Capítulo III

En la hondura de una quebrada, y cercado de pinos cabeceantes se ocultaba el caserío de San Paúl. El carro se detuvo en la trocha, a la puerta de una venta, y las mujeres asomaron los rostros desgreñados, tan pálidos, que parecían consumidos por el ardor calenturiento de los ojos. La muchacha interrogó a la vieja:

—¿Es aquí donde pasaremos la noche?

Y la vieja respondió con un gesto muy expresivo:

—Aquí es.

—¿Los liberales están en el poblado?

Hizo el mismo gesto la vieja:

—Eso dicen.

La muchacha se santiguó:

—¡Ay, qué tierra triste!

Una niebla baja velaba el caserío, donde comenzaban a encenderse los fuegos de la noche, Las dos mujeres se apearon del carro y huyeron hacia la venta, inclinando las cabezas bajo el vuelo de la nieve. Desde la vereda se distinguía el resplandor de la cocina llena de humo.

Cara de Plata, dando un gran tranco, alcanzó a las dos mujeres en la puerta:

—Aquí estaremos seguros.

Respondió muy entera la vieja:

—¡Dios lo haga!

Entraron y se acercaron a la lumbre. En la cocina adormecíase una abuela sentada en un sillón de enea. Se le había caído el pañuelo sobre los hombros y mostraba la cabeza calva, con dos greñas de pelo blanco, lacias y largas. Cara de Plata le gritó:

—¿Abuela, dónde está el amo?

La ventera abrió los ojos, rebullendo penosamente en el sillón.

—¿Y tú quién eres?

—Un caminante.

—¡Los negros ocupan las casas de abajo!… ¿Los verías tú?

—No, no los he visto. ¿Dónde está el amo?

—¡Han quemado las casas de abajo!… Pues ya lo verías tú.

—Yo nada he visto.

—La canana tengo metida en la ferrada. Así siempre que hay guerra, hijo. ¿No has visto a los negros? ¡Ay! ¡Ay!… Cuando a todos cortes la cabeza, hemos de bailar. Tú con la abuela, que tiene bajo la cama una hoz para degollar negros y franceses. ¡Ay! ¡Ay!… Muero aquí en este sillón. Cien años, cien años… Los hijos, unos para la tierra, otros, penar en esta vida… ¡Ay, cuantos!… Veintitrés llevé a la iglesia. Pues en dos veces, con los dedos de las manos, no los contarías tú.

Entró el hijo mayor, que venía de los establos:

—¿Qué hay de bueno por el mundo, amigos?

Se acercó el contrabandista y le habló en secreto:

—¿Tienes manera de guiar por los atajos del monte al mocé que se calienta a la lumbre con aquellas dos mujeres, y dejarlos en paraje seguro?

—¡Paraje seguro! Pues si la tierra aquesta, de cabo a cabo, toda es una hoguera. ¡Paraje seguro!… ¿Y dónde está, te digo?

—Date una puñada en el sésamo. ¡Dios, que jamás entiendes en las primeras! Es decirte que los dejes en tierras donde campen las tropas del Rey Don Carlos:

—Hasta antier demoraron en toda esta parte. Tenían su Cuartel en Otaín.

—Eso sabía yo, y fue por tanto los guiar acá.

El ventero se volvió lentamente, y miró hacia el fuego donde se calentaban las dos mujeres y Cara de Plata. Movió la cabeza guiñando los ojos:

—¿Qué gente, tú?

—¡Gente de nobleza!

—¿Y de dónde vienen?

—Acá vienen de la frontera. Pero han atravesado la media España:

Otra vez el ventero volvió a mirar hacia el hogar. Las dos mujeres habían sacado los rosarios de las faltriqueras y rezaban en voz baja, sentadas en un banco sin respaldo. Cara de Plata permanecía en pie, envuelto en el resplandor rojizo de la llama:

—¡El mocé aparenta buen garbo!

—¡Y más arriscado que un león! Va para la Guardia del Señor Rey.

—¿Pues y las mujeres, qué razón llevan a la guerra? No es la guerra para las mujeres.

—Las mujeres son monjas que van por la cuida de los heridos.

—¿Y adónde dejaron los hábitos?

—En la frontera los dejaron, para poder andar con más recaudo. Y las ropas que ahora llevan, las sacó de su hucha aquella moceta espigada que sirve en el Parador de Francia.

—¡Maribelcha, tú!

—Ahora anda de luto, que el padre murió cuando lo de Oroquieta.

—Pues no sé adónde podrían juntarse con una tropa del Rey Don Carlos.

El contrabandista frunció el cano entrecejo:

—¡Dios, que eres tú piedra de pedernal como la que yo gasto para encender el yesquero! Tú lo sabes y recelas decirlo.

El ventero se rió, guiñando los ojos:

—¡Eres un raposo muy viejo tú! ¿Me respondes cómo es leal la gente que conduces en el carro? ¡Que hay mucha traición, y mucho espía, y mucho disfraz para la intención del alma, has de contar tú!

—Todo lo cuento. Y para esparcirte el recelo, te dije al comienzo que los guiares tú por los atajos del monte. Tú sabes dónde está la partida del Cura.

—Saber, lo sé.

—Pues te encargas de llevarlos adonde sea.

—También. Pero irán a mi vera y sin preguntar más. En llegando, llegamos, y otra cosa no. Ni acá, ni en el camino, quieran saber dónde está la partida del Cura.

El contrabandista le dio una palmada en el hombro, acompañándola de un guiño:

—Conforme, mutil.

—Hay que perdonar… Pero una delación la pagaremos todos siendo afusilados.

El contrabandista repuso con adusta y grave sentencia:

—¡Dios, y no fuera ello lo peor, sino el ditado de traidores!

Con esto se llegaron al hogar, y enteraron de lo convenido a Cara de Plata. Cuando el trato estuvo hecho, de una alacena empotrada en la pared, tomó el ventero un frasco de aguardiente, y llenó tres vasos pequeños de vidrio tallado, donde una fimbria de mugre destacaba el dibujo de las cenefas.

La Guerra Carlista
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