II

El Vicario de Otaín, aquella tarde impuso las aguas bautismales a un nieto del General Berriz de Luyando. —Otaín: Tiendas de boteros y talabartes en los porches de la Plaza Mayor. —Le tuvo en la pila el veterano de las guerras carcas, ariscado en disputa de burla con la madrina, espetada señora de gro negro que metía, oficiosa, los sarmientos de las manos, para sostener al infante. Se le impusieron los nombres de Carlos Margarito, Alfonso, Celedonio. Fue bautizo de mucho boato, con rebatiña de cobres y alguna pieza de plata a la salida de la iglesia.

Don Celedonio Varela de Luyando, había sido uno de tantos cabecillas que ilustraron con inquisitoriales fusilamientos las fanáticas riberas del Ebro. Cruces negras y apuestas báquicas, aún alargan su fama por aquellos pagos. De rancio linaje alavés, heredero de ricos mayorazgos, gran jugador de bolos, amigo de meriendas con mozas y pellejudas, su nombre ha sonado en todas las guerras ventorriles, y no hubo, en tiempos, recua de mulas sin una Luyanda.

Alegre y despótico, sin cambiar de vida, llegó a viejo con rufos carmines. No había dejado ni las comilonas ni el fornicio, siempre por ferias y romerías, conspirando con clérigos, y ricachones.

Octavia Luyando, hija del rufo veterano, estaba casada con un caballero alavés, de linaje antiguo, emparentado con las casas de Beorlati y de Redín. Eliseo Samaniego, era tímido y circunspecto, de buenas costumbres, aficionado a los libros

[ faltan páginas en el original ]

Al volver de la iglesia, la madrina logró raptar al infante, y en disputa con el veterano, se lo presentó a la madre:

—¡Un nuevo pecador!

Octavia, enternecida, tomó al infante en los brazos:

—¿Qué te guardará el mundo hijo de mis entrañas?

Replicó arisca la espetada señora:

—¡Si sale a los suyos, dar guerra a todo el Género Humano!

El abuelo marcó castañuelas. Aquello sulfuró a la vieja señora:

—¡Nunca tendrás sindéresis!

—¡Culpa de tus gracias!

—¡Ni el Credo siquiera, me has dejado rezar con devoción! ¡Octavia, tú no sabes! ¡Hija, qué tarde! ¡Estaba viendo cuando dejaba caer al rorro, en la pila! ¡Cómo está de perlático! ¡Ya no puede ni con los calzones!

El veterano lanzó una solfa de notas sostenidas, con quiebros y castañuelas:

—¡Si te dignas bailar una jota!

—¡No he perdido la cabeza!

Octavia intervino, con suave gracejo:

—¡Estamos en familia!

—¡Ah! ¿También para ti sería motivo de regocijo verme hacer la tarasca?

—¡Por Dios, no se enoje usted, Tía Paca!

—¡Y ese fantasmón se figurará que le temo!

Octavia, hija única, estaba casada con un pariente lejano, caballero devoto y vascófilo, también emparentado con la casa de Redín: Era un matrimonio joven, florecido con nueve vástagos. Era blanca y rubia, melosa y discreta de sonrisas y palabras, con un guiño miope y gracioso: Se inclinó para besar al niño que rebullía asustado por la bulla del abuelo.

La madrina, a su lado en el sofá de góndola, aconsejaba:

—Si puedes criarlo debes hacerlo. ¡Mira que ya son nueve, y por mucho que haya en una casa, a la hora del reparto todos pobres!

—¡Déjelos usted que vengan, Tía Paquita!

—A ti te mejora el echar hijos al mundo. ¡Cada día estás más joven y más guapa!

—Yo llevo la vejez por dentro.

—Haz como tu padre. ¡Que le vayan a ese con penas!

Octavia susurró confidencial:

—Eliseo está muy disgustado. Hemos sabido que ha hecho nuevas hipotecas… Se arruina por la Causa.

—Pon lejos al capellán. Ese narigudo es quien le aconseja.

—Indudablemente. Eliseo le busca un beneficio. Veremos si se le obtiene y podemos verle fuera de casa.

