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Dicen que las ciudades del Imperio desean parecerse a Roma, y que no hay ciudadano que no sueñe con vivir algún día en la Urbe. Será por ello que a la Capital no dejan de afluir hombres de las diversas razas y pueblos, y que pertenece a todo el mundo menos a ella misma; porque, ya se sabe, lo que es de todos pasa a ser de nadie. Pues bien, debía de ser yo de los pocos que preferían vivir en cualquier sitio menos en Roma. Y eso no significa que no me pareciera una ciudad hermosa; pero demasiada proximidad a la belleza termina por cansar. Por eso —y no puedo ser más sincero al decirlo—, algo dentro de mí se alegraba al dejar allí a Dionisia y a la perfecta ordenación de las piedras que llamaban eternas.
De nuevo la cubierta del barco y una vez más el ancho mar, ahora hacia el sur, eran el tránsito hacia otra tierra y otras gentes, desconocidas para mí, que aguardaban en algún lugar para configurarme una nueva vida. Iba ilusionado, pero sereno y nada impaciente, a mi encuentro con la vieja y renombrada Cartago.
El tiempo fue apacible —demasiado apacible—, por lo que el barco tuvo que surcar el mar en calma a golpes de remo. Generalmente se tardaba menos de una semana en llegar a la costa de África, pero el piloto de la nave se empeñó en rodear Sicilia buscando vientos favorables y al final tuvimos una avería en la cubierta que nos hizo retrasar tres días más. No me importó, pues disfruté de la parada en Lilybea como si hubiera perdido el sentido del tiempo. Me sentaba en la terraza de una vieja taberna al atardecer y contemplaba el cielo con su color rojo pálido sobre un horizonte azul, hasta que aparecían las estrellas y la brisa se hacía fresca. No sé lo que pasó por mi mente, pero aquella serenidad parecía borrar las imágenes de la guerra. Por primera vez desde mi juventud no tenía prisa por llegar a mi destino y era como si desease que el viaje no terminara nunca.
Lo que más sorprende al llegar a Cartago es que el puerto no se ve desde el mar, gracias a un astuto dispositivo que a modo de canal se introduce en la dársena de repente, de manera que el piloto debe conocer bien la entrada. Una vez dentro, se atraviesa un gran lago cuyo centro está ocupado por una isla sobre la que hay un templo y un faro. No creo que haya otro puerto como ese en el mundo. A lo largo de la escollera había postes colocados en haz para fondear las embarcaciones. Un entendido comentó a mi lado que había allí espacio para unas trescientas galeras. Y eso solamente en el puerto militar, porque al sur y separado de este por altos muros se hallaba el puerto comercial, casi tan grande como el anterior, pero con la dársena rectangular y con astilleros donde los barcos eran sacados en seco. Sorprendían también los enormes terraplenes artificiales y los pasillos de fortificaciones que protegían el este por la orilla del mar.
La ciudad baja comienza en la misma zona portuaria, como un apretadísimo barrio de edificaciones menudas que se extienden desde el pie de las construcciones militares apiladas unas sobre otras durante siglos. Es un conjunto que mira hacia los mares como esperando la guerra. Aunque en los nuevos tiempos tanta precaución resulta innecesaria, por lo que da la impresión de que la ruina se cierne sobre torres y almenas que ahora solo albergan a gritonas aves de la costa. Pero el faro y el templo dedicado a Neptuno siguen siendo majestuosos, irguiéndose como gigantes sobre la infinidad de casitas bajas de pescadores que se desparraman por todo el litoral, de manera que no puede saberse dónde empieza de verdad la legendaria Cartago de los tiempos púnicos.
Nada más descender del barco, me rodeó una avalancha de oportunistas para ofrecerme todo tipo de servicios: transporte, posada, comida, vestuario, prostitutas o todo a la vez. Llevaba asignados desde Roma dos ayudantes que se ocuparon de mi caballo y mi equipaje, pero, aun así, me decidí a valerme de un hombre casi anciano que me pareció serio y que tiraba de un borrico. Cuando le pedí que me condujera al palacio del procónsul, puso cara de haber llegado su ocasión del día y, después de cargar mis cosas en su bestia, me abrió paso con decisión por entre los mozalbetes que arreciaban con sus ofertas. El latín de aquella gente era el más incomprensible que había oído hasta entonces.
El procónsul vivía en el centro de la ciudad; algo inaudito en unos tiempos en que los magnates buscaban la comodidad e intimidad de apartadas y lujosas villas de las afueras. Pero todo en Cartago hacía recordar siempre a otras épocas gloriosas. Había quienes decían que era como la Roma de hacía cien años o, los más exagerados, como la Atenas de hacía quinientos. En todo caso, era sin duda la segunda ciudad del Imperio, seguida por Alejandría y Antioquía, a las que superaba ampliamente en riquezas y número de habitantes. Desde los emperadores Flavios y Severos, el África proconsular había alcanzado el máximo de su esplendor cuando varias de sus regiones se dedicaron a enviar trigo y aceite a Roma, favoreciendo el nacimiento de numerosas ciudades, puertos y mercados. La misma Cartago era el mayor centro de aprovisionamiento de víveres y la influencia de sus formas de decoración y sus mosaicos alcanzaba desde hacía tiempo a otras importantes ciudades.
