cautivo de los griegos
Para el Asesino, en la sala de estar, resultó un incómodo consuelo encontrarse a los demás, a los que solíamos referirnos como la panda de mascotas taradas de Tommy. Y luego estaban los nombrecitos, claro. Algunos sublimes, diría, aunque otros, la verdad, ridículos. Primero vio el pez de colores.
Siguió una mirada de soslayo procedente de cerca de la ventana, donde había una pecera sobre un soporte y un pez que embestía y retrocedía, arremetiendo contra el cristal.
Las escamas parecían plumas.
La cola, un rastrillo dorado.
AGAMENÓN.
Una etiqueta medio arrancada y pegada en la parte inferior lo anunciaba en apretadas letras de trazo infantil escritas con rotulador verde. El Asesino conocía el nombre.
Al lado, en el gastado sofá, entre el mando a distancia y un calcetín sucio, dormía una enorme bestia gris, un gato atigrado de gigantescas garras negras y una cola con forma de signo de exclamación, que respondía al nombre de Héctor.
En muchos aspectos, Héctor era el animal más odiado de la casa. Ese día, a pesar del calor que hacía, estaba ovillado como una ce pachona y peluda, salvo la cola, que llevaba clavada como un arma de angora. Cuando cambiaba de postura, el pelo salía volando en desbandada, pero él continuaba durmiendo, íntegro, y ronroneando. Solo había que acercarse a él para que encendiese el motor. Aunque se tratase de un asesino. Héctor nunca había tenido muchas manías.
Por último, aunque no por ello menos importante, en la estantería había una jaula, un armatoste alargado.
Dentro había un palomo que esperaba con suma gravedad pero contento.
La puerta estaba abierta de par en par.
Algunas veces, cuando se erguía y caminaba, movía la cabeza morada arriba y abajo con gran economía, marcando un ritmo perfecto. Aquella era toda su actividad, un día tras otro, mientras esperaba para encaramarse al hombro de Tommy.
Por entonces lo llamábamos Telly.
O Te.
Pero nunca, en ninguna ocasión, por su exasperante nombre completo:
Telémaco.
Dios, cómo odiábamos a Tommy por esos nombres.
Solo se lo permitíamos por un motivo: porque todos lo entendíamos.
El mocoso sabía lo que hacía.
El Asesino, que se había adentrado unos pasos, echó un vistazo.
Eso parecía ser todo:
Un gato, un pájaro, un pez de colores, un asesino.
Y, por supuesto, el mulo de la cocina.
Una cuadrilla bastante inofensiva.
En esa extraña luz, en el calor sofocante y entre los demás artículos de la sala de estar —un portátil viejo y vejado, el sofá de cojines manchados de café, los libros de texto amontonados en la moqueta— el Asesino notó que lo acechaba, a su espalda. Solo le faltó decir «¡Bu!».
El piano.
El piano.
Joder, pensó, el piano.
Vertical y de madera de nogal, estaba en el rincón, con la boca cerrada y un mar de polvo encima:
Insondable y sereno, tremendamente triste.
Un piano, nada más.
Tal vez te parezca inocuo, pero no te dejes engañar, porque al Asesino le empezó a temblar el pie izquierdo. Fue tal la pena que estalló en su pecho que podría haber salido despedido hacia atrás por la puerta de la calle.
Qué momento para oír las primeras pisadas en el porche.
Y entonces la llave, la puerta, Rory, y ni un solo segundo para recomponerse. Cualquier discurso que el Asesino hubiese preparado había abandonado su garganta, en la que también echaba en falta el aire. Solo quedaba allí el regusto de su corazón desbocado. Además, apenas alcanzó a verlo de manera fugaz, porque el chico atravesó el pasillo como una exhalación. Lo verdaderamente vergonzante fue que no supo decir de quién de nosotros se trataba.
¿Rory o yo?
¿Henry o Clay?
No era Tommy, eso seguro. Demasiado grande.
