la hora de la gran riada
Y así fue.
Todo ello conducía al puente:
Al final Penelope había dicho basta, pero para Clay fue otro principio más. A partir del momento en que se la llevó, la vida fue como nunca la había conocido. Cuando volvió a salir al tendedero, levantó la mano hacia la primera de sus pinzas.
Su padre no era capaz de mirarlo.
Nunca volverían a ser los mismos.
Lo que había hecho y aquello en lo que se había convertido se transformaría deprisa en arrepentimiento.
Nunca recordaría que volvió andando al instituto.
Solo el tacto liviano de la pinza.
Estaba sentado en el patio del recinto, perdido, cuando Rory y Henry lo encontraron, lo levantaron y medio cargaron con él.
—Nos llevan a todos a casa en coche —dijeron. Sus voces como pájaros partidos—. Es Penny. Es Penny, se ha…
Pero la frase nunca llegó a acabar.
En casa, la policía. Luego la ambulancia.
Cómo flotaba todo calle abajo.
A esas alturas ya era media tarde, y nuestro padre había mentido en todo; ese había sido siempre el plan de ella. Michael la ayudaría, luego declararía que había salido un momento. Había sido la propia Penny, tan desesperada, la que…
Pero el chico se había presentado en casa y lo había estropeado.
Se había presentado y había salvado la situación.
Llamaríamos a nuestro padre el Asesino.
Pero el asesino salvador fue él.
Al final siempre estaba el puente.
Se había construido y ya solo faltaba el diluvio.
La tormenta nunca llega cuando debería.
En nuestro caso, tuvo lugar en invierno.
El estado entero no tardó en quedar sumergido.
Recuerdo ese temporal interminable y la lluvia que fustigaba la ciudad.
No fue nada comparado con el Amohnu.
Clay seguía trabajando conmigo.
Corría por las calles del barrio del hipódromo, donde la bicicleta seguía atada, sorprendentemente; nadie había sacado las cizallas ni había conseguido adivinar la combinación. O tal vez nadie había querido hacerlo.
Cuando llegó la noticia del temporal, la lluvia ya había empezado a caer mucho antes; Clay se detuvo bajo las primeras gotas de agua y corrió a los establos de Hennessey.
Puso todos los números correctos en el candado y arrastró con cuidado la bicicleta. Incluso había llevado una mancha pequeña para inflar las ruedas deshinchadas. Cootamundra, El Español y Matador. El coraje de Kingston Town. Bombeó con fuerza, con esos nombres en su interior.
Cuando se montó y cruzó el barrio del hipódromo, vio a una chica en Poseidon Road. Estaba en lo más alto, cerca de la parte norte, cerca del club Tri-Colors y de la peluquería. El Poni Percherón. Era rubia contra un cielo que se ennegrecía.
—¡Eh! —la llamó.
—¡Vaya temporal! —exclamó ella, y Clay saltó de la vieja bici.
—¿Quieres este trasto para volver a casa?
—¡No tendré tanta suerte!
—Bueno, pues parece que sí —dijo él—. Venga, cógela.
Le puso la pata de cabra y se alejó. Aunque el cielo ya había empezado a desbordarse, se la quedó mirando mientras montaba.
—¿Conoces a Carey Novac? —gritó.
—¿Qué? —repuso ella también a gritos—. ¿Quién?
Qué dolor gritar su nombre, pero Clay se sintió mucho mejor por ello.
—¡La combinación! —exclamó a través del agua—. ¡Es treinta y cinco veintisiete! —Y lo pensó un momento más, mientras tragaba agujas de lluvia—. ¡Si se te olvida, busca El Español!
—¿El… qué?
Pero ya estaba ella sola a su suerte.
Clay la miró aún un momento, luego desapareció.
A partir de ahí, solo hubo más lluvia.
No serían cuarenta días y cuarenta noches.
Durante un tiempo, sin embargo, sí pareció probable.
El primero de ellos, Clay salió para ir a buscar el primer tren hacia Silver, pero el resto no pensábamos permitirlo. Nos apelotonamos los cinco en mi ranchera, con Rosy, por supuesto, en la parte de atrás.
La señora Chilman se ocupó de los demás.
Llegamos a Silver justo a tiempo:
Cuando cruzamos el puente con la ranchera, miramos abajo.
El agua golpeaba los arcos con fuerza.
Desde el porche, bajo la lluvia, Clay pensaba en ellos; se acordó de los árboles de aspecto recio de río arriba, y de las rocas y los enormes eucaliptos rojos. En ese momento todo estaba recibiendo una paliza, y los desechos bajaban arremolinándose por el río.
Pronto pareció que el mundo entero quedaba inundado, y la parte alta del puente se sumergió también. La riada siguió subiendo durante días. Su violencia a veces resultaba magnética; nos tenía con el corazón en un puño, pero era difícil no mirar para poder creerlo.
Y entonces, una noche, la lluvia cesó.
