Capítulo XXIV

Don Juan Manuel se animaba recordando y narrando parecidos lances de la otra guerra, y la monja, que muy en sigilo había venido a la casa del vinculero, quiso mostrar aquel ejemplo a Cara de Plata:

—¡Si tienes el corazón de tu padre, mucha gloria puedes alcanzar bajo las banderas del Rey!

Y advirtió el Maestre-Escuela:

—¡Lástima que no quiera ser de los nuestros Don Juan Manuel!

Oyó su nombre el viejo linajudo, y volvió la cabeza hacia el rincón donde hablaban:

—¿Qué ocurre?

La monja le dirigió una sonrisa, aquella sonrisa mundana y lánguida del año treinta, con que se retrataban las damas y recibían en el estrado a los caballeros:

—¿Tío, por qué duda usted de la eficacia cristiana de las leyes?

—¡No dudo, sobrina!

El canónigo, que con los ojos bajos hacía pliegues al manteo, le soltó de pronto:

—En la eficacia cristiana de las leyes tenemos puesta nuestra esperanza cuantos conocemos el corazón magnánimo de Carlos VII.

Don Juan Manuel rió sonoramente:

—¡Hablan de las leyes como de las cosechas!… Yo, cuando siembro, todos los años las espero mejores… Las leyes, desde que se escriben, ya son malas. Cada pueblo debía conservar sus usos y regirse por ellos. Yo cuento setenta años, y jamás acudí a ningún alguacil para que me hiciese justicia. En otro tiempo, mis abuelos tenían una horca. El nieto no tiene horca, pero tiene manos, y cuando la razón está en su abono, sabe que no debe pedírsela a un juez. Pudiera acontecer que me la negase, y tener entonces que cortarle la diestra para que no firmase más sentencias injustas. La primera vez que comprendí esto, era yo joven, acababa de morir mi padre. El Marqués de Tor me había puesto pleito por una capellanía, pleito que gané sin derecho. Entonces me fui a donde estaba mi primo, y le dije: Toda la razón era tuya, córtale la mano a ese juez y te entrego la capellanía.

La Madre Abadesa murmuró entre asustada y risueña:

—¡No lo haría!

—No lo hizo… Pero yo le devolví la capellanía.

—¡Pobre Marqués de Tor, me lo figuro!… ¡Él siempre tan mirado!…

Don Juan Manuel levantó los brazos:

—¡Y aquel mentecato aún siguió en pleitos toda su vida, acatando la justicia de los jueces!

El Maestre-Escuela desaprobaba moviendo la cabeza. Los demás casi hacían lo mismo, y a todos, las palabras del hidalgo les parecían ingeniosas, pero poco razonables. Después el canónigo declaró sin apresurarse, sonriendo con estudiada deferencia:

—Señor mío, que haya un juez venal no implica maldad en la ley.

—Hasta ahí conforme.

En los labios del canónigo se acentuaba la sonrisa doctoral:

—¿Entonces, señor mío?…

Don Juan Manuel hizo un gesto violento:

—Pero si con ley buena hay sentencia mala, puede haber con ley mala sentencia buena, y así no está la virtud en la ley, sino en el hombre que la aplica. Por eso yo fío tan poco en las leyes, y todavía menos en los jueces, porque siempre he visto su justicia más pequeña que la mía.

El Marqués de Bradomín, que paseaba silencioso en el fondo de la sala, se detuvo un momento, y luego, con gran reposo, llegó a donde hablaban:

—Yo también pienso muchas veces si no convendría pasar una hoz segando las cabezas más altas, antes de que subiese al trono nuestro Rey.

Parecía convencido y, sin embargo, apuntaba en sus palabras un dejo de ironía, aquella ironía con que el viejo dandy lograba dar a todas las cosas, y a todos los sentimientos, un aire de frivolidad galante. La Madre Abadesa cerró los ojos, murmurando con voz interior y meditabunda:

—¡En otro tiempo no eran así los partidarios!…

El Maestre-Escuela interrumpió:

—Ni ahora lo son… ¡Bien se advierte que habla en broma nuestro ilustre Marqués!

El Marqués tuvo una sonrisa ambigua, que ni negaba ni consentía:

—Yo temo la hora del triunfo, porque en ese momento harán profesión de fe carlista todos los setembrinos, que hoy llevan el gorro frigio, y que antes eran un día devotos y otro día traidores a Doña Isabel.

La monja alzó el Cristo de su rosario:

—¡Dios mío, aparta a los malos del palacio de nuestros Reyes!

Y declaró con su tono grave y doctoral el Maestre-Escuela:

—Carlos VII jamás transigirá con los traidores. Nuestro caro Marqués, que ha vivido por largo tiempo en la casa del Rey, puede decir si me equivoco.

Aprobó con un gesto, sin desplegar los labios, el caballero legitimista, y el canónigo volvió a insistir, acentuando sus palabras con esa pureza gramatical, entonada y clásica de los oradores sagrados:

—Confieso que deseara verle más explícito, y saber por entero lo que piensa nuestro ilustre amigo.

—Señor Maestre-Escuela, yo pienso que será mucho más difícil vencer en las antecámaras reales, que en la guerra.

—¡Pero Don Carlos no transigirá con los traidores!

—Por eso yo digo que antes del triunfo, debía pasar una hoz segando las cabezas más altas. Es preciso destruir y crear. El Rey lo entiende así… ¡pero sabe que el hierro destinado a destruir, se rompe algunas veces con ese oficio miserable!

Y como si saliese de un ensueño místico, suspiró la monja:

—Tú quieres decir que la mano que arranque la cizaña, no sea la que siembre.

—Yo quiero que la mano real, la que todos debemos besar, no se llene de espinas y se cubra con regueros de sangre.

—¡Es verdad! ¡Es verdad!

Y aquellos ojos ardientes, sepultos en un cerco amoratado, quedaron fijos un momento sobre los ojos del Marqués de Bradomín. El Maestre-Escuela, que atendía desde una ventana a la faena de estibar los fusiles en los carros y cubrirlos con paja, se volvió para seguir la conversación:

—¡Oh!… ¿Qué otro puede ser el deseo de todos los partidarios?

Y repitió la monja, con los ojos puestos sobre la cruz del rosario, ferviente la voz:

—¡Dulce Jesús, dale la Gracia para que pueda ser a imagen tuya, un sembrador!…

El canónigo insistió grave y prosódico:

—No olvidemos que si las reales manos se desgarran al arrancar la mala yerba, hallarán bálsamo que las fortalezca en el amor y en la gratitud de su reino. La lenidad solamente es condición para el orden sacerdotal.

Y seguía sonriendo doctoralmente.

La Guerra Carlista
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