Solo había percibido un cuerpo en movimiento y, de pronto, el grito exultante procedente de la cocina.
—¡Aquiles! ¡Pero qué cabrón!
La nevera se abrió y se cerró, momento en que Héctor levantó la cabeza. Saltó a la moqueta y estiró las patas traseras con ese típico temblor gatuno antes de dirigirse a la cocina sin prisas. La voz cambió de inmediato.
—Héctor, ¿qué narices quieres, bola de sebo? ¡Vuelve a subirte a mi cama esta noche y te juro que te retuerzo el pescuezo! —El susurro de las bolsas de bollos, tarros sonando al abrirse. Una nueva risa—. Ay, el bueno de Aquiles…
Por descontado, no hizo nada al respecto. Ya se encargará Tommy, pensó. O incluso mejor, ya me lo encontraría yo más tarde. Eso no tendría precio. Y listo.
Igual de deprisa que había entrado, se produjo un nuevo atisbo fugaz en el pasillo, se oyó un portazo y al instante había desaparecido.
Como puedes imaginar, le costó recuperarse de algo así.
Muchos latidos, muchas inspiraciones.
Hundió la cabeza, sus pensamientos dieron gracias.
El pez de colores arremetió contra el cristal.
El pájaro lo observó con atención y luego empezó a desfilar, de un extremo a otro, como un coronel. El regreso del gato no se hizo esperar. Héctor entró en la sala de estar y se acomodó como si concediera audiencia. El Asesino estaba convencido de que oía su propio pulso: su estruendo, su fricción. Lo notaba en las muñecas.
Al menos algo había quedado claro.
Tenía que sentarse.
Sin perder tiempo, hizo del sofá su bastión.
El gato se relamió y se abalanzó sobre él.
El Asesino volvió la vista, lo sorprendió en pleno vuelo —una bola sebosa de pelo gris de rayas— y se preparó para recibirlo. Aunque solo fuese un momento, se preguntó si debía acariciarlo. En cualquier caso, a Héctor le traía sin cuidado; se puso a ronronear en su regazo como si pretendiese echar la casa abajo. Incluso empezó a panderetear con las patas, sin compasión, sobre los muslos del Asesino. Y entonces llegó alguien más.
Apenas podía creerlo.
Vienen.
Vienen.
Los chicos vienen, y aquí estoy yo, con el gato doméstico más pesado de la historia plantado encima. Era como estar atrapado bajo un yunque, y uno que no dejaba de ronronear.
Esa vez se trataba de Henry, quien se dirigió a la cocina con paso decidido, apartándose el pelo de los ojos. Tal vez le resultase mucho menos gracioso, pero sin duda no más urgente:
—Vaya, qué bien, Aquiles, gracias por estos buenos momentos. Fijo que Matthew vuelve a pillarse un cabreo esta noche.
¡Cómo no!
A continuación abrió la nevera y esta vez recordó sus modales.
—Tío, ¿te importaría apartar un poco la cabeza? Gracias.
Se oyó el chocar de las cervezas mientras las sacaba del frigorífico y las iba lanzando a la nevera portátil. Poco después se ponía en marcha de nuevo hacia Bernborough Park, y el Asesino, de nuevo también, se quedaba solo.
¿Qué estaba ocurriendo?
¿Nadie era capaz de intuir al Asesino?
No, no iba a ser tan sencillo. Y esta vez lo habían dejado allí, aplastado en el sofá, meditando sobre la duración de aquella invisibilidad innata. Se sentía atrapado por ella —entre el alivio que le proporcionaba su misericordia y la vergüenza que acompañaba a su impotencia— y permaneció allí sentado, sin más, en silencio. A su alrededor, un ciclón de pelo gatuno se arremolinaba en la luz crepuscular. El pez de colores reanudó su batalla contra el cristal y el palomo marchó con paso firme.
El piano lo vigilaba a su espalda.