. No, esto no es un juego de niños. ¡Es una guerra! ¿Habéis olvidado acaso lo que sucedió en los tiempos de Varo? ¿Queréis que aquello se repita con nosotros?

Comprendo que hubiera quien dijera que Marino estaba loco. Desde luego era un hombre impulsivo, de reacciones violentas e inesperadas; pero solo un temperamento así habría podido conseguir los logros militares que se apuntó nuestro ejército en la guerra contra los godos. También había quienes opinaban que la vida del soldado se estaba volviendo blanda, en comparación con lo que se consideraban los tiempos gloriosos, especialmente con la época de Séptimo Severo, cuyas guerras se ponían siempre de ejemplo. Dudo mucho que la diferencia fuera tan grande como querían darnos a entender algunos veteranos. Pero, en todo caso, ¿a quién podía no apetecerle ser contado entre los vencedores de la campaña contra Cniva? Sobre todo en aquellos tiempos de crisis en los que solo se cosechaban fracasos o victorias a medias.

Aparentemente, Marino no parecía estar muy cuerdo y era cierto que le gustaba demasiado emborracharse —yo mismo lo había sufrido—, pero nadie podía negar que jamás se acercaba al vino cuando estaba próximo el combate. Además, se arriesgaba como nadie en la lucha, de lo cual daban fe las cicatrices que recorrían su cuerpo. De manera que la mayoría de los oficiales estuvimos plenamente de acuerdo en adherirnos a su impulsiva resolución de ponernos inmediatamente a seguir a los godos.

Lo sentía por Lucius y por los demás heridos, que tuvieron que incorporarse a la acelerada marcha sin apenas el tiempo mínimo para reponerse.

De nuevo fue un viaje agotador, extenuante casi, por la gran calzada que habíamos recorrido pocos días antes en sentido contrario. Pero nos confortaba saber que los godos lo tenían mucho peor, huyendo por agrestes parajes, zonas pantanosas y tupidos bosques, teniendo que orientarse y sabiendo, seguramente, que la Décima Legión recorría el Danubio de un lado a otro para cerrarles el paso.

Como fue todo tan rápido, apenas hubo tiempo para que se reconociera el fulminante éxito de nuestras unidades de caballería en la batalla de Scarbantia. Pero algo cambió en el ambiente del regimiento: los rudos veteranos de Mursa empezaban a tomarnos en serio. En el ejército esas cosas no se dicen; y no es necesario, uno se da cuenta de que deja de ser considerado un estorbo para pasar a ser una garantía más a la hora de meterse en el peligro de la batalla. Tampoco Marino me felicitó directamente, aunque con medias palabras me dio a entender que le había sorprendido nuestra manera de luchar. Mientras íbamos en la forzada marcha por la calzada que atravesaba los bosques, se puso a mi altura y, después de iniciar la conversación acerca de la batalla, me preguntó como quien no quiere la cosa:

—Y ¿dices que esa manera vuestra de usar la caballería fue idea de Decio?

—Sí, él lo ideó —respondí—. ¿Quién si no? Nadie en Roma se preocupa por el ejército como él.

—¡Qué raro! —comentó—. Conozco bien a Decio, ya lo sabes; siempre me pareció un militar tradicional. Me sorprende que se decidiera por algo tan novedoso.

—Ya sabes que fue gobernador de Dacia —le dije—. Allí se dio cuenta de que era necesario renovar el ejército… Al menos en parte.

—Sí. Es un hombre inteligente, no digo que no. Lástima que atravesemos unos tiempos en los que eso no cuenta.

—Entonces —aproveché para sugerir—, ¿entraremos directamente en combate en la próxima batalla?

—¡Vaya, Félix, no os habéis asustado! —dijo con su particular ironía. Pero añadió—: Eso me gusta. Hacen falta hombres decididos. La próxima vez os tendré en cuenta desde el principio.

Me alegré de que por fin empezara a haber entre Marino y yo un cierto entendimiento, pero estaba seguro de que no llegaría a fiarse plenamente de nosotros hasta que no se lo hubiéramos demostrado unas cuantas veces más.

Anduvimos todo un día sin que viéramos señal de los bárbaros. Por la noche no hubo hogueras, para no delatarnos, y tuvimos que contentarnos con pescado salado y pan duro y enmohecido. Marino, fiel a su costumbre, había enviado batidores para reconocer nuestro frente de avance. De madrugada, volvieron muy agitados, asegurando que a Cniva se le había unido un buen número de jinetes armados, habitantes de la parte superior de Dacia.

—¡Malditos oportunistas! —se enfureció el tribuno—. ¿Veis? ¡Creen que retornamos a Mursa! Ya os dije que no debíamos conformarnos con lo de Scarbantia. ¡Que todo el mundo se disponga a reiniciar la marcha!

