hombres y mujeres

Había que reconocérselo al joven Michael Dunbar.

Tenía verdadera determinación.

Consiguió el calendario de grandes hombres, pero solo después de lograr que su madre lo ayudara a encontrar las veinticuatro mujeres requeridas, entre las cuales Michael incluyó a la propia Adelle, de la que dijo que era la mejor mecanógrafa del mundo.

Habían necesitado varios días, y una pila de enciclopedias, pero no les había costado hallar las mujeres que habían cambiado el mundo:

Marie Curie, la Madre Teresa.

Las hermanas Brontë.

(«¿No cuentan como tres?»).

Ella Fitzgerald.

¡María Magdalena!

La lista era interminable.

Por otra parte, tenía ocho años y era tan sexista como cualquier niño a su edad; solo los hombres entraron en su cuarto. Solo los hombres estuvieron colgados en la pared.


Aun así, debo admitirlo.

Era bonito, aunque de una forma extraña: un niño que vivía una vida real al ritmo que marcaba un pueblo sudoroso y que, al mismo tiempo, tenía otro marco temporal en el que lo más parecido a un padre era un conjunto de pruebas documentales sobre algunas de las figuras más relevantes de la historia. Al menos esos hombres, a lo largo de los años, despertarían su curiosidad.

Conoció a Albert Einstein con once años, se informó sobre él. No aprendió nada sobre la teoría de la relatividad (solo sabía que el hombre era un genio), pero le encantaba aquel anciano que ocupaba media página del calendario con el pelo electrificado y la lengua fuera. A los doce, se iba a la cama e imaginaba que entrenaba a gran altitud con Emil Zátopek, el legendario corredor de fondo checo. A los trece se interesó por los últimos años de Beethoven sin haber oído ni una de sus notas.

Y entonces, a los catorce:

Se produjo la verdadera revelación, a principios de diciembre, cuando bajó el calendario de la pared.

Pocos minutos después, se sentó con él entre las manos.

Otros pocos minutos después, seguía mirándolo.

—Dios mío.

Durante años, habían sido muchas las mañanas y las noches que le había echado un vistazo al gigante de la última página, más conocido como el David, o el David de Miguel Ángel, pero por primera vez lo veía de verdad. Decidió a quién debía su lealtad al instante. Cuando volvió a levantarse, ni siquiera estaba seguro de cuánto tiempo había estado allí, contemplando la expresión del rostro de David, una estatua atrapada en la indecisión. Resuelta. Asustada.

También había una fotografía más pequeña en la esquina. La creación de Adán, de la capilla Sixtina. La curvatura del techo.

—Dios mío… —repitió.

¿Cómo se podía crear algo así?


Decidió recurrir a libros prestados y, entre la biblioteca pública de Featherton y la del instituto, consiguió reunir la friolera de tres títulos sobre Miguel Ángel. La primera vez leyó uno después de otro; luego, un par al mismo tiempo. Los repasaba todas las noches, con la lamparita encendida hasta entrada la mañana. El siguiente paso consistió en buscar algunas obras, memorizarlas y dibujarlas de nuevo.

A veces se preguntaba por qué se sentía así.

¿Por qué Miguel Ángel?

Se sorprendía pronunciando su nombre mientras cruzaba la calle.

O haciendo una lista de sus obras preferidas, sin ningún orden en concreto:

La batalla de los centauros.

El David.

El Moisés. La Piedad.

Los Prisioneros, también llamados los Esclavos.

La inconclusión de estos últimos siempre lo había intrigado, figuras gigantescas atrapadas dentro del mármol. Uno de los libros, titulado Miguel Ángel: el maestro, hablaba extensamente acerca de esas cuatro esculturas en particular y el lugar en que se ubicaban en ese momento, en la Galería de la Academia de Florencia, donde mostraban el camino hacia el David (aunque dos más habían escapado a París). En una cúpula de luz se alzaba un príncipe —una perfección— y flanqueándolo, acompañando al visitante, se hallaban aquellos reclusos tristes pero espléndidos, en una pugna eterna por lo mismo, por abrirse paso a través del mármol:

Todos marcados de hoyos, blancos.

Sus manos constreñidas en piedra.

