VII
—¡Pase usted, Marqués!
Un ayudante abrió la puerta. El Señor estaba arrodillado ante un reclinatorio que tenía baldaquino, y en fondo de brocado las áureas lises de Francia. Al otro extremo de la estancia conversaban de quedo cuatro generales: Dorregaray, Velasco, Larramendi y Argonz. Tocaban las cornetas en la plaza, y volvían de misa los serenísimos Infantes D. Alfonso y Dª. María de las Nieves. Mirando por el balcón hacia la iglesia, dijo Dorregaray:
—Su Alteza no ha querido asistir al Consejo de Guerra.
Y repuso Velasco:
—No es partidario de que se fusile…
Luego de santiguarse alzóse Carlos VII. Era mancebo de gran brío y apostura, con los ojos graves y el rostro pálido. La barba muy crecida, negra y sedeña, casi le tocaba el pecho, y le daba una expresión de joven Carlo Magno. La figura varonil y gentil, y aquella su gran fe de cristiano y la guerra que hacía, evocaban un encanto de vieja crónica. Era como los reyes antiguos, capitán de mesnadas. Corría las tierras propias en son de justicia, y las del enemigo en algara. Hacía estancia en las villas, huésped en las rectorales y en las casas de sus caballeros. Tenía bien tenida la espada entre sus capitanes, el cetro entre los soberanos y el breviario entre los monjes. Sabia el latín para rezar en el coro, y la lengua montañesa de los versolaris que todavía recuerdan la historia de los Doce Pares. Era casi gigante, de grandes fuerzas y mucha soltura en los juegos de armas y de jineta. Mandaba con dulce imperio, y usaba de gran clemencia con los vencidos, que es manera de realeza. No era extremado en palabras de amor ni de cólera, pero cuando cerraba las puertas del corazón, ya nunca más las abría. Muchas veces se le oyó decir, en aquellas jornadas de Estella:
—Yo sé perdonar, olvidar no sé.
Alzándose del reclinatorio llegó a la mesa del consejo y puso su firma en unos autos. Los generales, que hablaban en voz baja, guardaron silencio, mientras el ayudante doblaba un pliego y lo ponía en su limosnera. Entonces Carlos VII se volvió al marqués de Bradomin:
—¡La sentencia de muerte para Santa Cruz!
Una nube de tristeza le cubría el vivo y aguileño mirar. El viejo dandy se inclinó profundamente para besar la mano que tal justicia hacía, y oyó estas palabras, pronunciadas por Don Carlos en voz baja:
—Mi querido Bradomín, tienes que hacer de diplomático. Es preciso convencer a la Reina para que salga de Estella. Estamos en vísperas de una batalla que debe perderse, y no quisiera que la Reina y mis hijos cayesen en poder de los republicanos al entregarse mi heroica Estella.
El Marqués de Bradomín murmuró con emoción:
—¿Y vos, Señor?
Don Carlos le puso una mano en el hombro:
—Para nosotros, querido Bradomín, no faltará sitio en la fosa del soldado.