36

Aquel tiempo lo recordaré siempre como el de los paseos. El sabio físico de Thugga me aseguró que los humores febriles saldrían de mi cuerpo con largas caminatas y bebiendo abundante agua de una fuente que brotaba en un bosquecillo sagrado, a un par de leguas de la residencia de Aspasio. Me apliqué a aquella medicina sin remolonear. Era un placer seguir esa disciplina al lado de Fidelia, que se prestó voluntaria a acompañarme diariamente. Fueron momentos felices que no olvidaré jamás. Al principio me costaba un poco; pero pronto se afianzaron mis piernas y me sentí ligero como una pluma. Se trataba de hacer que brotara el sudor, siguiendo las instrucciones precisas del físico, para expulsar del cuerpo la ponzoña venenosa de las garras de la fiera, y regenerarse más tarde con el agua fresca y transparente que manaba a borbotones en la umbría de una gruta, entre las rocas de un monte próximo donde se veneraba a un viejo dios de los cartagineses.

Era pleno verano y el camino discurría entre amarillos rastrojos, donde todo estaba ya segado y recogido, y no quedaban sino los duros tallos que solo las cabras podían arrancar del suelo seco, aterronado. A medida que avanzaba la mañana, el horizonte ocre se difuminaba en el ondulante aire que levantaba el calor. Pero las hileras de palmeras sobresalían siempre contra el cielo luminoso y azul. También se veían las lejanas y azuladas montañas hacia las que se dirigían interminables caravanas de camellos, en un fluir lento, parsimonioso, que nacía de las propias entrañas pacientes del África que desconoce la prisa. Y llegas a sumirte en ese ambiente. Sientes que todo permanece, a pesar de las sequías y los vientos ardientes; de las guerras del pasado o los miedos del ahora.

Las gentes saludaban a nuestro paso apresurado, con desdentadas sonrisas, sinceras, de los viejos sentados a la vera del camino; o con largos y simpáticos silbidos de los niños que cuidaban desnudos sus cabras, soleados y tostados por el sol implacable que lo castigaba todo. Y un ir y venir por las veredas llenaba de vida los áridos campos, donde aquí o allí alguna noria sacaba el agua justa para regar insignificantes huertecillos donde crecían orondas y doradas calabazas.

Me encantaba caminar al lado de Fidelia. Ella iba decidida, empeñada, como si su salud dependiera también del cumplimiento de aquella recomendación del físico. Vitunia se había escusado alegando que estaba demasiado gorda para tal menester. Y yo me alegré de que nos dejara solos a ambos; puesto que, como he dicho, nada me gustaba más que salir cada mañana a emprender el camino de la fuente con mi nueva amiga. Supongo que a ella tampoco le desagradaba demasiado —el calor era a veces sofocante—, pero a mí me pareció que lo hacía únicamente por ayudarme. De vez en cuando hablábamos. Me contaba cosas de Cartago, de su amistad con la familia del procónsul y de su infancia feliz junto a sus padres y hermanos. A mi vez le conté lo que quise de mi vida; lo que no, lo guardé para mí.

Al cuarto o quinto día se mostró más sincera. Entonces me habló de su esposo. Me dijo que había muerto de una extraña enfermedad hacía ahora cinco años.

—Pero… no habías dicho nada —murmuré.

—Bueno. Las cosas van surgiendo poco a poco…

Me quedé en silencio, pensativo. No es que aquello me importara demasiado, pero desde luego venía a poner una variante en el asunto.

Esa misma noche le pregunté acerca de ello a Vitunia.

—Fidelia ha sufrido mucho —me respondió—. Y no se lo merece. Es una criatura encantadora. Primero fue lo de su padre y después lo de su marido.

—¿Lo de su padre?

—Sí. ¿No te lo ha contado? Bien, a ella no le gusta hablar de cosas tristes. Yo te contaré lo que sucedió. El padre de Fidelia era el renombrado Capeliano, legado de Numidia, que había tomado partido por Maximino, cuando la Tercera Legión Augusta fue disuelta. El gobernador de Mauritania le dio muerte y ordenó que todos sus bienes fueran expropiados y su familia vendida. Menos mal que un senador ya maduro se compadeció de Fidelia. La compró y enseguida la manumitió para casarse con ella. Luego él murió de un mal extraño.

