dos puertas

Aparte de la combinación de la bici, todavía le quedaban dos puertas que franquear, y la primera era la de Ennis McAndrew, fuera del barrio del hipódromo.

La casa era una de las más grandes.

Vieja y bonita, con tejado acanalado.

Un porche gigantesco de madera.

Clay dio varias vueltas a la manzana.

Las camelias abundaban en los jardines del lugar, y también vio algún que otro magnolio inmenso. Multitud de buzones antiguos. A Rory le habría encantado.

No contó las veces que rodeó la manzana —igual que hizo Penny antaño, y Michael— hasta detenerse delante de una puerta en concreto en medio de la noche.

Era una puerta roja y rotunda.

Aún se veían los brochazos en algunas partes.

Aquellas otras puertas condujeron a momentos memorables.

Clay sabía que no ocurriría lo mismo con esa.


En cuanto a la segunda puerta:

En diagonal, al otro lado de Archer Street.

Ted y Catherine Novac.

La miraba desde el porche. Los días fueron configurando semanas mientras Clay me acompañaba al trabajo. No había vuelto a Bernborough, ni al cementerio, ni al tejado. Menos aún a Los Aledaños. Arrastraba la culpa tras él.

En cierto momento claudiqué y le pregunté si volvería al puente, pero Clay se limitó a encogerse de hombros.

Lo sé, le había dado una paliza, por irse.

Pero era evidente que debía terminarlo.

Nadie podía vivir así.


Finalmente lo hizo, ascendió los peldaños de McAndrew.

Una mujer mayor le abrió la puerta.

Iba teñida y permanentada, y en lo que a mí respecta, no estoy de acuerdo con él, pues esa puerta también condujo a un momento memorable, contenido en la decisión de presentarse allí.

—¿En qué puedo ayudarte?

Y Clay, peor que nunca, mejor que nunca, dijo:

—Lamento importunarla, señora McAndrew, pero, si no es mucha molestia, ¿existiría la posibilidad de poder hablar con su marido? Me llamo Clay Dunbar.

El viejo de la casa conocía su nombre.


En casa de los Novac también lo conocían, pero como el chico al que habían visto en el tejado.

—Pasa —dijeron, y ambos se mostraron exasperantemente amables con él, tanto que le resultó doloroso.

Hicieron té, y Ted le estrechó la mano y le preguntó cómo estaba. Catherine Novac sonreía, una sonrisa que le impedía morir, o llorar, o tal vez ambas cosas; Clay no supo cuál de las dos.

En cualquier caso, cuando se lo contó, procuró no mirar hacia el lugar que ella ocupó aquel día, cuando escucharon la carrera del sur, cuando el gran alazán fue derrotado. Su té quedó frío e intacto.

Les contó lo que significaba el sábado por la noche.

El colchón, la cubierta de plástico.

Les contó lo de «Matador en la quinta».

Les dijo que la quería desde el primer momento en que ella se dirigió a él, y que él tenía la culpa, que toda la culpa era suya. Clay se quebró, pero no se rompió, porque no merecía sus lágrimas ni su compasión.

—La noche antes de que se cayera, quedamos en ese lugar, nos desnudamos y…

Se detuvo porque Catherine Novac —con un ademán rubio cobrizo— se puso de pie y se acercó a él. Hizo que se levantara de la silla, con suavidad, y lo abrazó con fuerza, con mucha fuerza, y le acarició el pelo corto y lacio, y fue tan extremadamente tierna con él que resultó doloroso.

—Has venido a contárnoslo, has venido —dijo.

Ted y Catherine Novac no tenían nada que recriminar, al menos a ese pobre chico.

Ellos la habían llevado a la ciudad.

Ellos conocían los riesgos.


Luego estuvo McAndrew.

Fotografías enmarcadas de caballos.

Fotografías enmarcadas de jockeys.

La luz del interior era naranja.

