las manos del matarife
En la marea del pasado Dunbar, transcurrieron tres años y medio, y Clay estaba tumbado en la cama, despierto. Tenía trece años. Era moreno, aniñado y flacucho, y sus latidos quemaban en la quietud que lo rodeaba. Un fuego ardía en cada uno de sus ojos.
Sin pensárselo dos veces, se levantó de la cama y se vistió.
Iba en pantalón corto y camiseta, descalzo.
Escapó al barrio del hipódromo y corrió por las calles y gritó. E hizo todo aquello sin hablar:
¡Papá!
¡PAPÁ!
¡¿DÓNDE ESTÁS, PAPÁ?!
Era primavera, poco antes del alba, y en su carrera arremetía contra los cuerpos de los edificios, contra las formas rumoreadas de las casas. Los faros de los coches lo iluminaban, como fantasmas gemelos, y luego pasaban y desaparecían.
Papá, lo llamó.
Papá.
Aminoró el paso hasta que se detuvo.
¿Dónde estabas, Michael Dunbar?
Ese año, antes, había ocurrido:
Penelope había muerto.
Había fallecido en marzo.
Había tardado tres años en morir; en principio, solo tendría que haber durado seis meses. Logró un «Jimmy Hartnell» en su máxima expresión: la enfermedad podía matarla cuanto quisiera, pero Penelope no moría. Cuando sucumbió al fin, sin embargo, la tiranía comenzó de inmediato.
De nuestro padre esperábamos esperanza, creo —valor y mayor cercanía—, como que nos abrazase, uno tras otro, o que nos reflotase tras vernos hundidos.
Pero no ocurrió nada de eso:
El coche patrulla y la pareja de policías se habían ido.
La ambulancia flotó calle abajo.
Michael Dunbar se volvió hacia nosotros, avanzó en nuestra dirección, luego salió y se alejó. Llegó al césped y continuó caminando.
Cinco de nosotros quedamos varados en el porche.
El funeral fue una de esas cosas inundadas de luz.
El soleado cementerio en la cima de la colina.
Nuestro padre leyó un pasaje de la Ilíada:
«Arrastraron sus naves al mar amigo».
Vestía el traje que había llevado el día de su boda, y el que llevaría años después, cuando regresó y se encontró ante Aquiles. Sus ojos aguamarina estaban apagados.
Henry pronunció unas palabras.
Imitó el acento exagerado que Penny adoptaba en la cocina y la gente rio, pero él tenía lágrimas en los ojos, y había al menos doscientos chicos, todos del Hyperno High, y todos perfectamente uniformados de un verde oscuro triste y pulcro. Chicos y chicas por igual. Hablaron del metrónomo. A unos cuantos les había enseñado a leer. Los más duros lo llevaban peor, creo. «Adiós, señorita; adiós, señorita; adiós, señorita». Algunos tocaron el ataúd al pasar junto a él, bañados de luz.
La ceremonia se celebró en el exterior.
Volverían a entrarla para incinerarla.
El avance del ataúd hacia el fuego.
En realidad era como una especie de piano, aunque el primo feúcho del instrumento. Podías adornarlo como quisieras, pero no dejaba de ser un trozo de madera con margaritas encima. Penelope no deseaba que esparciésemos sus cenizas ni que las conservásemos en una urna, como si fuese arena. Pero pagamos un pequeño monumento conmemorativo: una lápida delante de la que poder plantarnos y recordar, para contemplarla sobre la ciudad.
La portamos después del oficio.
A un lado íbamos Henry, Clay y yo. Al otro, Michael, Tommy y Rory —igual que cuando formábamos los equipos de fútbol australiano en Archer Street—, y la mujer del interior era liviana. El ataúd, en cambio, pesaba una tonelada.
Penny era una pluma encerrada en un potro de tortura.
Al final del velatorio, y de su surtido de tés y pastitas, salimos a la puerta del edificio.
Todos con pantalones negros.
Todos con camisas blancas.
Parecíamos un grupo de mormones, aunque sin pensamientos caritativos:
Rory estaba enfadado y callado.
Yo, como una tumba más, pero con los ojos brillantes y en llamas.
Henry con la mirada perdida.
Tommy aún con regueros de lágrimas.
Y luego, por supuesto, estaba Clay, que acabó agachándose. El día que murió Penelope, Clay había descubierto que sujetaba una pinza en la mano, la misma que en ese momento apretaba tanto que empezó a dolerle, tras lo que se apresuró a devolverla al bolsillo. Ninguno de nosotros la había visto. Era brillante y nueva —amarilla—, y él le daba vueltas de manera compulsiva. Igual que los demás, esperaba a nuestro padre, pero nuestro padre había desaparecido. Pateábamos el corazón a nuestros pies; como si fuese carne, blanda y sanguinolenta. La ciudad lanzaba destellos a lo lejos.
