la última oleada
Como era de esperar en una casa de chicos y jóvenes, aunque uno de nosotros iba a marcharse, no hablamos mucho del tema. Se marchaba y punto.
Tommy lo sabía.
El mulo también.
Clay había vuelto a pasar la noche en Los Aledaños y se había despertado el domingo por la mañana con la caja aún en las manos.
Se sentó y releyó la carta.
Sostuvo el mechero y «Matador en la quinta».
Entró en casa con la caja y guardó en ella la dirección del Asesino pegada con celo, la escondió debajo de su cama, bien al fondo, y luego hizo tranquilamente sus abdominales en la moqueta.
Cuando iba más o menos por la mitad apareció Tommy; lo veía con el rabillo del ojo cada vez que descendía. Llevaba al palomo, Te, en el hombro, y una ligera brisa agitaba los pósteres de Henry. Casi todos eran de músicos; antiguos. Y unos cuantos de actrices; jóvenes y femeninas.
—¿Clay?
Tommy aparecía triangulado en su campo visual con cada abdominal.
—¿Podrás ayudarme con sus cascos cuando acabes?
Terminó y lo siguió al patio, donde Aquiles estaba cerca del tendedero. Clay se acercó y le ofreció un azucarillo con la mano abierta, luego se agachó y le dio unos golpecitos en una pata.
El mulo levantó el primer casco; estaba limpio.
Luego el segundo.
Cuando acabó de revisar los cuatro, Tommy se sentía dolido, como solía pasarle, pero no había nada que Clay pudiera hacerle. No hay forma de obligar a un mulo a cambiar de opinión.
Para animarlo, sacó dos azucarillos blancos más.
Uno se lo dio a Tommy.
El patio estaba inundado de mañana.
Había un puf vacío tirado en el porche; se había resbalado desde el asiento del sofá. En la hierba había una bici sin manillar, y el tendedero se erguía alto bajo el sol.
Rosy no tardó en salir del refugio que le habíamos construido a Aquiles en la parte de atrás. Llegó hasta el tendedero de sombrilla y empezó a dar vueltas a su alrededor mientras el azúcar se deshacía en sus lenguas.
Hacia el final, Tommy se atrevió a preguntarlo:
—¿Quién me ayudará con esto cuando te vayas?
A lo que Clay respondió haciendo algo que lo pilló a él mismo por sorpresa:
Agarró a Tommy del cuello de la camiseta y lo lanzó encima de Aquiles, a pelo.
—¡Mierda!
Tommy se llevó un buen susto, pero un instante después se dejó hacer: se inclinó hacia delante sobre el mulo y se echó a reír.
Después de comer, Clay salió por la puerta de entrada, pero Henry lo retuvo.
—¿Y tú adónde narices te crees que vas?
Una breve pausa.
—Al cementerio. Puede que a Bernborough.
—Espera —dijo Henry mientras cogía las llaves—. Voy contigo.
Cuando llegaron allí, se apoyaron en la valla con el cuerpo inclinado hacia delante y luego navegaron entre las tumbas. Al llegar a la que buscaban, se agacharon, se abstrajeron, se cruzaron de brazos, se plantaron bajo el sol de la tarde; contemplaron los cadáveres de los tulipanes.
—¿No había margaritas?
Rieron.
—Oye, ¿Clay?
Ambos estaban encorvados pero tensos, y Clay se volvió para mirarlo a la cara; Henry estaba afable como siempre, pero también diferente en cierto sentido, como si mirase por entre las estatuas.
Al principio solo dijo:
—Dios…
Un largo silencio.
—Dios, Clay. —Y se sacó algo del bolsillo—. Toma.
Mano con mano:
Un enorme fajo de billetes.
—Cógelo.
Clay lo miró con más atención.
—Es tuyo, Clay. ¿Sabes las apuestas de Bernborough? Pues no te creerías cuánto hemos llegado a ganar. Y nunca te he pagado.
Pero no, aquello era más, era demasiado. Un pisapapeles de billetes.
—Henry…
—Venga, cógelo.
Y cuando lo hizo, sostuvo el grueso del papel en la mano.
—Oye —dijo Henry—, eh, Clay. —Y sus miradas se encontraron, como debía ser—. Podrías comprarte un teléfono, joder, como las personas normales… Para avisarnos cuando llegues.
Y Clay, con una sonrisa, de desdén:
No, gracias, Henry.
—Está bien. Pues gástate hasta el último centavo en el maldito puente. —La más pícara de las sonrisas juveniles—. Pero devuélvenos el cambio cuando hayas acabado.
En Bernborough Park dio varias vueltas y, después de rodear los vestigios de la red de lanzamiento de disco, recibió una agradable sorpresa: porque allí, en la marca de los trescientos metros, estaba Rory.
Clay se detuvo, las manos en los cuádriceps.
Rory le clavó sus ojos color chatarra.
