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Pasado el tiempo, he oído decir a algunos que fue el propio Decio quien con habilidad y de forma solapada buscó desde el principio encumbrarse para alcanzar la púrpura. Pero yo que estuve allí puedo aseguraros que de ninguna manera fue así; sino que, por el contrario, él trató siempre el tema con desprecio, como si se tratara de un tumulto precipitado e irreflexivo. Estoy seguro de que habría sido incapaz de hacer una comedia en esto, ni de ninguna otra cosa. Era un romano rígido y de antiguo temple, fiel a las tradiciones y al emperador. Lo que sucedía es que nadie como él conocía desde dentro el ejército, y por eso se dio cuenta de que una guerra civil podría resultar fatal en aquellos momentos, ya que las fuerzas estaban muy divididas y la sangría habría sido terrible. También se ha dicho que Decio fue obligado por la fuerza a aceptar la dignidad imperial, bajo amenazas de muerte, después de que se negara categóricamente a traicionar a su soberano; lo cual tampoco es cierto. Es más acertado decir que, en realidad, se vio en una dificilísima tesitura, con medio ejército en estado de rebeldía y el otro medio dispuesto a rebelarse si él no aceptaba la púrpura. En esta situación, la conducta de Decio resultó inevitable. Intentó calmar a todo el mundo, aceptando en principio ponerse al frente de unos y otros, tal vez con la intención de ganar tiempo, esperando instrucciones de Roma. Pero lo que sucedió después le forzó definitivamente a asumir lo que pareció ser el único designio de los dioses.

El legado de Filipo se presentó en Roma, escandalizando y excediéndose en sus apreciaciones, sacando el asunto de madre, hasta el punto que todo el mundo allí pensó inmediatamente que Decio se había unido a los rebeldes para ser proclamado emperador. Pero yo soy testigo de que envió mensajes a Filipo asegurando su inocencia y lealtad y afirmando que en cuanto llegara a Roma renunciaría a los títulos que se había visto obligado a aceptar. Pero nadie ya quiso creerle, y mucho menos los árabes.

A finales del verano, se supo que Filipo venía a nuestro encuentro, en pie de guerra, con todas las fuerzas que había podido reunir. La guerra civil que Decio había intentado eludir por todos los medios se hacía ahora inevitable. Aún así, todavía intentó una y otra vez parlamentar, enviando como mensajeros a oficiales de su confianza, pero Filipo, encolerizado y fuera de sí, los mandó ahorcar. Entonces fue cuando Decio se unió definitivamente al ejército rebelde y, con nuevos refuerzos llegados de Panonia y Mesia, ordenó emprender la marcha para hacerle frente sin más contemplaciones.

La batalla se dio junto a Verona, un triste y nublado día de principios de otoño. Nuestro ejército se detuvo en un llano cuyos campos habían sido recientemente hendidos por los arados para preparar las nuevas siembras. De madrugada llovió y un denso olor a tierra húmeda impregnó el aire cálido aún por el pasado estío. Más tarde surcaron el cielo bandadas de aves que volaban hacia el sur y los auspicis interpretaron aquel signo como un augurio favorable a Decio, así como un viento ululante que sopló esa misma tarde desde el septentrión. Por la noche, se hicieron sacrificios a los dioses. Me impresionó un magno taurobolio que se ofreció bajo la luz de una luna llena que se asomó, ora sí, ora no, entre las nubes que corrían veloces empujadas por los vientos. Un centenar de toros fueron degollados al tiempo que un ejército de sacerdotes entonaban un trepidante canto a Júpiter. Decio prohibió expresamente que se hicieran otros ritos que no fueran los de la religión oficial y especialmente las imágenes, ceremonias y amuletos dedicados a dioses orientales. Supongo que la inmensa llama que se alzó en el cielo consumiendo a las víctimas debió de verse desde una gran distancia. Yo, como otros muchos soldados, me aproximé al lugar del sacrificio, y me estremecí cuando el fuego lamió con reflejos rojos la égida de bronce de mi escudo.

