Capítulo XXXIII
El Cura, arrimado a la ventana, meditaba con la mano sobre los ojos. Volvieron a latir los perros en el encinar, y corriendo por entre los maizales, venía un mozo de ágiles piernas, capusay y luenga vara. El cabecilla descubrió los ojos, y reconoció a uno de sus confidentes:
—¿Ramuncho?
Respondió una voz:
—¡Llego!
El mozo penetró en el molino, y alumbrado por el ama vieja, pisó el umbral en la sala de las arcas, donde estaba el Cura. Se santiguó, y saludó dando con el cueto de la vara en el suelo, semejante a un mensajero antiguo, bajo el capusay:
—¡Ave María Purísima! Los republicanos levantan su línea.
Santa Cruz tembló todo:
—¿Tú lo viste?
—Yo lo vi. Van de retirada sobre Elizondo. Estuvieron en una venta donde yo dormía, y escondido en el pajar los oí. Todos van pesarosos de la retirada.
Se oyó llorar. Era Roquito que estaba de rodillas en el rincón de unas arcas. Nadie hablaba, y la figura del cabecilla se destacaba sobre el cielo de la noche en el cuadro de la ventana. Con un sentimiento de humildad, penetrado de misterio, murmuró hablando con todos:
—Recemos el rosario y demos gracias a Dios. ¡Él me salva, no sé si de ser Judas, si de ser Caín!
Se arrodilló y besó el suelo, al mismo tiempo que estallaba violenta la voz de Roquito:
—¡Satanás te salva! ¡Satanás, que guía las filas de los negros y los vuelve de la parte de Judas!
Todos callan atemorizados, y en la oscuridad se oye sollozar al Cura de Hernialde.