los transportistas
En el suelo de la cocina, Penelope se decidió.
Su padre había querido que tuviera una vida mejor, y eso era lo que haría:
Se desprendería de su docilidad, de su cortesía.
Iría para allá y alcanzaría la caja de zapatos.
Sacaría el dinero y lo aferraría en la mano.
Se lo metería en los bolsillos y caminaría hasta el tren… recordando todo el rato la carta, y Viena:
«Hay otra forma de vivir».
Sí, la había, y ese día iría a por ella.
Bez wahania.
Sin dudarlo.
Ya tenía los establecimientos localizados mentalmente.
Había ido antes y conocía cada tienda de música por su ubicación, sus precios y sus diversas especialidades. Había una en concreto que siempre parecía llamarla. Los precios eran la primera parte; aquello era todo lo que podía permitirse. Pero también le había gustado su carácter caótico: las partituras rizadas, el busto mugriento de Beethoven poniendo ceño en un rincón, el vendedor encorvado sobre el mostrador. Era un hombre alegre y de cara puntiaguda, y casi siempre comía cuartos de naranja. También gritaba para imponerse a su sordera.
—¡¿Pianos?! —se había desgañitado la vez que entró ella. Lanzó una piel de naranja a la papelera y falló. («¡Mierda, desde un metro!»). Sordo como estaba, aun así le había notado el acento—. ¿Para qué querría un piano una viajera como usted? ¡Es peor que un peso de plomo atado al cuello! —Se quedó quieto y alargó una mano hacia la Hohner más cercana—. A una muchacha delicada como usted le iría bien una de estas. Veinte pavos. —Abrió la cajita y deslizó los dedos sobre la armónica. ¿Era esa su forma de decirle que no podía permitirse un piano?—. Se la puede llevar a todas partes.
—Es que no me voy a ningún sitio.
El viejo cambió de táctica.
—Desde luego. —Se lamió los dedos y enderezó la espalda un poco—. ¿Cuánto tiene?
—Por ahora no mucho. Creo que… trescientos dólares.
El hombre rio escudándose tras una tos.
Un poco de pulpa de naranja cayó en el mostrador.
—Mire, guapa, sueña usted despierta. Si lo que quiere es uno bueno, o medio decente al menos, vuelva cuando tenga uno de los grandes.
—¿Uno de los grandes?
—¿Mil?
—Ah. ¿Puedo probar alguno?
—Faltaría más.
Pero no llegó a tocar ningún piano, ni en esa tienda ni en las otras. Si necesitaba mil dólares, necesitaba mil dólares, y solo entonces encontraría uno, lo tocaría y lo compraría, todo el mismo día.
Y ese día, de hecho, había llegado.
Aunque le faltaran cincuenta y tres dólares.
Entró en la tienda con los bolsillos a rebosar.
Al vendedor se le iluminó la cara.
—¡Está usted aquí!
—Sí. —Le costaba respirar. Sudaba a mares.
—¿Tiene mil dólares?
—Tengo… —Sacó los billetes—. Novecientos… cuarenta y siete.
—Sí, pero…
Penny plantó las manos en el mostrador y dejó dos huellas de garras en el polvo, los dedos y las palmas bien pegajosos. Su rostro quedaba a la altura del de él; sus omóplatos amenazaban con dislocarse.
—Por favor. Tengo que tocar uno hoy. Pagaré el resto cuando llegue el dinero, pero tengo que probar uno, por favor, hoy.
Por primera vez, el hombre no la forzó a aceptar su sonrisa; sus labios solo se abrieron para hablar.
—Está bien. —Con un gesto le indicó que lo siguiera, al tiempo que echaba a andar—. Por aquí.
La llevó al piano más barato, por supuesto, y era bonito, de color nogal.
Ella se sentó en la banqueta, levantó la tapa.
Contempló el paseo entarimado de teclas:
Algunas estaban melladas, pero, por entre los huecos de su desesperación, ella ya se había enamorado, y eso que aún no había producido ni un sonido.
—¿Y bien?
Penny se volvió despacio para mirar al hombre y por dentro estaba a punto de venirse abajo; era otra vez la Chica del Cumpleaños.