—¿Dónde narices está?
Fui yo el que finalmente lo preguntó, tras dos horas de espera.
Cuando llegó, le costó mirarnos, y a nosotros mirarlo a él.
Estaba encorvado y deshecho.
Era un páramo con traje.
Son curiosos esos momentos posteriores a un funeral.
Hay cuerpos y heridos por todas partes.
La sala de estar se parecía más a la de un hospital, pero de esas que salen en las películas. Había chicos abrasados, descolocados. Nos amoldábamos a todo aquello sobre lo que descansábamos.
El sol no debería brillar, pero brillaba.
En cuanto a Michael Dunbar, nos sorprendió la rapidez con que aparecieron las grietas, aun teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba.
Nuestro padre se convirtió en un padre a medias.
La otra mitad había muerto con Penny.
Una noche, pocos días después del funeral, volvió a desaparecer, y los cinco salimos a buscarlo. Primero probamos en el cementerio y luego en el Brazos Desnudos (siguiendo un razonamiento que aún está por llegar).
Cuando lo encontramos, a todos nos impactó abrir el garaje y verlo tumbado junto a una mancha de aceite, ya que la policía se había llevado el coche de Penelope. Solo faltaba una galería de Pennys Dunbar. Aunque, claro, nunca la pintó, ¿verdad?
Durante un tiempo todavía fue a trabajar.
Los demás volvieron a clase.
Por entonces yo ya llevaba bastante tiempo en una empresa de instalación de parquet y moqueta. Incluso le había comprado la vieja ranchera a un tipo con el que a veces trabajaba.
Antes de eso, llamaron a nuestro padre de los distintos colegios, en los que se presentó como el perfecto embaucador de posguerra: bien vestido, recién afeitado. Dueño de la situación. «Vamos tirando», les decía, y los directores asentían, los profesores se lo tragaban; jamás alcanzaron a ver el abismo que se abría en él. Se ocultaba bajo la ropa.
No era como muchos hombres, que se dan a la bebida o pierden los estribos y maltratan a quienes tienen a su alrededor. No, para él resultó más sencillo retirarse; estaba, pero sin estar. Se quedaba en el garaje, con una copa que nunca bebía. Lo llamábamos para comer, e incluso Houdini habría quedado impresionado: iba desapareciendo sin prisa pero sin pausa, como por arte de magia.
Nos fue dejando así, cada vez un poco más.
En cuanto a nosotros, los chicos Dunbar, así fue como vivimos esos primeros seis meses:
La maestra de primaria de Tommy estaba pendiente de él.
Según nos informaba, todo iba bien.
En cuanto a los tres que estudiaban en el instituto, tenían que ir a ver a un profesor que hacía las veces de una especie de psicólogo. Primero se ocupó uno que acabó marchándose, y a ese lo sustituyó un verdadero encanto: Claudia Kirkby, la de cálidos brazos. Solo tenía veintiún años. Era castaña y bastante alta. No se maquillaba mucho, pero siempre llevaba tacones altos. En la clase había colgado los pósteres de Jane Austen y la barra de pesas y el de «Minerva McGonagall es Dios». En la mesa tenía libros y proyectos en distintas fases de corrección.
A menudo, después de haber ido a verla, Rory y Henry mantenían en casa las típicas conversaciones de chicos, conversaciones que no eran conversaciones.
—Vaya con la tal Claudia, ¿eh? —Henry.
—Menudas piernas tiene. —Rory.
Guantes de boxeo, piernas y pechos.
Eso los unió siempre.
—Cerrad la boca de una vez. —Yo.
Pero imaginaba aquellas piernas, ¿cómo no iba a hacerlo?
En cuanto a la propia Claudia, echemos un vistazo más de cerca: Tenía una atractiva mancha de sol en la mejilla, justo en medio. Tenía ojos castaños y amables. Dedicaba unas sesiones fabulosas de su clase de lengua a La isla de los delfines azules y a Romeo y Julieta. Como orientadora, sonreía mucho, pero no tenía mucha idea; en la universidad solo había estudiado un breve módulo de psicología que la cualificaba para ese tipo de calamidades. Lo más probable es que, al ser la profesora recién llegada al instituto, le pasasen todo el trabajo extra. Y tal vez más esperanzada que otra cosa, si los chicos decían que estaban bien, ella deseaba creerlos con toda su alma. Dos de ellos estaban efectivamente bien, dadas las circunstancias, pero el otro ni de lejos.
