como un huracán
Había oscurecido, pero la ciudad estaba viva.
El silencio reinaba en el interior del coche.
Ya solo quedaba volver a casa.
Antes, las cervezas habían pasado de mano en mano.
Seldom, Spa, Maguire.
Schwartz y Starkey.
Todos se habían llevado algo de dinero, como el tal Lepras, que había apostado catorce minutos exactos. Cuando empezó a regodearse, lo mandaron a hacerse un injerto de piel. Henry se quedó con el resto. Todo orquestado bajo un cielo rosa y gris. El mejor grafiti de la ciudad.
En cierto momento, Schwartz estaba contándoles la historia de los escupitajos de los doscientos metros cuando la chica hizo la pregunta. Estaba matando el tiempo en el aparcamiento con Starkey.
—¿Qué cojones le pasa a ese tío? —Aunque no fue esa; la pregunta en cuestión llegaría en cuestión de pocos minutos—. Venga a correr y venga a pelear. —Pensó en ello y se echó a reír—. Pero ¿qué mierda de juego es ese? Sois una panda de tarados.
—Tarados —repitió Starkey—, muchas gracias.
La rodeó con un brazo como si fuese un cumplido.
—¡Eh, encanto! —Henry.
Tanto la chica como la gárgola se volvieron, y Henry sesgó una sonrisa.
—¡No es un juego, se entrena!
La chica del tirante indolente se llevó una mano a la cadera, y ya te imaginarás qué preguntó. Henry hizo lo que pudo:
—Eso, Clay, ilumínanos. ¿Para qué narices entrenas?
Pero esa vez Clay le dio la espalda al hombro. Sentía el pulso en el rasguño del pómulo, cortesía de las patillas de Starkey. Metió la mano buena en el bolsillo, muy pausadamente, y luego se agachó.
No está de más mencionar que el motivo exacto por el que entrenaba también era un misterio para nuestro hermano. Solo sabía que se estaba preparando, a la espera del día que lo descubriera. Y el caso es que ese día había llegado. Le aguardaba en la cocina de casa.
Carbine Street, Empire Lane y luego el trecho de Poseidon Road.
A Clay le gustaba el camino de vuelta a casa.
Le gustaban las mariposillas apostadas en lo alto de las farolas. Se preguntaba si la noche las excitaba o las serenaba y sosegaba; en cualquier caso, por lo menos daba un sentido a su existencia. Esas mariposillas sabían qué hacer.
Poco después llegaron a Archer Street.
Henry: conduciendo, con una mano, sonriente.
Rory: los pies en el salpicadero.
Tommy: medio dormido, apoyado en la jadeante Rosy.
Clay: sin saber que había llegado la hora.
Finalmente, Rory no pudo soportarlo más; esa calma.
—Mierda, Tommy, ¿tiene que jadear tan fuerte esa perra, joder?
Tres de ellos rieron; una risotada rápida y rotunda.
Clay miró por la ventanilla.
Tal vez lo apropiado habría sido que Henry condujese dando tumbos y que se hubiese montado en el camino de entrada, pero nada más lejos.
Puso el intermitente junto a la casa de la señora Chilman, la vecina.
Torció tranquilo hacia la nuestra, con un giro todo lo grácil de lo que era capaz su coche.
Faros apagados.
Puertas abiertas.
Lo único que traicionó la paz absoluta fueron los portazos. Cuatro disparos rápidos contra la casa, tras los que se dirigieron derechos a la cocina.
Cruzaron el jardín, juntos.
—A ver, capullos, ¿alguno sabe qué hay de cena?
—Sobras.
—No está mal.
Sus pies pisaron el porche.
—Ahí vienen —dije—, así que ya te puedes preparar para irte.
—Lo comprendo.
—¿Tú qué vas a comprender?
Todavía intentaba averiguar por qué había dejado que se quedara. Apenas unos minutos antes, cuando me había explicado el motivo de su visita, mi voz había rebotado contra los platos y se había abalanzado sobre la garganta del Asesino.
—¿Que quieres qué?
Tal vez fuese el convencimiento de que aquello ya estaba en marcha, de que iba a suceder de todas maneras. Si había llegado el momento, que así fuera. Además, a pesar del estado lamentable del Asesino, intuía que había algo más. Había determinación y, sí, me habría encantado echarlo… Oh, cogerlo por el brazo. Obligarlo a levantarse. Despacharlo a empujones por la puerta. ¡Habría sido un gustazo, joder! Pero también nos habría dejado desprotegidos. El Asesino podía volver a atacar cuando yo no estuviera.
