claudia kirkby, la de cálidos brazos
A la mañana siguiente, tanto Henry como Clay se despertaron con la cara hinchada.
Uno de ellos iría a clase, vapuleado, tranquilo y magullado, y el otro trabajaría conmigo, vapuleado, tranquilo y magullado, y empezaría la espera de la llegada del sábado.
Esta vez, sin embargo, era distinto:
La espera era para verla montar.
Ese primer día habrían de llegar muchas cosas, gracias principalmente a Claudia Kirkby. Pero antes Clay saludó a Aquiles.
Yo trabajaba cerca de casa, de modo que podíamos salir un poco más tarde, así que Clay fue al patio. El sol bañaba los animales, pero golpeó a Clay en la cara. Enseguida aliviaría sus magulladuras.
Primero Clay le dio unas palmaditas a Rosy, hasta que su lengua rozó la hierba.
El mulo sonrió desde debajo del tendedero.
Lo miró. Has vuelto, dijo.
Clay le acarició las crines.
He vuelto…, pero no por mucho tiempo.
Clay se agachó para examinar las pezuñas del mulo y Henry salió en su busca.
—¿Tiene bien los cascos?
—Sí.
—¡Pero si habla! ¡Debería bajar al quiosco!
Clay le concedió incluso más, levantando la vista del casco que tenía entre manos:
—Eh, Henry: del uno al seis.
Henry sonrió.
—Qué te juegas.
En cuanto a Claudia Kirkby, a la hora de comer, Clay y yo estábamos descansando en una casa, entre una partida de tablones para el suelo. Me había levantado para ir a lavarme las manos cuando sonó el teléfono y le pedí a Clay que contestara. Era la profesora que hacía las veces de orientadora. Ante la sorpresa de que hubiera vuelto, Clay le dijo que solo era temporal. En cuanto al motivo de la llamada, resulta que había visto a Henry, dijo, y quería saber si todo iba bien.
—¿Por casa? —preguntó Clay.
—Eh… Sí.
Clay miró al frente y medio sonrió.
—No, en casa nadie le ha dado una paliza a Henry. Ninguno de nosotros haría nunca algo así.
Me acerqué a zancadas.
—Dame el dichoso móvil.
Me lo dio.
—¿Señorita Kirkby? Vale, Claudia. No, no pasa nada, solo ha tenido un problemilla en el barrio. Ya sabes lo tontos que son los chicos a veces.
—Ah, ya.
Hablamos unos minutos, y tenía una voz tranquila —suave pero segura— y la imaginé al otro lado del teléfono. ¿Llevaría la falda oscura y la camisa de color crema? ¿Y por qué veía sus pantorrillas? Estaba a punto de colgar cuando Clay me pidió que le dijera que se había traído los libros que ella le había prestado.
—¿Quiere más?
Clay la oyó. Lo pensó un momento y luego asintió.
—¿Cuál es el que más le ha gustado?
—La batalla de la calle Quince Este —dijo él.
—Ese está muy bien.
—Me gustó el viejo jugador de ajedrez. —Esta vez un poco más alto—. Billy Wintergreen.
—Oh, es que es buenísimo —dijo Claudia Kirkby; yo estaba de pie, atrapado en medio.
—¿Queréis que os traiga algo? —pregunté (como cuando me vi entre Henry y Rory la noche anterior, cuando Clay volvió a casa), y ella sonrió al otro extremo de la línea telefónica.
—Venid y os lleváis los libros mañana —dijo—. Todavía estaré aquí un rato después de trabajar.
Los viernes, el personal se quedaba a tomar algo.
Cuando colgué, Clay sonreía de manera rara.
—Borra esa estúpida sonrisa de la cara.
—¿Qué?
—No me vengas con «qué», que agarres de ahí, joder.
Transportamos los tablones del suelo escalera arriba.
A la tarde siguiente, yo me quedé en el coche mientras Clay se dirigía al patio.
—¿Tú no vienes?
Ella estaba junto al aparcamiento.
Lo saludó con la mano, levantándola hacia la luz, y realizaron el intercambio de libros.
—Dios, ¿qué te ha pasado? —preguntó.
—No es nada, señorita Kirkby, era necesario.