—Sé quién eres —dijo. El hombre parecía más menudo, como una ramita partida en una butaca. En el próximo capítulo volverás a verlo allí, y verás lo que Ennis McAndrew dijo una vez—. Eres la madera muerta que le dije que debía podar. —Tenía el pelo blanco amarillento. Llevaba gafas. Una pluma en el bolsillo. Le brillaban los ojos, aunque no con alegría—. Supongo que has venido a echarme la culpa, ¿no?

Clay estaba sentado en el sillón de delante.

Se forzaba a mirarlo de frente.

—No, señor, he venido a decirle que tenía razón.

Aquello cogió a McAndrew por sorpresa.

—¿Qué? —preguntó, observándolo con atención.

—Señor, yo…

—Llámame Ennis, por el amor de Dios, y habla más alto.

—De acuerdo, bien…

—He dicho que hables más alto.

Clay tragó saliva.

—No fue culpa suya, sino mía. —No le contó lo que le había contado a los Novac, pero procuró que McAndrew lo entendiera—. Ella nunca acabó de deshacerse de mí del todo, ¿sabe?, y por eso pasó lo que pasó. Debía de estar demasiado cansada o desconcentrada…

McAndrew asintió despacio.

—Se distrajo, subida a la silla.

—Sí, creo que sí.

—Estuviste con ella la noche anterior.

—Sí —contestó Clay, y se marchó.

Se marchó, pero estaba al pie de los escalones cuando tanto Ennis como su mujer salieron y el viejo lo llamó.

—¡Eh! ¡Clay Dunbar!

Clay se volvió.

—No tienes ni idea de todo lo que he visto hacer a los jockeys a lo largo de mi vida. —De pronto sonaba comprensivo—. Y por cosas que valían mucho menos que tú. —Incluso bajó los escalones y se reunió con él en la puerta de la valla—. Escúchame, hijo —dijo, y en ese momento Clay reparó por primera vez en el diente de plata que se escoraba a la derecha al fondo de la boca de McAndrew—. Soy incapaz de imaginar lo que te habrá costado venir hasta aquí para contármelo.

—Gracias, señor.

—¿Por qué no vuelves a entrar?

—Será mejor que me vaya a casa.

—Muy bien, pero si hay algo, lo que sea, que pueda hacer por ti, dímelo.

—¿Señor McAndrew?

El anciano se detuvo con el periódico bajo el brazo y alzó la cabeza de manera apenas perceptible.

Clay estuvo a punto de preguntarle si Carey era muy buena, o si podría haber llegado a serlo, pero sabía que ninguno de los dos lo habría soportado, así que optó por algo distinto.

—¿Por qué no sigue entrenando? —le preguntó—. No es justo que lo deje, no fue cul…

Y Ennis McAndrew se detuvo en seco, se recolocó el periódico y desanduvo sus pasos.

—Clay Dunbar —masculló, aunque ojalá se hubiese explayado un poco más.

Tendría que haber dicho algo de Phar Lap.

(En aguas que están muy próximas, pero aún por llegar).


En casa de Ted y Catherine Novac, solo le quedaba buscarlos:

El mechero, la caja y la carta de Clay.

Ellos no lo sabían porque todavía no habían tocado su cama. Estaba en el suelo, debajo.

«Matador en la quinta».

«Carey Novac en la octava».

«Kingston Town no tiene nada que hacer».

Ted pasó una mano sobre las palabras.

En cuanto a Clay, sin embargo, lo que más lo desconcertó, y en última instancia le ofreció algo que llevarse consigo, fue el segundo de los dos objetos nuevos que contenía la caja. El primero era la foto del chico sobre el puente, la que su padre le había mandado, pero el segundo no se lo había dado él. Era algo que Carey había robado, y él nunca sabría exactamente cuándo.

Era clara, pero verde y alargada.

Carey había estado aquí, en el número 18 de Archer Street.

Había robado una puñetera pinza.

El puente de Clay
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