El anciano guía señaló con el dedo la ciudadela, sin dejar de sonreír y, en su acento difícil de entender, explicó:
—¡Birsa! ¡Allí está Birsa!
Entonces lo comprendí. Se trataba de la legendaria colina que Escipión había conquistado con sus hombres en la tercera guerra púnica, en la victoria romana que terminó con la total destrucción de la ciudad, cuyas vicisitudes eran narradas en la historia del griego Apiano y que yo había estudiado en mi adolescencia.
Ascendimos lentamente hacia el norte del puerto, por las calles empedradas, estrechas y malolientes. Franqueamos la puerta interna que daba sobre la meseta de la ciudadela, rodeada de elevadas casas de hasta seis pisos, y llegamos donde se erguía el palacio. Lucía un intenso sol oblicuo de media tarde que iluminaba los anchos escalones y las columnas pintadas de rojo del pórtico de entrada. Allí se paseaban los centinelas, que acudieron enseguida. Cuando me presenté, se llevaron mi caballo y me condujeron a través de un gran patio donde crecían poderosos árboles, pinos y cipreses, alrededor de un estanque profundo con verdosa agua donde nadaban peces de color anaranjado. Yo creía haber visto aposentos suntuosos; pero eran pobres comparados con los del interior de ese palacio. Las cosas estaban muy cuidadas, las pinturas de las paredes retocadas y frescas y los mosaicos con un color como yo no recordaba de ningún otro sitio. Había columnas de cedro talladas y frisos con escenas de gran movimiento y expresividad. El guardia me puso en manos de un elegante criado que me llevó por un peristilo, sobre un piso con losas y teselas intercaladas formando olas, y por fin llegamos a un pasadizo que terminaba en una gran puerta, con incrustaciones de clavos de bronce. El esclavo dio un golpecito con el pie; otro sirviente la abrió y me hizo entrar y esperar en un recibidor que estaba separado por una cortina de lo que parecía ser un gran salón, donde se oían voces que arrancaban ecos en los majestuosos y elevados techos.
A poco, apareció un tercer criado que descorrió la cortina y despidió a un grueso hombre lujosamente vestido.
Después se dirigió a mí y me dijo con perfecto acento romano y cuidada entonación:
—Bienvenido a la casa del procónsul, señor caballero. ¿A quién debo anunciar a mi amo?
—Turno Quintilio Félix, el prefecto del emperador para la Tercera Legión.
—¡Ah, por fin! —oí exclamar desde el fondo.
Miré y vi el gran salón, cuyo techo sostenían columnas de madera oscura finamente tallada; la luz llegaba desde altas ventanas situadas bajo los aleros; las paredes estaban estucadas y decoradas con luminosas pinturas y, una vez más, destacaba el impresionante mosaico que se extendía en una sola composición hasta el extremo. Un hombre alto de unos cincuenta años de edad venía hacia mí; era robusto, de cabellos oscuros, encanecidos, y su barba ocultaba el mentón, aunque tenía la piel afeitada alrededor de la boca. Enseguida supuse que se trataba del procónsul, y él lo confirmó presentándose como tal.
—Me llamo Aspasio Paterno —explicó—. Hasta ahora he sido yo el legado de la Tercera Legión; bueno, quiero decir, hasta que Decio fue proclamado emperador. Como comprenderás, el anterior procónsul fue depuesto de su cargo por una orden que llegó pronto desde Roma. En fin, ya te lo explicaré todo más detenidamente… El caso es que en Roma decidieron que yo me hiciera cargo del gobierno proconsular. Y, ya ves, estoy recién llegado al palacio. ¡Hay tanto por hacer!
Me pareció un hombre nervioso, algo abrumado por el cargo que le acababa de caer encima. Aún no sabía desenvolverse bien en aquel suntuoso edificio, entre funcionarios provinciales y magistrados. Al fin y al cabo, era un militar de carrera, llegado de repente a un puesto civil de primer orden, y todavía había dado pocos pasos propios en su nueva situación.
—Bueno —contesté con tono solidario—, yo vengo casi directamente de la guerra del Danubio. A mí también me ha cambiado la vida el nuevo emperador.
—¡Anda, eres hispano como yo! —exclamó al oír mi acento.
—¿Eh? ¿Hispano? ¿De dónde? —le pregunté a mi vez.
—De la Bética; de Itálica, para más señas.
—Pero… no se te nota.
—¡Ah, amigo! ¡Cómo se me va a notar! Salí de Hispania con tan solo diecinueve años alistado en los équites de Mauritania. He servido en los destacamentos de Numidia entre asiáticos, bretones, corsos, dálmatas, españoles, galos, sardos, tracios… Llevo treinta años en África. ¡Cómo se me va a notar, si ya casi no recuerdo cómo era mi tierra!