Lo que sucedió esa misma mañana vino a darle la razón de tal manera que casi hacía pensar que tenía un sexto sentido para la guerra o que nadie como él se anticipaba a los pensamientos de los bárbaros. Efectivamente, nada más llegar al Danubio, frente a Carnuntum, nos encontramos con que los godos, fortalecidos con ingentes refuerzos, se precipitaban de nuevo contra la Décima Legión en los campos que se extendían delante de las zonas fortificadas.

Desde lejos, era fácil ver cómo se desenvolvía la batalla y apreciar los errores del ejército frente al indiscriminado ataque de los bárbaros. Todo parecía caótico desde el principio, pues, por lo que puedo recordar, una lluvia de flechas enviadas por yácigas y alamanes se abatió sobre ellos y diezmó a las alas y a los infantes. Después vino hacia ellos una muralla de lanzas largas, mientras los traidores jinetes de Dacia que habían venido a sumarse a Cniva los atacaban por los flancos. Viendo que se cernía la derrota sobre la legión, Marino decidió lanzar una carga temeraria, aunque nuestros hombres y caballos necesitaban un respiro después de la cansina marcha.

Le vi venir hacia mí, desde la posición que ocupaba al frente de su división y, cuando estaba a la distancia suficiente para que pudiera oírle, me gritó:

—¡Esta es la vuestra! ¡Abrid una lucha como en Scarbantia!

Me sorprendí al ver que ponía en nuestras manos la mayor responsabilidad del combate, pero, la verdad, de todos nuestros cuerpos solo el nuestro podía hacer algo rápido que no se esperaran los godos. Di las órdenes oportunas y enseguida estábamos entrando a los jinetes bárbaros por uno de sus flancos, que cedió pronto a la presión. Entonces los escuadrones de infantes de Mursa, fieros y veteranos, se introdujeron y pronto el combate se convirtió en una matanza.

La batalla duró el tiempo justo para que los godos se dieran cuenta de que les estaban haciendo pedazos desde la retaguardia y desde el flanco que daba a los bosques. Al otro lado, solo les quedaba el Danubio, hacia donde empezaban a huir ya muchos de sus hombres para iniciar una desordenada retirada por las alamedas. En el campo quedaron millares de yácigas y alamanes sobre todo, porque Cniva, con sus tropas más selectas, volvió a escaparse una vez más por el río, en las grandes barcazas que le seguían en todos sus movimientos.

No es por darme importancia, pero no me ahorraré recordar que algunos de mis hombres y yo llegamos a estar muy cerca del rey de los godos y, si no hubiera sido porque las embarcaciones se movieron con gran rapidez y habilidad, podríamos haberle dado alcance.

Todo sucedió de forma muy rápida, y posiblemente fuimos demasiado arriesgados; pero estábamos ya poseídos por la soberbia de sabernos eficaces. Nuestra columna se movía con gran agilidad —nos habían adiestrado para eso— y envolvíamos a los escuadrones de godos sin dificultad, desconcertándolos, hasta que podíamos echarnos encima de ellos para lancearlos. Después de penetrar hasta el corazón mismo de las fuerzas enemigas en un avance fulgurante, me percaté de que la batalla estaba ganada a nuestro favor: los infantes de Mursa llegaban ya casi a nuestra altura por el flanco que habían deshecho y la Décima Legión se rehacía y aprovechaba impetuosa el desconcierto de los arqueros yácigas y alamanes. Entonces comenzó la estampida, y lo que había sido un bloque de fieros atacantes se deshizo en una desordenada y alocada carrera de bárbaros que buscaban las orillas del río, tal vez para salvarse a nado o en los barcos.

Ese fue el único momento (como ya me sucediera cuando Lucius perdió el ojo) en el que mis hombres se desorganizaron un poco. Animados por la huida de los enemigos, se lanzaron a la persecución, en el gratificante juego de causarles bajas persiguiéndolos y alanceándolos por la espalda, como en una cacería. No podría precisar el número de muertos que quedaban sembrando el terreno, pero, a más de uno por jinete, podían ser miles. Yo mismo me cegué, y guiado por ese impulso cruel de humillar más al vencido, me sumé a la persecución. Era muy fácil: la mayoría de los bárbaros escapaba a pie y en casi ningún caso se volvían para encararse, de manera que fijábamos la punta de la lanza en el centro de su espalda o en la nuca, lo ensartábamos y a por otro. En algunos casos bastaba con derribarlos y pasar por encima de ellos con el caballo; los jinetes de atrás se encargaban del resto.