Poco antes de que amaneciera, las trompetas anunciaron que el enemigo se acercaba y las fanfarrias prorrumpieron en un ensordecedor estruendo para caldear los ánimos y hacer vibrar la ferocidad guerrera de los espíritus de nuestros hombres. Decio sabía hacer bien las cosas: era la guerra al viejo estilo; como en los tiempos de Trajano, al que tanto admiraba. Enseguida se dieron las órdenes y nuestras tropas se alinearon a la manera tradicional, con la legión danubiana y las cohortes, llegadas desde el Rin, en el centro. Lo que en definitiva venía a constituir lo más numeroso y preparado del ejército desde la época de los Antoninos; aunque, desgraciadamente, hubiera sufrido también con los reclutamientos regionales, pues, en su parte este, en Mesia, había recibido en sus filas a helenos y asiáticos, de débil resistencia. Destacaban sobre todo las unidades de caballería que llevaban nombres antiguos (alae) o nuevos (cunei, equites, vexillationes) como la nuestra. Y a los lados se situaron, como siempre, los auxilia: cohortes de infantería de quinientos hombres aproximadamente y más unidades de caballería. Y como una masa sin orden, envolviéndolo todo, las decenas de miles de federados bárbaros, mercenarios germanos que Marino había reclutado.

Cuando apareció a lo lejos el ejército que traía Filipo, nos dimos cuenta enseguida de que aquello era pan comido. Estaban, eso sí, los feroces pretorianos y los legionarios que protegían Roma, pero lo demás era fruto de un improvisado reclutamiento, a base de ilusorias promesas, y abundaban los provincianos reunidos aprisa, con armas hechas en casa y con pobres armaduras de cuero; en fin, una inmensidad de hombres poco preparados que tenían que enfrentarse a lo más experto del ejército romano.

La batalla duró poco, y nuestra caballería ni siquiera llegó a entrar en combate; lo cual agradecí, pues no me resultaba nada agradable verme frente a adversarios que enarbolaban los estandartes y los símbolos del Imperio. Desde lejos, en las inmensidades de aquella llanura veronesa, vi los movimientos de los diversos destacamentos y las evoluciones de la refriega, con fluctuaciones en ambos ejércitos que se agitaban como un mar de hombres y animales, hasta que pronto se vio quién llevaba las de perder.

A gran distancia, hacía tiempo que habíamos distinguido perfectamente dónde se encontraba Filipo, rodeado por sus incondicionales seguidores árabes y custodiado por una ingente cantidad de pretorianos. Cuando sus fuerzas empezaron a replegarse, empujadas por nuestra legión, se los vio ir a toda prisa en dirección a Verona. Poco después se produjo la estampida: muchos de aquellos hombres corrieron despavoridos para ponerse a salvo dejando al descubierto a los legionarios romanos. Estos últimos no tardaron en rendirse. La batalla estaba ganada a nuestro favor.

Vi a Herenio venir hacia mí desde el altozano donde Decio había estado dirigiendo a las tropas.

—Mi padre dice que le acompañemos —me dijo al llegar a mi altura.

Galopamos en dirección a Verona y por el camino intuí que Decio pretendía a toda costa encontrarse cuanto antes con Filipo; buscando tal vez una confrontación personal con él para darle las explicaciones oportunas, o porque verdaderamente temía por la vida del emperador. Así era de leal. Cuando llegamos a la ciudad, nos encontramos las puertas cerradas y las murallas bien guarnecidas con arqueros y pretorianos pertrechados.

—¡Mandad a por los arietes! —se oyó gritar a uno de nuestros generales.

—¡No! —replicó Decio—. No forzaremos las defensas. Aguardaremos a que entren en razón.

—¿Vas a darle otra oportunidad? —protestó Valeriano—. ¡Vamos, desencajemos esas puertas y terminemos de una vez con esto!

—¡He dicho que no! —le contestó Decio—. Mientras Filipo esté ahí dentro, la ciudad será respetada.

Él no quería de ninguna manera cargar con la responsabilidad de una acción violenta contra el emperador. Todavía no había aceptado definitivamente la púrpura y supongo que quería hacer bien las cosas. Aunque es imposible saber lo que pretendía salvando la vida de Filipo. Decio era muy reservado en sus intenciones.