Eran codos, costillas y extremidades torturadas, y todos se retorcían entre forcejeos; una lucha claustrofóbica por su vida, en busca de aire, mientras los turistas discurrían junto a ellos… con paso deliberado y decidido en dirección a él:

La realeza, resplandeciente, allí delante.

Uno de ellos, Atlas (el libro de la biblioteca estaba lleno de imágenes del titán, tomadas desde múltiples ángulos), aún cargaba con un prisma de mármol sobre la nuca y se debatía con su peso y su mole: sus brazos, una erupción marmórea; su torso, una guerra con piernas.

Como a la mayoría, el David fascinaba al Michael Dunbar adolescente, aunque tenía debilidad por aquellos esclavos hermosos y herniados. A veces recordaba una línea, o un aspecto, para reproducirla sobre el papel. A veces (y esto lo avergonzaba un poco) deseaba poder ser el propio Miguel Ángel, convertirse en él solo durante uno o dos días. A menudo permanecía tumbado en la cama deleitándose con esa idea, aunque consciente de que llegaba varios siglos tarde y de que Featherton estaba muy lejos de Italia. Además (y esta era la mejor parte, creo), nunca había destacado por sus dotes artísticas en el colegio y, con catorce años, el dibujo ni siquiera era una de sus asignaturas.

Eso y que su techo era plano y medía tres por cuatro.


Adelle, por su parte, lo animaba.

A lo largo de los años anteriores, y en los venideros, le compró más calendarios, y libros: las grandes maravillas naturales del mundo, y también las creadas por el hombre. También de otros artistas —Caravaggio, Rembrandt, Picasso, Van Gogh—, y él los leía y copiaba sus obras. A Michael le gustaban sobre todo los retratos del cartero de Van Gogh (tal vez como una especie de homenaje al viejo Harty); recortaba las fotografías de los calendarios a medida que pasaban los meses y las pegaba en la pared. Llegado el momento, volvió a apuntarse a clase de dibujo en el instituto y poco a poco fue superando a los demás.

Sin embargo, no fue capaz de deshacerse de aquel primer calendario.

Continuó siendo el epicentro de su habitación.

—Bueno, debería irme ya —dijo un día que Adelle bromeó al respecto.

—¿Y se puede saber adónde vas?

Al recordar la cita mensual para cenar, Michael esbozó lo más parecido a una sonrisa de complicidad que conseguiría exhibir jamás.

—A casa de Walt, por supuesto.

Iba a sacar a la perra.

—¿Y qué tendrá hoy para cenar?

—Espaguetis.

—¿Otra vez?

—Te traeré las sobras.

—No te preocupes, lo más probable es que me encuentres dormida sobre la mesa.

Le dio una palmadita a la vieja y fiel ME.

—Vale, pero no le des demasiado a las teclas, ¿de acuerdo?

—¿Yo? —Encajó una nueva hoja de papel en las entrañas de la máquina gris—. Ni hablar, les escribo a unos amigos y listo.

Ambos rieron, casi sin motivo; tal vez porque eran felices.

Michael se fue.


A los dieciséis años, ganó corpulencia y le cambió la forma del pelo.

Ya no era el niño que las pasaba moradas para levantar la máquina de escribir, sino el chico apuesto de ojos aguamarina, pelo oscuro y ondulado y físico de atleta. Demostró tener aptitudes para el fútbol australiano, o para cualquier otra cosa que en esos momentos se considerase importante, que es tanto como decir los deportes.

No obstante, a Michael Dunbar no le interesaban.

Entró en el equipo de fútbol del instituto, por supuesto, de zaguero, y se le daba bien. Detenía a la gente. Solía comprobar que el rival no se hubiese hecho daño, y era bueno en las escapadas, así como en asistir a alguien para anotar o anotar él mismo.

Fuera del campo, tenía cierta aura de amabilidad que lo distinguía de los demás, y también una extraña determinación. No le resultaba fácil integrarse, le costaba abrirse; prefería depositar sus esperanzas en encontrar a alguien que lo conociera bien.

Como era tradición (al menos en el ámbito deportivo), luego llegaron las chicas, predecibles, con sus faldas, sus zapatos y su bebida a juego. Mascaban chicle. Y compartían copas.

—Eh, Mikey.