No. Mejor así.
La manera más segura de controlar la situación era plantarnos los cinco ante él en una demostración de fuerza.
Vale, un momento.
Dejémoslo en cuatro, y un traidor.
Esta vez fue instantáneo.
Tal vez Henry y Rory no habían apreciado antes el peligro, pero en ese momento impregnaba toda la casa. La confrontación se respiraba en el ambiente, igual que el olor a cigarrillo.
—Chist. Cuidado —susurró Henry, lanzando un brazo hacia atrás.
Cruzaron el pasillo.
—¿Matthew?
—Aquí. —Grave y pensativa, mi voz lo confirmó.
Durante un momento, los cuatro se miraron, alerta, confusos, rebuscando en algún manual interior qué paso debían dar a continuación.
—¿Estás bien, Matthew? —insistió Henry.
—Estoy genial, venid aquí.
Se encogieron de hombros, abrieron las manos.
Ya no había motivos para no entrar, y uno tras otro encaminaron sus pasos hacia la cocina, donde la luz desaguaba como en la desembocadura de un río. Pasó de amarilla a blanca.
Dentro, yo estaba de pie junto al fregadero, con los brazos cruzados. Detrás de mí estaban los platos, limpios y relucientes, como una pieza de museo rara y exótica.
A su izquierda, en la mesa, él.
Dios, ¿oyes eso?
¿Sus corazones?
En ese momento, la cocina era un pequeño continente en sí misma, y los cuatro chicos se hallaban en tierra de nadie, como ante una especie de migración de grupo. Cuando llegaron junto al fregadero, formamos una piña en la que Rosy también encontró su lugar. Es curioso cómo somos los chicos, que no nos importa tocarnos —hombros, codos, nudillos, brazos—, y así fue como todos miramos a nuestro asesino, que estaba sentado, solo, a la mesa. Hecho un verdadero manojo de nervios.
¿Qué había que pensar?
Cuatro chicos, pensamientos agitados, y un despliegue de dientes por parte de Rosy.
Sí, la perra supo de manera instintiva que también debía despreciarlo, y fue ella la que rompió el silencio; gruñó y se dirigió hacia él, despacio.
Señalé al suelo, tranquilo y tajante.
—Rosy.
Se detuvo.
La boca del Asesino no tardó en abrirse.
Pero nada salió de ella.
La luz era de un blanco aspirina.
La cocina empezó a abrirse en ese momento, o al menos lo hizo para Clay. El resto de la casa se desprendió y el patio se precipitó al vacío. Un golpe de guadaña apocalíptico que arrasó y seccionó la ciudad, las afueras y todos los campos caídos en el olvido. Negro. Para Clay solo existía ese lugar, la cocina, que en una tarde había pasado de clima a continente, y de pronto a aquello:
Un mundo con mesa y tostadora.
Con hermanos y sudor junto al fregadero.
El calor asfixiante persistía, un ambiente sofocante y arenoso, igual que el aire antes de un huracán.
Como si estuviese perdido en aquellas reflexiones, el Asesino tenía una expresión distante, aunque no tardó en arrastrarla de vuelta. Ahora, pensó, tienes que hacerlo ahora, y lo hizo, realizó un esfuerzo colosal. Se levantó, y su tristeza tenía algo de aterrador. Había imaginado ese momento en incontables ocasiones, pero había llegado allí vacío por dentro. Era una mera carcasa. Para el caso, podría haber salido de dentro del armario o aparecido debajo de la cama:
Un monstruo manso y confuso.
Una pesadilla, repentinamente viva.
Pero entonces, sin más, se acabó.
Se produjo una declaración muda, y años de sufrimiento sostenido resultaron intolerables ni un segundo más; la cadena se resquebrajó y acabó rompiéndose. La cocina había visto de todo ese día y se detuvo con un chirrido de frenos en ese punto: cinco cuerpos enfrentados precisamente a él. Cinco chicos unidos, pero de pronto uno estaba solo, de pie, desprotegido —porque ya no tocaba a ningún hermano—, y esa sensación le gustó y le repugnó a la vez. Acogió ese sentimiento, también lo sufrió. No le quedaba más que dar un paso hacia el único agujero negro de la cocina.
Volvió a meter la mano en el bolsillo, y cuando sacó lo que guardaba allí, estaba hecho pedazos; los mostró en la mano extendida. Eran cálidos, rojos y de plástico, los trozos de una pinza destrozada.
Y, después de eso, ¿qué quedaba?
La voz de Clay se proyectó en el silencio, desde la oscuridad hacia la luz:
—Hola, papá.