César era alto, esbelto, rubio, un simpático botarate de quince años que hacía el amor en las tertulias a niñas y viejas. Copiaba el estilo del abuelo, y en su boca adolescente, las rancias galanterías eran de una cómica petulancia que provocaba burlas y reprimendas de las tías solteronas. Matildita Meneos le hacía rabiar llamándole muñeco. La Tía Demetria Obando, le satirizaba, con citas de novelones, y versos de sus mocedades. A César, sólo le apuraba un poco, los vinagres de la vieja Marquesa de Redín. La Tía Paca, seca y mandona, era el coco de aquellos niños. Un coco familiar, que guardaba caramelos en el redicul, y jugaba largas partidas de brisca y de burro.

Carlota, César, Adelaida, Jaime, Tirsín, Octavia, Marichu, Pompón y Pío Margarito recién cristianado. Merendaban los mayores con otros niños en la galería de persianas verdes —Platos y cristales, flor de cera por el cielo raso, lustres de la oscura tarima, papeles con escenas de cuáqueros y negros segando la caña—. Entre Carlota y César, no mediaba un año justo. Se parecían en el desarrollo precoz, en las voces frescas, en las risas claras, una similitud entrañable que no nacía de los semblantes. Carlota era pálida, ojinegra, pensativa: César encendido como una candela, y atropellado. Agila Redín sentado entre los dos, contaba graciosas mentiras. Carlota con un pronto de ternura, quiso abrazarle: Tan apasionada e irreflexiva fue la niña en su impulso, que volcó el cangilón de chocolate. Agila, con una mano escaldada, cerró los ojos. Carlota sobrecogida y acongojada, llenábale la cara de besos:

—¡Agila, perdóname!

Agila notábase los labios fríos y reprimía las lágrimas con un sentimiento de varonil entereza. Abrió los ojos con una sonrisa forzada de niño petulante:

—¡No es nada!… ¡Pero aun cuando fuese me tenía sin cuidado!

Se apuraba César:

—¡Es muy valiente, pero has hecho una atrocidad, Carlota! ¡A ti te dan rachas!

Carlota excusaba su culpa:

—¡Fue sin pensarlo!… ¿Te escuece mucho, Agila?

—No me escuece nada.

César se llenó de entusiasmo:

—¡Éste nunca se queja!

Los otros niños, —baberos y bigotes de chocolate alborotaban en torno de la mesa. La Chinta, dueña oficiosa, imponía silencio, con aristas de zedas vascuences. Don Lino Lorce, preceptor y capellán, acompasando saludables consejos ponía la venda de una servilleta en la mano de Agila. El narigudo ordenado predicaba moderación y compostura en los juegos. El ama seca cortó la plática del tonsurado:

—¡Ocurrencia vendar con el servilleto!…

Replicó Don Lino:

—Cubrir la mano para evitar una erisipela.

El ama tenía otra ciencia para curar las escaldaduras:

—Una pochada de harina, voy a ponerte, ruin. Agila la rechazó con adustez:

—¡Esto no es nada!

—¡No seas rebelde!

—¡Soy el dueño de mi mano!

—¡Todo es de tus papás! ¿Verdad Don Lino?

Aseveró el capellán:

—¡Indudablemente!

Agila tuvo un pronto de irascible ingenio:

—¿A quién le duele? Me toman ustedes por papanatas.

El ama seca le reprendió encendida de añejas enseñanzas:

—¡No des mal ejemplo a estos ángeles! Habla en ti el demonio.

Apuraba Don Lino una sonrisa desdeñosa y condescendiente:

—El corto desarrollo de tu inteligencia, te hace incurrir en esa lamentable confusión. ¿Preguntas a quién le duele? A tus padres, hijo, a tus papás cuando lo sepan, pero con un dolor afectivo, un dolor espiritual, de una categoría superior a los dolores físicos.

Agila se burló:

—Mis padres, cuando lo sepan, dirán que lo tenía merecido.

—El reconocimiento de los designios providenciales, no excluye el dolor de los castigos enviados del cielo. En las almas piadosas, puede asegurarse que lo aumenta con el remordimiento de haber ofendido a Dios.

Carlota se acusó fogosa:

—Agila no ha hecho nada malo. ¡Yo he tenido toda la culpa!

Agila la miró con ojos brillantes:

—Ya te dije que no me importaría nada, aun cuando tuviesen que cortarme la mano.

Carlota le echó los brazos al cuello:

—¡Vamos a jugar!

Escaparon cogidos de la mano. Pompón se metía un zapatín de charol en la jícara del chocolate. El ama seca abría los brazos.

La Guerra Carlista
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