—Ah…, hola.

—Eh, Mikey, algunas de nosotras vamos a ir al Astor esta noche.

A Mikey no le interesaba; por un lado, Miguel Ángel era el único hombre al que amaba de corazón y, por el otro, había tres chicas que lo tenían muy ocupado:

Primero, la gran mecanógrafa, la que aporreaba en la sala de espera.

Luego estaba la vieja perra pastora rojiza que se sentaba en el sofá con él para ver las reposiciones de Embrujada y Superagente 86 y dormía en el suelo, con el pecho agitado, mientras él limpiaba la consulta, tres noches por semana.

Y por último estaba la que se sentaba en el extremo derecho de la primera fila de su clase de lengua, encorvada y encantadora, delgaducha como un ternerillo. (Y confiaba en que ella se diese cuenta). En aquella época, tenía ojos gris humo, vestía un uniforme verde a cuadros y el pelo le llegaba a la cintura.

La aplastanaves de la sala de espera también había cambiado.


Por las noches, Michael paseaba por el pueblo con Luna, la perra pastora rojiza, a la que habían bautizado así por la luna llena que acampaba sobre el tejado cuando su madre la llevó a casa.

Luna era de color ceniza y anaranjado, y dormía en el suelo del cobertizo trasero mientras el chico dibujaba sentado al banco de carpintero de su padre o pintaba en el caballete, regalo de Adelle por su decimosexto cumpleaños. Rodaba sobre sí misma y sonreía al cielo cuando él le rascaba la barriga en el césped.

—Vamos, chica.

Y ella iba. Corría a su lado sin preocupaciones mientras él atravesaba meses de anhelo y bosquejos, de anhelo y retratos, de anhelo y paisajes; su obra y Abbey Hanley.

Siempre, en ese pueblo que se ensombrecía poco a poco —Michael sentía el avance de la oscuridad a kilómetros de distancia—, la veía allí delante. El cuerpo de Abbey era una pincelada. Su largo pelo negro, un trazo que seguir.

Tanto daba qué calles decidiera recorrer, chico y perra siempre acababan en la carretera. Y se detenían junto a los alambres de una valla.

Luna esperaba.

Jadeaba y se relamía.

Michael colocaba los dedos sobre los nudos de la alambrada y se inclinaba hacia delante, mirando el techo de chapa de un hogar alejado.

Había muy pocas luces encendidas.

La televisión lanzaba destellos azulados.

Todas las noches, antes de irse, Michael esperaba unos minutos con la mano en la cabeza de la perra.

—Vamos, chica.

Y ella iba.

Nunca atravesó la alambrada hasta que murió Luna.


Pobre Luna.

Fue una tarde como cualquier otra, después del instituto:

El pueblo estaba bañado por el sol.

La perra yacía inerte cerca del escalón de la puerta de atrás, con una serpiente de Mulga, también muerta, en el regazo.

Para Michael fue un «Oh, Dios» y pasos apresurados. Había dado la vuelta a la casa y entonces oyó el rasguño de una cartera caída al arrodillarse en el suelo, junto a Luna. Nunca olvidaría el hormigón caliente, el cálido olor a perro y la sensación de apoyar la cabeza sobre su pelo rojo anaranjado.

—Oh, Dios, Lunita, no…

Le suplicó que jadeara.

No lo hizo.

Le rogó que rodara sobre sí misma y sonriera, o que trotara hacia su cuenco. O que bailara, alternando las patas, a la espera de una avalancha de pienso.

No lo hizo.

No quedaba nada salvo un cuerpo y unas mandíbulas, una muerte de ojos abiertos, y se arrodilló bajo el sol del patio trasero. El chico, la perra y la serpiente.

Más tarde, poco antes de que Adelle llegara a casa, trasladó a Luna un poco más allá del tendedero y la enterró junto a una banksia.

Tomó un par de decisiones.

Primero, cavaría un hoyo aparte —medio metro a la derecha, tal vez— y en él depositaría la serpiente; amiga y enemiga, una junto a otra. Segundo, cruzaría la alambrada de la casa de Abbey Hanley esa noche. Caminaría hasta la derrotada puerta de entrada y la luz parpadeante y azulada del televisor.