Clay no levantó la mirada, pero sonrió.
Lejos de sentirse enfadado o traicionado, Rory estaba en algún punto entre la comprensión absoluta y la excitación ante la perspectiva de una buena pelea.
—Hay que reconocerlo, chaval… Los tienes bien puestos —dijo.
Entonces Clay se irguió por completo, callado al principio, mientras Rory continuaba hablando.
—Te vayas tres días o tres años…, sabes que Matthew te matará, ¿verdad? Cuando vuelvas.
Asentimiento de cabeza.
—¿Estarás listo para la que te espera?
—No.
—¿Quieres estarlo? —Lo pensó un momento—. O a lo mejor no regresas nunca.
Clay se encolerizó, por dentro.
—Regresaré. Echaré de menos estos tête-à-têtes nuestros.
Rory sonrió de medio lado.
—Sí, muy bueno, oye… —Se estaba frotando las manos—. ¿Quieres practicar un poco? ¿Crees que yo he sido duro contigo en esta pista? Pues espérate a Matthew.
—Da igual, Rory.
—No durarás ni quince segundos.
—Pero sé encajar una paliza.
Rory se acercó un solo paso.
—Eso ya lo sé, pero quizá podría enseñarte a aguantar un poco más.
Clay lo miró, justo en la nuez.
—No te preocupes, es muy tarde.
Y Rory supo mejor que nadie… que Clay estaba listo, ya lo estaba. Llevaba años entrenando para ello, y ya podía yo matarlo todo lo que quisiera.
Clay no moriría y punto.
Cuando volvió a casa con el dinero en la mano, yo estaba viendo una película, la primera de Mad Max; una desazón que le iba al pelo. Antes de empezar, Tommy estaba conmigo y me suplicó que viéramos otra cosa.
—¿No podemos ver una peli que no sea de los ochenta, por una vez? —dijo.
—No vamos a hacerlo, esta es del setenta y nueve.
—¡Justo lo que iba a decir! O de los ochenta o de antes. Ninguno de nosotros había nacido. ¡Ni de lejos! ¿Por qué no podemos…?
—Ya sabes por qué —lo interrumpí. Pero entonces vi esa expresión suya, como a punto de echarse a llorar—… Mierda. Lo siento, Tommy.
—No es verdad.
Tenía razón, no lo sentía. Aquello era parte intrínseca de ser un Dunbar.
Cuando Tommy se fue, llegó Clay. Ya había depositado el dinero en la caja. Fue al sofá y se sentó conmigo.
—Eh —dijo mirando hacia mí, pero no aparté la vista de la pantalla.
—¿Todavía tienes la dirección?
Asintió y nos pusimos a ver Mad Max.
—¿Otra vez los ochenta?
—No empieces tú también.
Estuvimos callados hasta esa parte en que el terrorífico jefe de la banda dice: «Te presento a Cundalini… Y él quiere que le devuelvas su mano», y entonces miré a mi hermano, sentado junto a mí.
—No va de farol —comenté—, ¿verdad?
Clay sonrió, pero no dijo nada.
Nosotros tampoco.
Por la noche, cuando todos los demás dormían ya, él se quedó levantado y dejó la tele encendida, con el sonido bajado del todo. Miró a Agamenón, el pez de colores, que lo examinó a su vez con calma antes de darle un último cabezazo a la pecera con ganas.
Clay se acercó a la jaula y, deprisa, sin previo aviso, sacó al palomo. Lo apretó en su mano, pero con suavidad.
—Eh, Te, ¿estás bien?
El pájaro se meneó un poco y Clay lo sintió respirar. Notó los latidos de su corazón a través del plumaje.
—Tú estate quieto, chico…
Y deprisa, sin pensárselo, le dio un tirón en el cuello y arrancó una pluma diminuta; limpia, gris y con el borde verde, quedó en la palma inmóvil de su mano izquierda.
Después volvió a meter al ave en su jaula.
El palomo lo miró con seriedad, luego marchó de un extremo a otro.
Después, a por las estanterías y los juegos de mesa:
Scrabble, Careers, Conecta Cuatro.
Debajo de todos ellos, el que buscaba.
Lo abrió y se distrajo un momento con la película de la tele. Parecía una buena —en blanco y negro, una chica discutiendo con un hombre en una cafetería—, pero entonces vio las riquezas del Monopoly. Encontró primero los dados y los hoteles, después tocó la bolsa que quería, y enseguida tuvo en sus dedos la ficha: la plancha.
Clay, el de la sonrisa, sonrió.
Cerca de la medianoche le resultó más fácil que a cualquier otra hora. En el patio no había cacas de perro ni de mulo; menos mal de Tommy.
Pronto llegó junto al tendedero, con las pinzas prendidas por encima de él en hileras de colores cambiantes. Levantó una mano y descolgó una con cuidado. Había sido azul intenso, ahora desvaído.