Se puso sitio a Verona y se levantó un gran campamento en los alrededores, con la finalidad de detener la marcha hacia Roma, mientras Filipo no se decidiera a parlamentar. En los días siguientes se rindieron con todos sus seguidores y muchos de los que habían huido se presentaron a cumplimentar a Decio y a reconocerlo como único soberano. Todos fueron perdonados y restablecidos en sus puestos. Nada ya podía oponerse a que él fuera el único emperador, salvo el grupo de los árabes y el regimiento de pretorianos que permanecían acuartelados en Verona. Una mañana, cuando muchos de nuestros generales estaban ya a punto de perder la paciencia porque Decio no se decidía a ordenar el asalto, apareció una bandera blanca sobre la muralla.

—¡Por fin se deciden a parlamentar! —exclamó el senador con satisfacción, cuando vino a anunciárselo un centinela.

Fuimos hacia las puertas de la ciudad, confiando en que estaba cerca la resolución definitiva del problema. A cierta distancia, comprobamos con sorpresa que los pretorianos nos saludaban con grandes gestos desde la muralla. Pero no se veía al prefecto, que era un conocido árabe de la confianza de Filipo, ni a ninguno de los altos cargos que solían acompañar al emperador. Un suboficial y algunos heraldos honorarios eran los que parecían llevar la voz cantante.

—Es Mario Priscilio —le explicó Valeriano a Decio señalando a la torre—. Es uno de los jefes de la guardia del Palatino.

—¿Qué sucede? ¿Qué queréis? —le gritó Decio a los pretorianos que estaban en la torre—. ¿Dónde está Filipo?

—¡Queremos parlamentar! —respondió el tal Mario Priscilio.

—¡Solo hablaré con Filipo! —contestó Decio—. ¡Qué se asome él en persona y podremos entonces parlamentar!

Se vio cómo los oficiales pretorianos hablaban entre ellos, sin que pudiera oírse lo que decían. Después se retiraron al interior.

—Seguramente van en busca de Filipo —comentó Valeriano.

—No sé… —repuso Decio—. El Árabe es demasiado orgulloso como para comparecer personalmente.

Tardaron un rato, mientras se creaba una gran expectación al pie de la muralla, con la gran cantidad de oficiales, équites, jefes auxiliares y mercenarios que se iban concentrando allí llevados por su curiosidad, para ver cómo se resolvía finalmente el asunto.

Los oficiales pretorianos asomaron de nuevo entre las almenas de la torre. Mario Priscilio otra vez tomó la palabra y gritó:

—¡Enseguida tendréis abajo a Filipo!

—¿Eh? —le dijo extrañado Valeriano a Decio—. ¿Se va a entregar?

Decio estaba firme, hierático, con gesto serio y su heladora mirada fija en la torre.

De repente, un grupo de aquellos enormes pretorianos comenzaron a levantar algo por encima de las almenas. Era el cuerpo de un hombre. Con un impulso lo lanzaron desde la torre. En el trayecto desde la gran altura, se vio hondear la capa púrpura y brillar la coraza dorada mientras caía. Se oyó un estrepitoso impacto y la exclamación de asombro de cuantos lo contemplaron.

—¡Ahí tenéis a Filipo! —gritó desde la torre el jefe de los pretorianos. En efecto, quien yacía estrellado contra las piedras era el mismísimo emperador. Después fueron cayendo, uno a uno, los demás miembros del grupo de árabes: el prefecto del Pretorio, generales, cónsules, senadores y demás altos cargos que habían acompañado a Filipo.

—¡Por Júpiter, yo no pedía esto! —exclamó con rabia Decio.

Pero cuantos estaban concentrados a los pies de la fortaleza acogieron la acción de los pretorianos con júbilo, jaleándolos desde abajo y vitoreando a quien desde ese momento era el único emperador.

—¡Viva Decio! ¡Decio emperador! ¡Viva Roma! ¡Decio augusto!

En ese instante vino a mi memoria como un relámpago, el momento en que Filipo el Árabe, en Edesa, zarandeó a su antecesor, el joven emperador Gordiano, y lo lanzó desde la tarima del trono a las manos de los feroces mercenarios bárbaros que lo hicieron pedazos con el fin de proclamarse él en su lugar. Era inevitable pensar: «Quien a hierro mata, a hierro muere».