Capítulo XII

En el locutorio apareció una hermana lega que venía rezando y santiguándose. Sus zapatos claveteados resonaron sobre la tarima. Era alta, con el rostro aldeano y el ademán brioso. Llevaba en vez de hábito, basquina de estameña, y sobre la frente morena y bruñida, una toca de lienzo pegada a la raíz del cabello. Siempre rezando entre dientes, buscó una llave en el manojo que le colgaba de la cintura, y abrió la puerta de la reja:

—Pasen y hagan su escudriña.

El comandante entró mirando a la lega con fiero talante, y los cuatro mozos de la escuadra le siguieron chocando las linternas con una risa estúpida. La lega cogió de un brazo al que tenía más cerca, y le zarandeó:

—¡Guarday otro respeto, Faraones!

Bajo el arco tirante de las cejas, los ojos de la lega despedían lumbre. Era hija de labradores montañeses, y por devoción había entrado a servir en el convento, donde al cabo de siete años alcanzaría profesar sin dote. Hacía tres que llegara de su tierra, con los zapatos en la mano para no romperlos en el largo camino, y poder presentarse a la Madre Abadesa. Uno de los marineros quiso pasarle el brazo por la cintura:

—¡Vamos a naufragar!

La lega buscó entre sus llaves la más recia, y la empuñó con brío:

—¡Al que me apalpe lo escrismo!

Y marchó delante, rezando en voz baja y santiguándose. Atravesaron una gran cuadra con ventanas enrejadas, y subieron una escalera de piedra que llevaba a la galería del claustro alto, donde estaban las celdas. El convento parecía abandonado, y en el silencio de las bóvedas, la voz irreverente de aquella escuadra de marineros borrachos, despertaba un eco sacrílego. De tiempo en tiempo llegaba, en una ráfaga amplia y sonora, el canto de las monjas guiado por el órgano, y se extinguía de pronto como en una gran desolación. Los pasos de la escuadra resonaban siempre, y la lega, sacudiendo el manojo de sus llaves, iba abriendo puertas que quedaban batiéndose. Los soldados entraban en las celdas, revolvían los lechos, esparcían la paja de los jergones, y salían riendo, mostrándose furtivamente algún acerico que se llevaban para las novias. Y otra vez la salmodia penitente estremecía el convento con su sollozar de almas, y la voz del órgano parecía el rugido de un león ante el sol apagado, en el día de la ira. Recorrían luego corredores, salas silenciosas, subían y bajaban escaleras profundas. Cuando cruzaban ante alguna imagen, el comandante tenía un alarde de impiedad y se calaba hasta las cejas la visera de su gorra. Los mozos de la escuadra se miraban entre medrosos y admirados, sin que ninguno osase imitarle. Salieron al huerto, registraron en el pozo y al pie de los limoneros donde esperaban descubrir el contrabando de fusiles. Volvieron al convento airados y despechados. Tornaron a recorrer zaguanes y bodegas, andando bajo velos de telarañas. Alumbrándose con las linternas, asomaban a la boca de las tinajas, y suspendían en alto las tapas de los arcaces del trigo, dejándolas luego caer con gran estrépito. La hermana lega, en la sacristía se detuvo y los miró con expresión de horror:

—¿También quieren registrar la iglesia?

El comandante, por toda razón, descargó un golpe en la puerta. La hermana lega arrojó la llave en medio de la sacristía y huyó haciendo muchas veces la señal de la cruz:

—¡Es la fin del mundo! ¡Anda suelto el Anticristo! ¡Es la fin del mundo!

El comandante hizo abrir la puerta y entraron en la iglesia. Moviendo las linternas se dispersaron por las capillas, y varias veces fueron y vinieron del presbiterio al cancel, y pasaron y repasaron de una nave a otra nave. Alzaban los paños de los altares y abrían los confesionarios. En el coro, las sombras de las monjas cantaban su latín.

La Guerra Carlista
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