El río continuó rugiendo, pero con el tiempo empezó a retirarse.
Todavía no había forma de saber si el puente había sobrevivido…, o si Clay alcanzaría su verdadera meta:
Cruzar esas aguas.
Durante el día el Amohnu era marrón, y se batía como cuando se hace chocolate. Pero al amanecer y al anochecer tenía color y luz: el resplandor del fuego y luego su extinción. El alba era dorada, y el río ardía, y luego se desangraba en la oscuridad de la noche.
Esperamos tres días más.
Plantados allí de pie, mirábamos el río.
Jugábamos a las cartas con nuestro padre en la cocina.
Veíamos a Rosy acurrucarse cerca del horno.
No había camas para todos, así que reclinamos los asientos de la ranchera, y Rory y yo dormíamos allí.
Unas cuantas veces, Clay salió por la puerta de atrás para ir al cobertizo, donde Aquiles montaba guardia, y allí contemplaba las obras de arte empezadas. Una de sus preferidas era un boceto esquemático de un chico a los pies de los eucaliptos… Hasta que sucedió. Llegó el día, un domingo.
Como siempre, se despertó a oscuras.
No mucho antes del alba, oí pasos —corrían, chapoteaban—, y entonces oí también que se abría la puerta del coche y sentí la fuerza de su mano.
—Matthew —susurró—. ¡Matthew!
Luego:
—Rory. ¡Rory!
Y enseguida me di cuenta.
Se oía ahí, en la voz de Clay.
Nuestro hermano estaba temblando.
En la casa se encendieron las luces. Michael salió con una linterna, bajó hacia el agua y no tardó en regresar a la carrera. Mientras yo intentaba salir del coche, él se tambaleó pero me habló con claridad, y su expresión era de incredulidad y asombro.
—Matthew, tienes que venir.
¿Ya no estaba el puente?
¿Teníamos que ir a intentar salvarlo?
Pero antes de que pudiera dar un paso más, el alba alcanzó los prados. Miré a lo lejos y lo vi.
—Joder —dije—. Mecagüen… todo. —Y luego—: Eh —dije—. Eh, ¿Rory?
Cuando nos reunimos todos en los escalones de hormigón del porche, Clay estaba en el más bajo de todos y se oyó a sí mismo hablar desde el pasado.
«No he venido por ti», le había dicho —al Asesino, a Michael Dunbar—, pero allí de pie, en ese momento, supo que era otra cosa. Había ido allí por todos nosotros. Solo que jamás habría imaginado que dolería tanto verse ante algo milagroso.
Miró un segundo a la border collie, que estaba sentada lamiéndose los belfos, pero de repente se volvió hacia Rory. Hacía ya años que había ocurrido, pero se la devolvió con fuerza:
—Mierda, Tommy, ¿tiene que jadear tan fuerte esa perra, joder?
Y Rory, a su vez, sonrió.
—Venga —le dijo a Clay entonces. Lo más suave que le he oído hablar jamás—. Vamos a verlo juntos.
Vamos al río a verlo.
Cuando llegamos todos allí abajo, el amanecer seguía prendido en el agua. El río crecido estaba ardiendo, encendido por los penachos del alba, y el puente seguía sumergido, pero intacto, y hecho de él. Ese puente estaba hecho de Clay, y ya sabes lo que dicen del barro, ¿no?
¿Podría cruzar el Amohnu?
¿Podría ser sobrehumano, aunque fuera un momento?
La respuesta, por supuesto, era que no, al menos a esa última pregunta, y entonces lo vimos de cerca.
Las oyó entre nuestros últimos pasos:
Más palabras que se habían dicho allí, en Silver.
«Daría la vida por alcanzar algún día una grandeza como la del David…».
«Vivimos las vidas de los Esclavos».
El sueño ya había acabado y había encontrado respuesta.
Clay jamás caminaría sobre esas aguas —un milagro hecho con un puente—, ni tampoco ninguno de nosotros; porque en el fuego que había prendido en los arcos, allí donde el río y la piedra sostenían en alto su figura, había alguien, auténtico y milagroso, y algo que jamás olvidaré.
Por supuesto, solo podía ser él.
Sí, él, erguido como una estatua, con tanta seguridad como si estuviera plantado en una cocina. Observaba y masticaba, indiferente —con esa expresión habitual en las greñas de su cara—, con los ollares hinchados, dominando la situación hasta el final:
Estaba rodeado de agua y alba; el nivel le llegaba unos centímetros patas arriba, tenía los cascos sobre el río y el puente. Y no tardó en sentirse impulsado a hablar. Sus preguntas habituales, sin dejar de masticar y con una sonrisa terca:
¿Qué?, dijo desde la luz de las llamas.
¿Qué tiene de extraño?
Si estaba allí para probar el puente por Clay —si era ese el motivo de su presencia—, solo podemos estar de acuerdo y reconocerlo: lo bordaba.