—Los Dunbar nunca dejáis de sorprenderme. —En ese momento reparó en el coche—. ¡Hola, Matthew!
Mierda, ahora tenía que bajar. Esa vez me fijé en los títulos:
El aventador.
El aserrador.
(Ambos del mismo autor).
El Chico y el Jefe.
En cuanto a Claudia Kirkby, me estrechó la mano, y sus brazos parecían cálidos mientras la tarde anegaba los árboles. Me preguntó qué tal iba todo y si me alegraba de volver a tener a Clay en casa, y por supuesto dije que por supuesto, aunque no se quedaría mucho.
Justo antes de irnos, detuvo su mirada en Clay unos momentos.
Lo pensó, se decidió y alargó una mano.
—Espera, dame uno de esos libros —dijo.
En un trozo de papel, anotó su número de teléfono y escribió un mensaje, que coló en el interior de la cubierta de El Chico y el Jefe:
En caso de emergencia
(como que continúes quedándote sin libros).
C. K.
Y efectivamente llevaba aquel conjunto, como yo esperaba, y lucía esa mancha de sol en mitad de la mejilla.
Tenía el pelo castaño y le llegaba a los hombros.
Me moría mientras nos alejábamos.
El sábado llegó el gran momento y los cinco al completo nos dirigimos a Royal Hennessey. Había corrido la voz: McAndrew tenía una nueva aprendiz que era una bala y que resultaba ser la chica del número 11 de Archer Street.
La pista tenía dos graderías distintas:
Los socios y la purria.
En la tribuna de los socios había clase, o al menos se fingía, y champán desbravado. Había hombres trajeados y mujeres tocadas, aunque algunos sombreros difícilmente podrían calificarse como tales. Incluso Tommy se paró y preguntó qué eran aquellas cosas tan extrañas.
Juntos, nos encaminamos a la purria —las gradas públicas de pintura desconchada—, con sus apostadores y fantoches, sus ganadores y perdedores, la mayoría de ellos orondos y ordinarios. Eran cerveza, nubes, billetes de cinco dólares y bocados de carne y humo.
En medio, por supuesto, estaba el paddock, donde los caballos daban vueltas lentas y pausadas acompañados por los mozos. Los jockeys estaban con los preparadores. Los preparadores con los propietarios. Había color y castaño. Sillas y azabache. Estribos. Instrucciones. Muchos asentimientos de cabeza.
En cierto momento, Clay vio al padre de Carey (que durante un tiempo fue conocido como Trotón Ted), alto para ser antiguo jockey, bajo para ser hombre, como Carey le había dicho una vez. Iba trajeado y se apoyaba en la valla con el peso de sus manos desmedidas.
Pocos minutos después también apareció su mujer, con un vestido verde claro y la melena rubio cobrizo suelta, aunque controlada: la formidable Catherine Novac. Hacía rebotar un bolsito a juego contra un costado, inquieta, un tanto enfadada y en silencio. En un momento dado se lo llevó a la boca, un poco como si le diera un mordisco a un sándwich. Era fácil adivinar que odiaba los días de carrera.
Subimos y nos sentamos al fondo de la grada, en asientos rotos y llenos de manchas de agua. El cielo estaba tapado, pero no llovía. Juntamos el dinero. Rory fue a apostar mientras mirábamos a Carey, que estaba en el paddock. La acompañaba el viejo McAndrew, que no decía nada, solo observaba. Aquel hombre era un palo de escoba cuyas extremidades recordaban las manecillas de un reloj. Cuando se volvió, Clay le vio los ojos, y eran claros y cristalinos, de un azul grisáceo.
Recordó algo que McAndrew había dicho una vez, y no solo de tal manera que él alcanzara a oírlo, sino junto a su cara. Algo acerca del tiempo y el trabajo y de podar la madera muerta. De algún modo, la idea había acabado gustándole.
Por supuesto, Clay sonrió cuando la vio.
McAndrew la llamó para que se acercara.
Cuando le dio indicaciones, se limitó a siete u ocho sílabas sucintas, ni más ni menos.
Carey Novac asintió.
En un solo movimiento, la chica dio un paso hacia el caballo y montó.
Lo sacó al trote por la puerta.