—Yo soy de Lusitania —observé—, de Emérita Augusta.
—¡Ah, renombrada ciudad! —Y dicho esto me miró de arriba abajo—. ¿No eres demasiado joven para un cargo tan elevado? ¿Cuántos años tienes?
—Veintiocho —contesté, aunque aún no los había cumplido.
—¡Humm…! Hubiera jurado que no pasabas de los veintitrés. ¡Claro, estás tan delgadito! —dijo sujetándose un amplio anillo de grasa que le rodeaba la cintura—. Aquí engordarás. ¡No sabes cómo se come en Cartago! Bueno, ya lo averiguarás. ¡Ja, ja, ja…!
Aspasio Paterno era un hombre locuaz y divertido que derrochaba expansiva vivacidad. No paraba de hablar intercalando chistes y frases ocurrentes constantemente. Me alegré de verdad al presentir que mi primer conocido en Cartago me iba a facilitar la vida. Al ser mi predecesor en el cargo de prefecto podía instruirme mejor que nadie en mis nuevas obligaciones y, lejos de ser alguien distante y encumbrado en su posición, no podría encontrar a nadie mejor para introducirme en la sociedad de la provincia.
Esa misma noche me invitó a cenar a su casa. Después de tomar un buen baño y presentarme en el Pretorio, me dirigí de nuevo al palacio, aunque estaba cansado por el viaje; pero no quise desairar al procónsul.
La cena se sirvió en una de las terrazas, con inigualables vistas sobre la ciudad: las monumentales termas de Antonio allá abajo, casi en la misma orilla del mar, y el constante tránsito de embarcaciones hacia el gran puerto y los pequeños muelles de pescadores diseminados por la costa. También podía verse el teatro, el Foro, la basílica judicial y los colosales templos de Júpiter Anmon y Juno Caelestis, pero destacaba sobre todo el de Esculapio, que dominaba por encima del resto de los edificios. El sol, teñido de púrpura, se hundía en las lustrosas aguas del horizonte.
Me alegré de que Aspasio no hubiera invitado a nadie más aparte de mí, pues no tenía ganas de presentaciones ni de comprometidas situaciones de sociedad y mi mente estaba aún espesa por los días de navegación a los que no estaba acostumbrado. Además, así tuve ocasión de acortar las distancias con mi anfitrión en un ambiente más íntimo y relajado. Me di cuenta de que él también deseaba que nos conociéramos bien desde el principio, por lo que se comportó conmigo de la forma más natural, familiarmente, como si ya hiciera tiempo que nos tratábamos. Primeramente hablamos de comida y de vinos, su tema favorito, expresando cada uno nuestros gustos y los conocimientos que teníamos en esta materia.
—Vaya, vaya —comentó paternalmente—, veo que has conocido mundo a pesar de tu juventud.
—Salí de mi casa con pocos años —observé.
—Yo también. Y me alegro de ello. Nada como destetarse pronto para conocer bien todas las caras de la vida. Hoy día los jóvenes son unos mimados. No saben desenvolverse fuera de casa. Quizá los padres tenemos la culpa.
—¿Tienes hijos? —le pregunté, reparando en que había dicho «tenemos».
—Oh, sí; dos hijos varones en el ejército y una hija casada en Thugga. Precisamente, mi mujer se encuentra allí ahora, en la villa que poseo en dicha ciudad. Por cierto, tú eres soltero, ¿no?
—Sí. Hasta ahora he andado de acá para allá y no ha habido ocasión.
—Claro, claro. Tienes tiempo; no hay por qué tener prisa para eso. Si un padre de familia quiere ejercer su paternidad como manda la ley, debe renunciar a otras cosas. Aquí te sentirás bien, ya lo verás. Cartago es un buen lugar para echar raíces. Y en lo que a mujeres se refiere no podemos quejarnos; dicen que las cartaginesas son las mujeres más hermosas del Imperio.
—¿Tu esposa es de aquí? —pregunté inocentemente.
—¡Oh, no! Es siciliana, de Mesina. Cuando estuve destinado en Sicilia, alguien me dijo que las sicilianas eran las hembras más hermosas del Imperio. ¡Ja, ja, ja…! Ya sabes, no hay provincia del Mare Nostrum que no presuma de sus mujeres o su vino.
—Bueno —observé—, este vino no está nada mal, pero aún no conozco las mujeres de Cartago.
—Todo a su tiempo, Félix. Primero has de conocer el África proconsular. Es posible que tu destino aquí vaya para largo y no te sentirás verdaderamente a gusto mientras no asimiles la forma de ser de la provincia. Cartago es compleja, diferente al resto del Imperio. Para ser feliz aquí, es necesario olvidarse de la prisa; todo es lento en Cartago.
Aspasio tenía razón. Llevaba allí apenas unas horas y ya había percibido que la vida africana era distinta; densa y vaporosa, como su aire impregnado de olores a cueros y especias, o como el vuelo de sus aves que se dirigían lenta y pesadamente hacia el sur.