Cargábamos exultantes, ebrios de satisfacción por ver el perjuicio que les estábamos causando a los temidos godos, envueltos en un ensordecedor alarido mezcla de furor y júbilo. Vi a mi lado el rostro de Antiocus, que me miró con ojos delirantes, como queriendo transmitirme lo que yo también sentía: huyen por nuestra causa; esta victoria nos pertenece. En ese momento, cerca ya de una zona donde se ensanchaba el Danubio y se veía una explanada todavía despejada de árboles, un pelotón de godos a caballo se arremolinaba, nervioso, sin decidirse a emprender la dirección de las alamedas. Serían un centenar, bien pertrechados, con buenos escudos, cascos de hierro y lorigas flamantes de estilo germano, de las que usaban sus jefes y sus nobles. Entonces, sin ninguna duda, me percaté de que se trataba de los hombres de Cniva y supuse que el rey estaría entre ellos. En efecto, cuando estábamos un poco más cerca, distinguí a un fornido hombre de largos cabellos rubios, trenzados, que lucía distintivos reales, diadema de oro y alas de águila sobre el casco.

—¡Es Cniva! —grité a mis hombres—. ¡Es el rey de los godos! ¡A por él!

Pero los guerreros que lo protegían no se intimidaron ante nuestra violenta carga. Eran gépidos; fieros y expertos jinetes hechos a luchar desde el caballo y hábiles como nadie para esquivar las embestidas. Enseguida se cerraron en apretada formación y nos hicieron frente, mientras Cniva se escapaba en veloz galope hacia el río. No hubo manera de sortear la barrera que se nos puso delante, hasta pasado un buen rato; así que, mientras me batía con uno de aquellos bárbaros que blandía su gran hacha sobre una gigantesca yegua, vi cómo el batel se acercaba a toda prisa, a golpes de remo, para recoger al rey fugitivo. Conseguí herir en la ingle a mi contrincante, aprovechando la ventaja que me daba la longitud de mi lanza, pero tardó en desplomarse desde su elevada montura, y en vano galopé hacia la orilla, porque el bote se alejaba ya hacia la barcaza que aguardaba en el centro del río. Entonces advertí que otros de nuestros caballeros habían intentado también darle alcance y junto a ellos me detuve a contemplar cómo se iba veloz, a favor de la corriente, la perdida oportunidad de habernos alzado con la máxima victoria.

Al caer la tarde no había un solo godo vivo en los alrededores. Ni siquiera los temibles gépidos con sus grandes caballos se atrevían a proseguir el combate. La gente de Carnuntum, que había contemplado la batalla desde las murallas, salió enloquecida de alegría a ofrecernos todo tipo de regalos por haberlos librado de los invasores. Los muchachos de la ciudad se esparcieron como fuego por el campo de batalla, una vez que los soldados quitaron a los muertos todo lo que podía servir de botín. Después empezó ese macabro juego de profanar los cadáveres al que eran tan aficionados los semibárbaros habitantes de las provincias germanas.

Las trompas sonaron llamándonos. Sudorosos, cubiertos de polvo y sangre, acudimos a concentrarnos frente al gran campamento que se extendía al pie de los muros. Entonces apareció Marino, abriéndose paso por entre el mar jubiloso de soldados que lo aclamaban fuera de sí como al vencedor indiscutible; como al jefe sin el cual la Décima Legión habría sucumbido sin duda alguna a manos de los bárbaros. Yo estaba próximo a él cuando se acercó hasta el legado, aunque no pude oír lo que hablaron ambos, pues el griterío era ensordecedor. Pero vi perfectamente cómo discutía con él, enardecido, y manoteaba hecho una furia, por lo que supuse que le estaba echando en cara lo que podía haber pasado de no ser por su idea de venir velozmente como refuerzo desde Scarbantia.

Declinaba el sol cuando los soldados se dispersaron, y todos, en un ambiente de fiesta, se dispusieron a celebrar la victoria. Más tarde, cuando el vino y la cerveza habían alegrado hasta el último rincón de la ciudad y los alrededores, y los cánticos de guerra hacían retemblar las copas de los árboles, llegaron noticias de que en el Pretorio había tenido lugar un tumulto. Pero todo el mundo estaba ya demasiado borracho como para que pudiera uno enterarse de lo que había sucedido. Recuerdo que, desde la puerta de una taberna, vi correr a varios oficiales conocidos en dirección a la parte alta de la ciudad y les pregunté:

—¡Eh, muchachos! ¿Qué sucede?

—Nada, nada —me respondieron—. ¡Seguid a lo vuestro!

Poco más tarde se supo que había sido una pelea en la ciudadela, por lo que no le dimos mayor importancia.