señales de humo
Muy bien, se acabó.
Estaba harto.
Por muy abatido, arrepentido y avergonzado que se sintiese, el Asesino había llegado a un límite; podíamos despreciarlo, pero no iba a permitir que lo ignorásemos. Aunque, bien mirado, su siguiente movimiento también podía considerarse un gesto de cortesía: ya que había entrado en la casa sin permiso, qué menos que avisarnos.
Se quitó a Héctor de encima.
Se acercó al piano.
En lugar de levantar la tapa que cubría las teclas (de ningún modo se veía capaz de hacer frente a algo así), descubrió las cuerdas, y seguramente fue peor lo que encontró, porque allí, en su interior, había dos libros de color carbón y un viejo vestido azul de lana. Uno de sus botones estaba dentro de un bolsillo y, debajo del vestido, lo que el Asesino buscaba: un paquete de cigarrillos.
Lo extrajo, despacio.
Su cuerpo se dobló.
Luchó con todas sus fuerzas para enderezarlo.
Volver a cerrar el piano y regresar a la cocina exigió un gran esfuerzo. Rebuscó un encendedor en el cajón de los cubiertos y se plantó ante Aquiles.
—A la mierda.
Era la primera vez que se atrevía a hablar. El mulo no parecía por la labor de atacarlo, cosa que lo animó, y el Asesino se dirigió al fregadero.
—Ya puestos, también podría fregar los platos.