lloró todo el trayecto hasta viena

En el pasado, ella vuelve a estar ahí, sin sospechar nada de nada…, porque Waldek Lesciuszko no había ni respirado siquiera de una forma que pudiese indicar lo que estaba planeando.

El hombre era meticuloso.

Latente.

¿Un concierto en Viena?

No.

A menudo me pregunto lo que debió de ser para él: comprar el obligatorio billete de vuelta sabiendo que ella solo aprovecharía la ida. Me pregunto cómo fue mentirle y hacerle solicitar de nuevo el pasaporte, como era preceptivo cada vez que uno salía, aunque fuera por un período breve. Así que Penelope lo solicitó, como siempre.

Tal como he dicho antes, ella ya había asistido a otros conciertos.

Había ido a Cracovia. A Gdansk. A la Alemania Oriental.

También hubo una vez que viajó a una pequeña ciudad llamada Nebenstadt, al oeste del Telón, pero incluso eso estaba a tiro de piedra del Este. Los conciertos siempre eran acontecimientos destacados pero no demasiado, porque ella era una pianista bella, y brillante, pero no «¡brillante!». Solía hacer esos viajes sola y nunca dejó de regresar a la hora convenida.

Hasta esa vez.


Esa vez su padre la había animado a que se llevara una maleta más grande, y una chaqueta de más. Por la noche le añadió varias mudas y calcetines extra. También metió un sobre entre las páginas de un libro: uno negro de tapa dura, que formaba parte de dos a juego. El sobre contenía palabras y dinero:

Una carta y dólares estadounidenses.

Después envolvió los dos libros con papel marrón.

Encima, en letra importante, decía: PARA LA COMETEDORA DE ERRORES, QUE LO MEJOR QUE TOCA ES CHOPIN, LUEGO MOZART Y LUEGO BACH.

Cuando ella levantó la maleta por la mañana, le pareció inmediata y obviamente más pesada. Fue a abrir la cremallera para comprobarlo cuando su padre la interrumpió:

—He metido un pequeño regalo, para el camino… Y ahora tienes prisa. —La empujó por la puerta—. Ya lo abrirás en el tren.

Y ella lo creyó.

Llevaba un vestido azul de lana con botones grandes y gruesos.

Su melena rubia le llegaba a media espalda.

Su expresión era suave y decidida.

Por último, tenía las manos frías y livianas, y perfectamente limpias.

No parecía en absoluto una refugiada.


En la estación fue extraño, porque aquel hombre que jamás había mostrado la más mínima emoción estaba de repente tembloroso y con los ojos humedecidos. Su bigote era vulnerable por primera vez en su rotunda vida.

Tato?

—Este maldito aire frío.

—Pero si hoy no hace tanto frío.

Ella tenía razón, no lo hacía, era un día suave y soleado. La luz era clara, y bañaba de plata toda la ciudad con su gris glorioso.

—¿Me lo vas a discutir? No deberíamos discutir cuando alguien se marcha.

—Sí, tato.

Cuando el tren se acercó, su padre se alejó un poco. Visto en retrospectiva, resulta evidente que apenas lograba no venirse abajo, que se tiraba de los bolsillos desde dentro. Los manoseaba para distraerse, para mantener la emoción a raya.

Tato, el tren está aquí.

—Ya lo veo. Estoy viejo, pero no ciego.

—Pensaba que no debíamos discutir.

—¡Ya estás discutiendo conmigo otra vez! —Él nunca le levantaba la voz así, ni en casa, ni mucho menos en público, y no decía nada con sentido.

—Lo siento, tato.

Después de eso, se dieron un beso en cada mejilla, y un tercero en la derecha.

Do widzenia.

Na razie. Hasta la vuelta.

No, no volverás.

Tak, tak. Na razie.

El resto de su vida, ella sintió un alivio inmenso porque, cuando subió al tren, se volvió y le dijo:

—No sé cómo voy a tocar sin ti azotándome con la vara.

Siempre le decía lo mismo.

El viejo asintió con la cabeza, casi sin dejarle ver cómo su rostro se demudaba y se desaguaba, un mar de lágrimas tan ancho como el Báltico.

El Báltico.

Así era como lo explicaba ella siempre. Sostenía que el rostro de su padre se había transformado en una masa de agua. Las arrugas profundas, los ojos. Incluso el bigote. Todo quedó anegado por la luz del sol y un agua fría, helada.


Durante una hora larga estuvo mirando por la ventanilla del vagón la Europa del Este que pasaba junto a ella. Pensó en su padre muchas veces, pero no fue hasta que vio a otro hombre —algo así como un Lenin— cuando se acordó del regalo. La maleta.

El tren seguía traqueteando.

Sus ojos encontraron primero la ropa interior, y los calcetines, luego el paquete marrón, y Penelope no había atado cabos todavía. Las mudas extras se explicaban tal vez por las excentricidades de un anciano; le sobrevino cierta felicidad cuando leyó la nota sobre Chopin, Mozart y Bach.

Pero entonces abrió el paquete.

Vio los dos libros negros.

La impresión de las cubiertas estaba en inglés.

Ambos llevaban «Homero» escrito arriba del todo y luego, respectivamente, Ilíada, Odisea.

Cuando pasó el pulgar por las páginas del primero y encontró el sobre, lo comprendió súbita y severamente. Se puso de pie y susurró un «Nie» al tren medio lleno.

Querida Penelope:

Te imagino leyendo esta carta en tu viaje a Viena, y te lo digo de entrada: no des media vuelta. No regreses. No te recibiré con los brazos abiertos; al contrario, te apartaré de mí. Creo que comprenderás que ahora hay otra vida para ti, hay otra forma de vivir.

Dentro de este sobre tienes todos los documentos que necesitas. Cuando llegues a Viena, no tomes un taxi para ir al campamento. Son demasiado caros y llegarías muy temprano. Hay un autobús que te llevará allí. Tampoco digas que estás intentando salir por motivos económicos. Di solo esto: que tienes miedo de las represalias del gobierno.

Supongo que no será fácil, pero lo conseguirás. Sobrevivirás y vivirás, y un día espero que volvamos a vernos, y que me leas estos libros en inglés, porque supongo que será ese el idioma que hablarás. Si resulta que no vuelves nunca, te pido que se los leas a tus hijos, si es eso lo que ocurre ahí fuera, en el oscuro mar color vino.

Lo último que diré es que solo he enseñado a una persona en este mundo a tocar el piano, y que, aunque has sido una gran cometedora de errores, ha sido un privilegio y un placer. Es lo que más y mejor he amado.

Atentamente, con todo mi amor,

WALDEK LESCIUSZKO

Bueno, ¿qué hacer?

¿Qué decir?

Penelope, la Cometedora de Errores, siguió de pie unos segundos más, luego se dejó caer de nuevo en su asiento, despacio. Se quedó callada y temblorosa, con la carta en las manos y los dos libros negros en el regazo. Sin hacer ni un solo ruido, empezó a llorar.

Junto al veloz paso del rostro de Europa, Penelope Lesciuszko lloró sus lágrimas silenciosas y solitarias. Lloró todo el trayecto hasta Viena.

El puente de Clay
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