fútbol en el lecho del río
Lo hicimos a principios de diciembre.
Nos subimos todos a mi ranchera y punto.
Clay podía decir lo que quisiera sobre que esperásemos a que lo hubiera terminado. Estábamos más que hartos, así que saqué mis herramientas y el equipo del trabajo, y metimos los brazos para enderezar los asientos. Rosy también se vino con nosotros. Tommy lo intentó con Héctor, pero le dijimos que no tentara a su suerte… Y, Dios, cómo pensamos en él mientras íbamos en el coche.
Esos kilómetros y kilómetros de vacío.
Viajamos casi sin hablar.
Mientras tanto, las nubes traían tormentas, lo cual conllevaba una de dos posibilidades.
Que pasaran de largo sin dejar lluvia, y entonces tendrían que esperar años a hacer la prueba. O que el diluvio llegara demasiado pronto, mientras aún trabajaban a la desesperada para terminar.
Seguramente el momento más espectacular se produjo cuando retiraron la armadura —la cimbra— para dejar que los arcos se tuvieran solos en pie. A aquellas alturas ya eran hombres de otra pasta —de tender puentes en lugar de muertes—, así que hablaban de la solidez de los sillares y de la esperanza que tenían depositada en cada clave.
Pero entonces la sencillez les ganó la partida, al menos a Michael, en el lecho del río:
—Esperemos que estos cabrones aguanten.
Era como ver unas aletas en mitad del océano: sabías que solo eran delfines, pero ¿podías estar seguro de verdad? No hasta que los vieras de cerca.
Sus corazones les decían que lo habían hecho todo.
Lo habían hecho todo para que fuese perfecto.
La arenisca relucía por las mañanas.
—¿Estás listo? —preguntó Michael.
Clay asintió.
Y, en la demostración más definitiva de todas, Michael se colocó debajo.
—Clay, tú quédate ahí, quédate en la luz —dijo, y acabó de desmantelar la cimbra, y los arcos, en efecto, siguieron de pie. Entonces llegó la sonrisa, y la risa también—: ¡Ven aquí! —exclamó—. ¡Ven aquí, Clay, ven aquí debajo!
Se abrazaron como dos niños bajo el arco.
Cuando llegamos, recuerdo que lo vimos.
El puente totalmente acabado, la arenisca del tablero bien lisa.
—Joder —dijo Rory—, mirad eso.
—¡Eh! —exclamó Henry—. ¡Ahí está Clay!
Saltó del coche en marcha:
Tropezó y se echó a reír, luego corrió y lo atrapó, lo placó y lo tiró al suelo.
De nuevo, solo una historia más.
De cómo los chicos y los hermanos se quieren.
Al atardecer jugamos al fútbol australiano en el lecho del río.
Era algo que había que hacer.
Los mosquitos casi no daban abasto con nosotros.
El terreno era de una dureza despiadada, así que nos placábamos pero nos sosteníamos unos a otros en pie.
También hubo momentos en los que paramos, sin embargo, y simplemente contemplamos el puente admirados: su tablero monumental, y los arcos, gemelos, ante nosotros. Sin duda alguna se alzaba con el aire de un edificio sagrado, como una catedral de hijo y padre. Yo estaba junto al arco izquierdo.
Y supe que estaba hecho de él:
De piedra, pero también de Clay.
¿Y qué otra cosa podía decidirme a hacer?
Todavía había mucho que desconocía y, de haberlo sabido, tal vez lo habría llamado antes, allí donde estaba, entre Rosy y Aquiles.
—¡Eh!
Y de nuevo:
—¡Eh! —exclamé, y casi lo llamé «papá», pero en vez de eso dije «Michael», y él bajó la mirada hacia mí, en el lecho del río—. Te necesitamos para igualar los equipos.
Y, por extraño que parezca, él miró a Clay.
Aquel era el lecho del río de Clay, el puente de Clay; y, por ende, también su campo de fútbol australiano. Clay asintió y Michael bajó enseguida.
¿Tuvimos entonces una buena charla, acerca de cómo estar más unidos que nunca, sobre todo en momentos como ese?
Por supuesto que no; éramos chicos Dunbar.
El siguiente en decirle algo fue Henry.
Le dio una lista de instrucciones:
—Puedes atravesar los arcos corriendo, ¿vale? Y chutar la pelota por encima. ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido… —Y el Asesino sonrió desde años atrás, aunque solo fuera por una fracción de segundo.
—Y… —dijo Henry, para zanjar las cosas— dile a Rory que deje de hacer trampas, joder.
—¡Que yo no hago trampas!
Jugamos en la sangre del sol.