Por la noche, en la carretera, detrás de él quedaban el pueblo y las moscas, y el dolor por la pérdida de la perra, un aire desnudo y sin jadeos. Lo acompañaba el vacío. Pero también otra sensación. Esa emoción embriagadora de hacer que algo ocurra: la novedad. Y Abbey. El «ella lo es todo».

Por el camino, se había recordado una y otra vez que no debía demorarse en la alambrada, pero no pudo evitarlo. Su vida se redujo a minutos, hasta que tragó saliva y se plantó frente a la puerta… y Abbey Hanley la abrió.


—Hombre —dijo ella, y el cielo estaba repleto de estrellas.

Un exceso de colonia.

Un chico de brazos ardientes.

La camisa le venía demasiado grande en un paisaje demasiado grande, y se quedaron en un camino de entrada inundado de hierbas. Dentro, el resto de la familia comía helados de supermercado, y el tejado acanalado se cernía y se inclinaba por encima de su cabeza mientras buscaba las palabras, y la inventiva. Las palabras las encontró. La inventiva, no.

—Hoy ha muerto mi perra —le dijo a las canillas de la chica.

—Ya me extrañaba que anduvieses solo. —Sonrió, casi con altanería—. ¿Soy la sustituta?

¡Menudo corte le acababa de dar!

Él no se amilanó.

—Por una mordedura. —Hizo una pausa—. De serpiente.

Y esa pausa, de algún modo, lo cambió todo.

Mientras Michael se volvía para mirar la oscuridad creciente, la actitud de la chica pasó de arrogante a estoica en escasos segundos. Avanzó unos pasos y se detuvo junto a él, mirando en la misma dirección. Lo bastante cerca para que sus brazos se tocaran.

—Mataría a cualquier serpiente con mis propias manos antes de permitir que también se acercara a ti.


Tras aquello, se hicieron inseparables.

Veían esas telecomedias antiguas y repetidas hasta la saciedad, Embrujada por él y Mi bella genio por ella. Se sentaban junto al río o paseaban por la carretera hasta salir del pueblo para ver cómo el mundo se ensanchaba. Limpiaban la consulta y escuchaban los latidos del otro con el estetoscopio del doctor Weinrauch. Se tomaban la tensión mutuamente hasta que tenían los brazos a punto de explotar. En el cobertizo trasero, él dibujaba sus manos, sus tobillos, sus pies, pero el rostro se le resistía.

—Venga ya, Michael… —Abbey rio y deslizó la mano por su pecho—. ¿No te sale mi cara?

Por fin aprendió.

Encontró el humo de sus ojos.

Su intrépida sonrisa burlona.

El dibujo era tan realista que parecía a punto de ponerse a hablar.

—Veamos lo bueno que eres: ahora con la otra mano.

Una tarde, lo condujo hasta la granja de la carretera. Colocó una caja de libros del instituto contra la puerta de su habitación, le tomó la mano y lo ayudó con todo lo demás: los botones, los corchetes, a tumbarse en el suelo.

—Ven aquí —dijo, y hubo moqueta y calor de hombros y espaldas y cinturas.

Había sol en la ventana, y libros y trabajos a medio terminar por todas partes. Respiración —la respiración de Abbey— y caída, sin más. Y vergüenza. Una cara vuelta hacia un lado y obligada a regresar al frente.

—Mírame, Michael, mírame.

Y la miró.

Aquella chica, su pelo y su humo.

—¿Sabes…? —el sudor entre sus pechos—, ni siquiera te dije que lo sentía.

Michael desvió la mirada.

Se le había dormido el brazo, debajo de ella.

—¿El qué?

Ella sonrió.

—Lo de tu perra y… —Estaba al borde de las lágrimas—. Y haber pisado la nave espacial esa mañana en la sala de espera.

Y Michael Dunbar podría haber dejado el brazo allí debajo para siempre; estaba atónito y aturdido, atontado.

—¿Te acuerdas de eso?

—Pues claro —contestó ella, y volviéndose hacia arriba, dirigiéndose al techo, añadió—: ¿Todavía no lo entiendes? —Tenía la mitad del cuerpo en la sombra, con el sol en las piernas—. Ya te quería por entonces.

El puente de Clay
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