—Bueno, adelante.
Y ella asintió. Se concentró en el piano y recordó un viejo país. Recordó a un padre y sus manos en la espalda de ella. Se vio en el aire, subiendo muy alto, con una estatua tras los columpios, y Penelope tocó y lloró. A pesar de una sequía tan larga de piano, tocó de una forma preciosa (uno de los nocturnos de Chopin) y lamió las lágrimas de sus labios. Se las sorbió, las succionó, y lo tocó todo bien, a la perfección:
La Cometedora de Errores no cometió ningún error.
Y, a su lado, el olor a naranja.
—Ya veo —dijo el hombre—, ya veo. —Estaba de pie junto a ella, a su derecha—. Creo que entiendo lo que quiere decir.
Se lo dejó por novecientos y organizó la entrega.
El único problema era que el vendedor no solo tenía un oído atroz y una tienda que era un caos, también su escritura era una catástrofe. De haber sido aunque fuera solo un poco más legible, mis hermanos y yo ni siquiera existiríamos…, porque en lugar de leer 3/7 Pepper Street de su propio puño y letra, envió a los transportistas al número 37.
Como puedes imaginar, los hombres se mosquearon un poco.
Era sábado.
Tres días después de que ella lo comprara.
Mientras uno llamaba a la puerta, los otros dos empezaron a descargar. Habían bajado el piano del camión y lo tenían ya en el camino de entrada. El jefe estaba hablando con un hombre en el porche, pero no tardó en gritarles algo.
—¿Qué narices hacéis vosotros dos?
—¿Qué?
—¡Que nos hemos equivocado de casa, puñetas!
Entró y usó el teléfono del hombre, y luego regresó mascullando.
—Ese imbécil —dijo—. Ese estúpido comenaranjas… ¡Menudo capullo!
—¿Qué pasa?
—Es un apartamento. Puerta tres, en el número siete.
—Pero, mira, allí abajo no hay sitio para aparcar.
—Pues aparcaremos en mitad de la calle.
—A los vecinos no les va a hacer mucha gracia.
—Tú sí que no les haces gracia a los vecinos.
—¿Y eso qué quiere decir?
La boca del jefe adoptó gestos diversos de reprobación.
—Está bien, dejadme que baje hasta allí. Vosotros dos sacad el carro. Como lo hagamos rodar calle abajo, las ruedecillas del piano se irán a tomar viento, y nosotros iremos detrás. Voy a llamar a la puerta. Lo último que nos faltaba es acabar llevándolo hasta allí y que no haya nadie en casa.
—Bien pensado.
—Sí, claro que está bien pensado. Y ahora ni se os ocurra volver a tocar ese piano, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—No hasta que yo os lo diga.
—¡De acuerdo!
En ausencia del jefe, los dos hombres miraron al hombre del porche:
El que no quería un piano.
—¿Cómo va eso? —les preguntó.
—Un poco cansados.
—¿Quieren algo de beber?
—No… Seguro que al jefe no le gusta.
El del porche era de estatura mediana, tenía el pelo oscuro y ondulado, ojos aguamarina y un corazón desvencijado…, y, cuando el jefe regresó caminando, había una mujer de aspecto tranquilo, con la cara pálida y los brazos bronceados, en mitad de Pepper Street.
—Venga —dijo el hombre. Salió del porche mientras subían el piano al carro—. Yo me ocupo de un extremo, si quieren.
Y así fue como, un sábado por la tarde, cuatro hombres y una mujer hicieron rodar un piano de madera de nogal por un tramo considerable de Pepper Street. En extremos opuestos del rodante instrumento estaban Penelope Lesciuszko y Michael Dunbar; y Penelope no podía tener ni idea. Aunque sí se fijó en cómo le divertían a ese hombre los transportistas, y en el cuidado que ponía en el bienestar del piano, no tenía forma de saber que allí se escondía una marea que la arrastraría al resto de su vida y que, además, le daría otro apodo y un nombre definitivo.
Tal como le dijo a Clay cuando se lo contó:
—Resulta extraño pensarlo, pero un día me casaría con ese hombre.