—Pobre Fidelia —comenté—. Ciertamente, ha sufrido.

—Pero no por ello se ha hecho triste o desencantada —añadió—. Por el contrario, es una persona optimista y llena de fe.

—Sí, ya lo he comprobado. Siempre está dispuesta a ayudar.

—¡Claro! Donde ve que alguien padece de alguna manera se ofrece enseguida. ¡Ah, yo misma le debo tanto! Ya ves, a mí no me falta de nada y, sin embargo, es ella la que me consuela y alienta. Conocerás a pocas mujeres como Fidelia. —Dicho esto, me lanzó una mirada cargada de visibles segundas intenciones y añadió—: ¡Ah, si alguien se diera cuenta de la joya de esposa que puede resultar una mujer así!

Me hice el desentendido y procuré cambiar la conversación. Pero lo que Vitunia no imaginaba era que esa idea se había pegado a mi mente sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Pero todavía tenía yo una especie de pereza para el amor que me impedía plantearme nada serio.

Al día siguiente hizo más calor que de costumbre. Además nos entretuvimos y salimos tarde a nuestro paseo. Sería por eso que el recorrido se hizo más largo y fatigoso. Luego, en el bosquecillo sagrado, agradecimos el agua fresca más que ningún día. Me encantó ver a Fidelia refrescarse los brazos y la nuca en el pequeño estanque que se formaba delante de la gruta. La luz entraba en finos rayos desde el techo que formaban las copas entrelazadas de los árboles y jugaba con su piel arrancando brillantes destellos de las gotas de agua. Ella, ajena al principio, se dio después cuenta de que la miraba y me pareció verla ruborizarse.

—¡Uf! Ha hecho calor hoy —murmuró, mientras iba a sentarse en una de las piedras. Me fijé bien en ella. Había conocido a muchas mujeres más hermosas, pero Fidelia tenía un algo especial que me llenaba. No era esa mera atracción que proviene de un cuerpo bello y, sin embargo, me gustaba mucho mirarla y estar a su lado. Pensé entonces que empezaba a hacerme viejo, porque había oído decir por ahí que el primer síntoma es que el deseo pasa a ser menos importante.

—¿En qué piensas? —me dijo ella—. Hoy estás muy raro. ¿Te pasa algo?

—¿Amabas a tu marido? —le pregunté yo, dejando escapar el primer pensamiento alocado.

Me miró y la vi hundirse en un pozo de recuerdos. Pero sus ojos no perdían esa transparencia que la hacían ser tan especial.

—Sí, claro —respondió—. Fue muy bueno conmigo…

—Ya lo sé —observé—. Vitunia me lo contó todo.

—Bueno, entonces me comprenderás. ¡Cómo no iba a amarle!

—Vamos, Fidelia, era mucho mayor que tú. Sería más bien un padre para ti.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó con un gesto extraño.

—Bueno, si no quieres hablar de ello…

—¡Oh, sí! ¿Qué quieres saber de mí?

—Te lo preguntaré más directamente: ¿estabas enamorada de tu esposo?

Arrancó una ramita de un arbusto y comenzó a juguetear con ella entre los dedos, sin levantar la cabeza. Después de un momento, alzó la mirada y con rotunda sinceridad respondió:

—No.

Me acerqué hasta ella y le puse la mano en un hombro, que estaba húmedo y frío. Acercó la mejilla al dorso de mi mano y después los labios. Sentí ahora el suave y cálido contacto de su piel y detecté un asomo de estremecimiento.

—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Has estado enamorado alguna vez?

—Eso ahora no importa —murmuré atrayéndola hacia mí.

La abracé. Me pareció frágil y, aprecié el aroma de su cabello. Sentí que se refugiaba en mí, como si cesara en ese momento su desvalimiento al encontrar mi alma a la vez que mi cuerpo. Pero cuando intenté besarla se apartó súbitamente y esbozó una sonrisa maliciosa.

—¡Eh! ¿Qué te pasa? —protesté.

—Vamos, se hace tarde —fue su contestación.

