muerte en la tarde
Para Penelope todo iba muy bien.
El discurrir de los años seguía su curso.
Ya hacía mucho que había salido del campamento, vivía sola en un apartamento de planta baja, en una calle que se llamaba Pepper Street. Le encantaba ese nombre.
Ahora trabajaba también con otras mujeres: una tal Stella, una tal Marion, una tal Lynn.
Trabajaban en parejas, no siempre las mismas, surcando la ciudad para limpiar. Por supuesto, en ese tiempo también había estado ahorrando para un piano de segunda mano, y esperaba con paciencia poder ir a comprarlo. En su pequeño apartamento de Pepper Street tenía una caja de zapatos debajo de la cama con los billetes enrollados dentro.
También siguió perfeccionando su inglés, y lo sentía más cercano cada noche. Su ambición de leer tanto la Ilíada como la Odisea de principio a fin parecía cada vez una posibilidad más real. A menudo se sentaba hasta bien pasada la medianoche con un diccionario al lado. Muchas veces se dormía así, en la cocina, con la cara toda arrugada y de lado sobre la calidez de las páginas; era su constante Everest inmigrante.
Qué típico, y qué perfecto.
Aquella, a fin de cuentas, era Penelope.
Cuando la hazaña inalcanzable estaba al alcance de su mano, el mundo se venía abajo.
Era como en esos dos libros, en realidad.
Justo cuando una guerra estaba a punto de ganarse, un dios se entrometía. En ese caso, la destrucción:
Llegó una carta.
Le informaban del suceso: él había muerto en la calle.
Su cuerpo se derrumbó junto al viejo banco de un parque. Por lo visto, su rostro estaba medio cubierto de nieve y su mano era un puño, hundido contra su corazón. No era un gesto patriótico.
El funeral se había celebrado antes de la fecha de la carta.
Fue algo discreto. Él había muerto.
Aquella tarde, su cocina estaba llena de sol, y la carta, cuando la dejó caer, se balanceó como un péndulo hecho de papel. Se coló debajo de la nevera, y Penelope pasó muchos minutos a gatas, intentando alcanzar ahí debajo, al fondo, para recuperarla.
Joder, Penny.
Ahí estabas.
Ahí estabas, con las rodillas todas magulladas y tirantes, y la mesa llena de cosas detrás de ti. Ahí estabas, con tus ojos borrosos y el pecho abatido, tu rostro en el suelo —una mejilla y una oreja—, tu espalda esquelética en el aire.
Gracias a Dios que hiciste lo que hiciste después.
Nos encantó lo que hiciste después.