un buen descanso

La noche fue larga, y Clay solo oía el fragor de sus pensamientos.

En cierto momento, se levantó para ir al lavabo y encontró al Asesino medio engullido por el sofá, enterrado entre libros y diagramas.

Se detuvo a su lado, a mirarlo.

Echó un vistazo a los libros y los bocetos que descansaban sobre el pecho del Asesino. El puente parecía su sábana.

Luego llegó la mañana, aunque la mañana distaba mucho de ser la mañana, eran las dos de la tarde, y Clay se despertó en la cama sobresaltado, inquieto, con el sol en la garganta, como Héctor. Su presencia en la habitación era abrumadora.

Cuando se incorporó, estaba mortificado por completo; se levantó apresuradamente. No. No. ¿Dónde está? Sin perder tiempo, se precipitó al recibidor, salió y se plantó en el porche en pantalones cortos. ¿Cómo he podido dormir tanto?

—Eh.

El Asesino se lo quedó mirando.

Acababa de doblar la esquina de la casa.


Se vistió y se sentaron a la mesa de la cocina, y esta vez sí que comió algo. El reloj blanco y negro del viejo horno apenas había pasado de las 2.11 a las 2.12 y Clay ya había dado buena cuenta de varias rebanadas de pan y de una considerable cantidad de huevos asesinos.

—Adelante, vas a necesitar de todas tus fuerzas.

—¿Disculpa?

El Asesino continuó masticando, sentado, en el lado opuesto.

¿Sabía algo que Clay ignoraba?

Sí.

El chico había estado llamando a alguien toda la mañana.

Había dormido y gritado mi nombre.


Un sueño largo y ya voy retrasado.

Ese era el pensamiento recurrente de Clay mientras continuaba comiendo, a su pesar, y luchaba por quitarse aquella comezón de encima.

Pan y palabras.

—No volverá a suceder.

—¿Disculpa?

—Nunca duermo tanto. De hecho, apenas duermo.

Michael sonrió; sí, era Michael. ¿Eso que volvía a correr por sus venas era la antigua sangre que le daba la vida? ¿O solo lo parecía?

—Clay, no pasa nada.

—No es… ¡Dios! —Había querido levantarse de manera precipitada y había golpeado la mesa con la rodilla.

—Clay, por favor.

Por primera vez, Clay estudió el rostro que tenía delante. Era una versión mayor de mí, aunque sin fuego en los ojos. Sin embargo, nos parecíamos en todo lo demás: el pelo negro, incluso el cansancio.

Esta vez apartó la silla debidamente, pero el Asesino alzó una mano.

—Espera.

Clay había decidido irse, y no solo de la habitación.

—No —dijo—, yo…

La mano, otra vez. Curtida y callosa. Manos de albañil. La agitó como si espantara una mosca revoloteando sobre un pastel de cumpleaños.

—Calla. ¿Qué crees que te espera ahí fuera?

Es decir:

¿Qué te ha hecho venir aquí?

Clay solo oía los insectos. Aquella nota única.

Y entonces lo asaltó la idea de algo grande.

Se levantó, inclinado sobre la mesa.

—Nada —mintió.

El Asesino no se dejó engañar.

—No, Clay, te ha traído hasta aquí, pero tienes miedo, por eso es más fácil quedarse ahí sentado y discutir.

Clay se enderezó.

—¿De qué estás hablando?

—Solo digo que no pasa nada… —Se interrumpió y lo estudió con atención. Un chico al que no podía tocar, o alcanzar—. No sé cuánto tiempo estuviste ayer entre esos árboles, pero algo debió de animarte a continuar…

Joder.

El pensamiento llegó con el calor.

Me vio. Toda la tarde.

—Quédate —dijo el Asesino— y come. Porque mañana tengo que enseñarte… Hay algo que tienes que ver.

El puente de Clay
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