Capítulo II
Santa Cruz levantó parapetos y emplazó dos cañones que había ganado en el encuentro de Hernani. Después de haber intimado la rendición a los del fuerte, que no quisieron admitir las condiciones impuestas por el faccioso, rompió el fuego, que duró todo el día. Por la tarde, cuando cesaba el tiroteo, se le unió la partida de Miquelo Egoscué. Los dos cabecillas se saludaron secamente: Egoscué, con bien declarado despecho, el otro, receloso y sin mirarle. Santa Cruz estaba entre una guardia de doce partidarios, en el atrio de la iglesia. Egoscué se le acercó a caballo:
—Don Manuel, todos se quejan en la villa de que los ha tratado como a enemigos.
El Cura repuso sordamente:
—Los he tratado como merecían… Y lo que tengas que decirme, no me lo digas a caballo.
Se destacaron tres hombres de la guardia del Cura. Egoscué les dejó las riendas y se apeó entre ellos. Santa Cruz se había arrimado al muro de la iglesia, y el otro cabecilla se le acercó con la mano tendida:
—¡Pues aquí estoy con mi gente, Don Manuel!
—Como siempre, a media misa. ¿Y cuántos son los tuyos?
—A trescientos no llegan.
—¿Tienen municiones?
—No tienen ni un cartucho.
El Cura quedó con la vista en el suelo, y levantándola lentamente, miró de través a los voluntarios que había en la plaza. Eran como cien hombres, y entre ellos no se contaban veinte de la partida de Egoscué. Los otros corrían las casas en busca de alojamiento. Don Manuel Santa Cruz estrechó con fuerza la mano del otro cabecilla y le miró a la cara:
—Pues soldados sin cartuchos para nada valen… Y no te agradezco la ayuda que me traes. Tener a la gente sin cartuchos, en la otra guerra fue de traidores y en ésta también.
—¡Yo no soy traidor, Don Manuel!
—Tampoco te digo que los seas. Te digo que tener a la gente sin cartuchos, cuando no dice traición dice no saber mandarla. Tú ibas bien cuando andabas con doce hombres…
—¡Y ahora voy bien!
—No seas un bárbaro orgulloso. Ya hablaremos de eso. Hoy cenaremos juntos, y mañana se batirán juntos tus mocetes y los míos. Yo tengo cartuchos para todos.
Don Manuel Santa Cruz entró en la iglesia con los doce de su guardia. Iba entre ellos con la mirada recelosa, sin armas, sin insignias, y más parecía un prisionero que un capitán vencedor. Era fuerte de cuerpo y menos que mediano en la estatura, con los ojos grises de aldeano desconfiado y la barba muy basta, toda rubia y encendida. Su atavío no era sacerdotal ni guerrero. Boina azul muy pequeña, zamarra al hombro, calzón de lienzo y medias azules, bajo las cuales se descubría el músculo de las piernas. Aquel cabecilla sobrio, casto y fuerte, andaba prodigiosamente, y vigilaba tanto, que era imposible sorprenderle. Los que iban con él contaban que dormía con un ojo abierto, como las liebres.