Entonces se arrodilló, cerca del poste.
Por supuesto, Rosy se acercó. Aquiles acudió a hacer guardia junto a él con sus cascos y sus patas. Su crin cepillada pero enredada… Y Clay alargó un brazo, se apoyó contra él y le puso una mano en el borde de un espolón.
Después sostuvo a Rosy, muy despacio, por una única pata blanca y negra:
En el dorado de sus ojos encontró un adiós para él.
Le encantaba esa mirada canina de medio lado.
Después salió hacia allá atrás, hacia Los Aledaños.
En realidad no estuvo mucho tiempo allí; era como si ya se hubiese marchado, así que no quitó el plástico. No, lo único que hizo fue despedirse y prometer que volvería.
En la casa, en la habitación que compartía con Henry, miró dentro de la caja; la pinza era el objeto que faltaba. A oscuras vio todo lo que contenía, desde la pluma hasta la plancha, el dinero, la pinza y la dirección del Asesino pegada con celo. Y el mechero metálico, por supuesto, con una inscripción de ella para él.
En lugar de dormir, encendió la lamparilla. Volvió a hacer la maleta. Se puso a leer sus libros y las horas le pasaron volando.
Poco después de las tres y media sabía que Carey no tardaría en salir:
Se levantó y volvió a meter los libros en la bolsa de deporte, el mechero se lo llevó en la mano. En el pasillo volvió a palpar las palabras grabadas con finura en el metal.
Abrió la puerta sin hacer ruido.
Se detuvo en la barandilla, en el porche.
Hacía siglos que había estado ahí conmigo. El ultimátum de la puerta de entrada.
Carey Novac apareció enseguida con una mochila a la espalda y una bici de montaña a su lado.
Lo primero que vio él fue una rueda: los radios.
Luego a la chica.
Su pelo suelto, sus pasos presurosos.
Llevaba vaqueros. La camisa de franela de siempre.
El primer lugar al que miró Carey fue al otro lado de la calle y, cuando lo vio, dejó la bicicleta. Se quedó allí tirada, apoyada en un pedal, con la rueda trasera traqueteando mientras ella se acercaba despacio. Se detuvo justo en el centro de la calle.
—Eh —dijo—, ¿te ha gustado?
Lo dijo en voz baja, aunque pareció que lo gritaba.
Un delicioso desafío.
La quietud de Archer Street antes del alba.
En cuanto a Clay, pensó en muchas cosas que decirle en ese momento, que decirle y que hacerle saber, pero lo único que dijo fue:
—Matador.
Aun desde lejos pudo ver sus dientes no del todo blancos, no del todo rectos, cuando su sonrisa se abrió en plena calle. Por fin ella levantó una mano, y en su rostro él vio una expresión que le era extraña, como de no saber qué decir.
Cuando se marchó, echó a andar mirándolo, y le sostuvo la mirada un momento más.
Adiós, Clay.
Solo cuando la imaginó al final de Poseidon Road, volvió a mirarse la mano, donde vio el mechero en la penumbra. Lo abrió con lentitud y calma, y la llama se elevó bien recta.
Y así lo hizo.
Fue a vernos a cada uno de nosotros en la oscuridad: a mí, que estaba tumbado ocupando todo el largo de la cama; luego la sonrisa dormida de Henry, y el disparate de Tommy y Rory. Como detalle final (para con ellos dos) desenredó a Héctor del pecho de Rory y se lo echó a su propio hombro como una pieza de equipaje más. Al llegar al porche, lo dejó en el suelo y el gato atigrado ronroneó, pero también él sabía que Clay se marchaba.
¿Y bien?
Primero la ciudad, luego el mulo, ahora era el gato el que hablaba.
O quizá no.
—Adiós, Héctor.
Pero no se marchó, todavía no.
No, durante un buen rato, unos cuantos minutos por lo menos, esperó a que el alba llegara a la calle, y cuando lo hizo, fue dorada y deslumbrante. Se encaramó a los tejados de Archer Street, y con ella llegó también una oleada que rugía:
Ahí, en algún lugar, hubo una cometedora de errores y una lejana estatua de Stalin.
Hubo una chica del cumpleaños que empujó un piano rodante.
Hubo un corazón de color en mitad de tanto gris y casas flotantes de papel.
Todo ello recorrió la ciudad, hasta más allá de Los Aledaños y de Bernborough. Subió por las calles y, cuando por fin Clay se marchó, lo hizo con luz y una marea creciente. Primero le llegó a los tobillos, luego a las rodillas y, cuando dobló la esquina, le alcanzaba ya hasta la cintura.
Y Clay volvió la mirada atrás, una última vez, antes de zambullirse en ella —de partir con ella— en dirección a un puente, atravesando un pasado, en dirección a un padre.
Nadó esas aguas doradas y encendidas.