Algunos días después pusimos fin a nuestros paseos. Yo me encontraba completamente repuesto y tenía que regresar a Cartago. Agradecí a Vitunia y a Fidelia sus cuidados y partí una mañana de Thugga con una extraña sensación. Me había curado de la fiebre del cuerpo; pero el amor, la fiebre del alma, me ardía por dentro.

Cuando llegué a Cartago, me acerqué inmediatamente al palacio proconsular para saludar a Aspasio. Lo encontré eufórico.

—¡Por fin repuesto! —exclamó al verme, extendiendo los brazos.

—¿Y tu herida? —le pregunté yo.

—Ah, curó enseguida. Lo mío no tiene ninguna importancia. Pero tú me has tenido preocupado. ¡Oh, qué maravilla aquella cacería! ¡Qué valentía la tuya! Jamás olvidaré aquel momento. ¡Con qué arrojo te lanzaste a la fiera!

—Bueno, bueno. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¡No seas tan modesto! ¡No le restes importancia! —me pidió él, sujetándome por el brazo y conduciéndome hacia su despacho—. Ven, te mostraré algo.

A un lado, en el suelo, se encontraba la piel de la leona, curtida ya y extendida. Me pareció inmensa.

—¡La has mandado preparar! —exclamé—. ¡Sensacional!

—Sí. Es tuya, como recuerdo de aquella hazaña memorable. Y todavía hay más —comentó yendo hacia un gran envoltorio de telas que comenzó a retirar—. Mira, lo encargué para ti.

Cuando Aspasio retiró las telas, apareció una amplia tabla pintada, en la que se representaba a un cazador lanceando a una leona. Era uno de esos cuadros llenos de colorido que estaban tan de moda por entonces y que solían decorar los salones de las mejores casas. Advirtió mi gesto de admiración y dijo:

—Te gusta, ¿eh? Yo mismo le expliqué al artista lo que debía pintar. Creo que es una buena obra.

Le agradecí efusivamente el regalo a Aspasio y le vi contento como un niño. Enseguida comenzó a contarme las novedades y las últimas noticias llegadas de Roma. Entonces comprendí la causa completa de su alegría.

—Parece que por fin marchan las cosas en Roma —me explicó mientras llenaba un par de copas de vino—. Decio ha conseguido contener la disolución interior del Estado, restableciendo la disciplina y las antiguas costumbres.

—¡Oh, dioses, menos mal! —exclamé—. ¡Vamos, cuéntame!

—Lo primero que hizo fue restablecer la censura, que como sabes fue olvidada desde los tiempos de Claudio y Domiciano. Decio ha propuesto al Senado que se nombre de nuevo al censor, para hacer que retorne aquella vieja institución que tantos beneficios proporcionó a Roma.

—¡Qué genial idea! —me entusiasmé. Yo sabía bien lo que Decio pretendía con ello: retornar a los añorados tiempos del orden imperial, en los que el censor era el magistrado investido de autoridad para salvaguardar la moral pública y el cumplimiento de las leyes—. ¿En quién ha recaído la elección? —le pregunté.

—Valeriano es el censor.

—¡Ah, el viejo Valeriano! Nadie mejor que él para ese cargo. Decio ha sido muy inteligente.

—Sí. Creo que esta vez los dioses han querido que una mente preclara ocupe la cabeza del Imperio. ¡Brindemos por ello!

Con exaltación, alzamos nuestras copas y bebimos llevados por la felicidad que nos causaban aquellas noticias. Después, Aspasio me guiñó un ojo pícaramente y me insinuó:

—Bueno, y con tales expectativas de estabilidad, ¿no vas a sentar la cabeza?

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Vamos, Félix, no te hagas el tonto. ¿Qué pasa con Fidelia?

—Pero…

—Anda, pillín, que lo sé todo.

—Pero si yo no…

—Vitunia me lo ha contado: los dos juntitos, a todas horas, paseando desde por la mañana… ¡Ella está encandilada! No encontrarás a otra como Fidelia.

—¿Fidelia…? ¡Pero si no se deja poner una mano encima! —se me escapó.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rio él con ganas—. Esto no es Roma. ¡Ya irás aprendiendo, hombre!