A medida que los meses se abocaban al invierno, tal vez fueron los pequeños detalles los que acabaron contando. Como verlo llegar a casa después de trabajar.
Sentado en el coche, a veces durante horas.
Con las manos polvorientas sobre el volante:
Ya no quedaban pastillas para la garganta.
Ni un solo Tic Tac.
O como que yo acabara pagando la factura del agua en lugar de él.
Luego la luz.
O la línea de banda en los partidos de fútbol de los fines de semana:
Los miraba, pero no los veía, hasta que dejó de ir del todo.
Sus brazos perdieron su carga de significado; colgaban lánguidos y sin sentido. Su estómago de hormigón se volvió mortero. Moría a medida que dejaba de ser él.
Olvidó nuestros cumpleaños, incluso el de mi mayoría de edad.
El paso a la edad adulta.
A veces comía con nosotros, y siempre fregaba los platos, pero luego salía y volvía al garaje o se quedaba debajo del tendedero, y Clay le hacía compañía, porque Clay sabía algo que nosotros ignorábamos. Si nuestro padre temía a alguien, era a Clay.
Una de esas raras noches que estaba en casa, el chico lo encontró frente al piano, mirando las teclas escritas, y se quedó allí, cerca de él, a su espalda. Sus dedos se habían detenido a medio CÁSATE.
—¿Papá?
Nada.
Deseaba decirle: «Papá, no pasa nada, no te preocupes, no pasa nada, de verdad, no le contaré a nadie lo que ocurrió. Nada. Nunca. Ellos nunca lo sabrán».
La pinza volvía a estar allí.
Dormía con ella, nunca lo abandonaba.
Algunas mañanas, después de dormir sobre ella toda la noche, se miraba la pierna en el baño y la veía dibujada, estarcida en su muslo. A veces Clay deseaba que él fuese a buscarlo a su habitación en plena oscuridad y lo despertase al arrancarlo de la cama. Ojalá nuestro padre lo hubiera arrastrado por la casa y lo hubiese sacado al patio, aunque estuviese en calzoncillos, eso no le habría importado, con la pinza encajada en el elástico.
Tal vez entonces podría haber vuelto a ser solo un niño.
Podría haber sido brazos flacuchos y piernas juveniles. Se habría estampado contra el palo del tendedero. Su cuerpo se habría topado con la manivela. El metal contra las costillas. Habría alzado la vista y en las cuerdas de lo alto habría visto las silenciosas hileras de pinzas. No habría importado que estuviera oscuro, solo habría visto la forma y el color. Podría haberlo soportado durante horas, con gusto se habría dejado apalear hasta la mañana siguiente, hasta que las pinzas eclipsasen la ciudad, hasta que compitiesen con el sol y ganasen.
Pero esa era justamente la cuestión.
Que nuestro padre nunca entró en su habitación y lo agarró de esa manera.
Solo fue aumentando su «cada vez un poco más».
Michael Dunbar no tardaría en abandonarnos.
Pero primero nos dejó solos.
Al final, habían transcurrido casi seis meses desde la muerte de Penny:
El otoño dio paso al invierno, luego llegó la primavera, y él nos dejó sin apenas decir nada.
Fue un sábado.
Fue en esa confluencia entre muy tarde y muy temprano.
En aquella época todavía teníamos la litera triple y Clay dormía en la cama de en medio. Se despertó hacia las cuatro menos cuarto. Lo vio a su lado; le habló a la camisa y al torso.
—¿Papá?
—Vuelve a dormir.
La luna estaba en las cortinas. El hombre continuó allí, inmóvil, y Clay lo supo, cerró los ojos, obedeció, pero siguió hablando.
—Te vas, ¿verdad, papá?
—Calla.
Por primera vez en meses, lo tocó.
Nuestro padre se inclinó y lo tocó, con ambas manos —y eran manos de matarife, ¿qué duda cabe?—, en la cabeza y luego en la espalda. Eran duras y polvorientas. Cálidas, pero curtidas. Amorosas, pero crueles, y carentes de amor.
Permaneció con él largo rato, pero cuando Clay volvió a abrir los ojos se había ido; el trabajo estaba hecho. Sin embargo, de algún modo, aún sentía las manos que le habían sostenido y tocado la cabeza.
Esa noche quedamos cinco en aquella casa.
Dormíamos y soñábamos en nuestras habitaciones.
Éramos niños, pero también un milagro:
Continuamos allí tendidos, vivos y respirando…
Porque esa fue la noche que nos mató.
Nos asesinó a todos en nuestras camas.