la última carta
No volvería a ver a Abbey:
Clay, por supuesto, se equivocaba.
Una vez, en la marea…
¡A la mierda!
Verás, se equivocó al pensar que nadie lo vio en el funeral de Carey Novac, en el que nos sentamos al fondo de la iglesia, porque entre los verdaderos dolientes y la gente y las personalidades del mundo de las carreras también había una mujer. Tenía amables ojos ahumados, vestía ropa bonita y llevaba una melenita corta que dejaba boquiabierto.
Querido Clay:
Lo siento por muchas razones.
Tendría que haberte escrito mucho antes.
Siento lo que le ocurrió a Carey.
Casi acababa de pedirle que dejase de hacerse la listilla y ella de decirme cómo se llamaba la perra de Michael… y de pronto (aunque ya había pasado más de un año) toda esa gente en la iglesia. Me quedé de pie junto a la puerta, entre los demás asistentes, y te vi al fondo, con tus hermanos.
Estuve a punto de acercarme. Ahora lamento no haberlo hecho.
Tendría que habéroslo dicho ese día: me recordasteis a Michael y a mí. Lo vi en lo cerca que os manteníais el uno del otro, a un solo brazo de distancia. Os protegeríais mutuamente de mí, o de cualquier cosa que pudiera hacerle daño. En la iglesia parecías destrozado. Espero que estés bien.
No preguntaré dónde estaba tu madre, o tu padre, porque sé que todos nos guardamos cosas, sobre todo las que les ocultamos a nuestros padres.
No te sientas obligado a contestar.
No te diré que vivas como ella hubiese querido, pero tal vez sí que lo hagas como debes.
En cualquier caso, tienes, creo, que vivir.
Siento si estas palabras están fuera de lugar; si es así, te pido disculpas.
Atentamente,
ABBEY HANLEY
Llegó unos días después de Bernborough, después de que se quedase en la pista hasta el alba. La carta se entregó en mano. Sin sello ni remite. Con un simple «Clay Dunbar» y dejada en el buzón.
Una semana más tarde, Clay atravesó el barrio del hipódromo, y la ciudad, hasta ella. Se negó a utilizar el interfono. Esperó a que entrase un vecino, se coló detrás de él y subió en ascensor hasta la decimoctava planta.
Se echó atrás cuando llegó frente a la puerta y tardó varios minutos en decidirse a llamar. E incluso entonces lo hizo con suma suavidad. Se sorprendió cuando ella acudió a abrir.
Igual que la primera vez, se mostró amable e impecable, pero no tardó en asaltarla la preocupación. Su pelo, y esa luz, eran letales.
—¿Clay? —dijo, y se acercó. Era hermosa aun estando triste—. Dios, Clay, qué delgado estás.
Necesitó de todas sus fuerzas para no volver a abrazarse a ella y que lo estrechara en la calidez de su puerta…, pero no lo hizo, no se lo permitió. Podía hablar con ella, pero nada más.
—Haré lo que dijo en la carta, viviré como debo hacerlo. Me iré y acabaré el puente.
Su voz era tan seca como el lecho del río. Abbey hizo las cosas bien. No le preguntó a qué se refería con lo del puente ni sobre cualquier otra cosa que él pudiera contarle.
Clay abrió la boca para añadir algo más, pero vaciló y se le anegaron los ojos. Se secó las lágrimas con furia, y Abbey Hanley asumió un riesgo y se la jugó, doble o nada y a la mierda el desasosiego, el lugar que ocupaba en todo aquel embrollo y lo correcto. Hizo lo que ya había hecho una vez:
Se besó los dedos, pero los colocó en la mejilla de Clay.
Él quería hablarle de Penny, de Michael, de todo lo que nos había ocurrido, a nosotros… y a él. Sí, quería contárselo todo, pero simplemente le estrechó la mano, cogió el ascensor y salió corriendo.