Capítulo XXIX

Don Pedro parecía muerto en el sillón. Ya no se quejaba, y la cabeza caída sobre el respaldo recibía, como las manos, el reflejo del candil. Era pálida y consumida, con la mitad de los pómulos temblando en un círculo de sombra, y en claro la frente y el perfil. Santa Cruz, inmóvil en la puerta, como guardándola, le miraba duro y obstinado:

—Amigo Don Pedro, haga por recobrar el habla.

El veterano no cambió de actitud:

—¡Quieres arrebatarme mi gente, y dejarme morir olvidado en este caserío!

Apremió el Cura:

—Don Pedro, estoy cercado, y con su gente me salvo. Para matarme, vienen en un acuerdo carlistas y republicanos. Don Pedro, hablando franco, estoy seguro que con su gente y sin su gente, yo me salvo, pero no quiero dejarle a Lizárraga la herencia de los setenta cachorros del más bravo león de Navarra: Es mucha herencia, amigo Don Pedro, y si usted no quiere entregármela ahora, yo quedaré aquí hasta que usted cierre los ojos.

Murmuró Don Pedro con apagado y compasivo desprecio:

—¡No eres generoso!

—¿Y es generosa tu obstinación? O me cuesta caer prisionero en este caserío, o me cuesta cien hombres. Porque Lizárraga se le llevará la gente, Señor Don Pedro.

El viejo se afirmó en el sillón con gran entereza, sobreponiéndose a los dolores de su mal:

—¡Ni tú, ni él!

El Cura le miró con fría lástima, recogiéndose en sí mismo:

—Él sí, amigo Don Pedro. No viene con sólo treinta hombres, como Manuel Santa Cruz. Lizárraga tiene gente para hacerle fuerza, y se la hará.

Gimió el viejo con un estertor que le ahogaba:

—¡No me la hará!

—Como yo se la hubiera hecho, y se la haré si algún día puedo volver con toda mi gente. ¡Ya está emplazado, Señor Don Pedro!

Iba a salir, y le llamó el viejo, con la voz trémula:

—¿Qué dicen tus confidentes?

—Me dan por cercado… Adiós, Don Pedro, si caigo, cuente usted que acaba conmigo la guerra de partidas, la verdadera guerra.

Declaró muy afligido el viejo:

—¡La nuestra!

Y contestó recogido y apagado Santa Cruz:

—¿Por qué la traiciona si es la nuestra? ¡Me niega sus hombres para tenerlos en mando una hora más, y mañana vendrá por ellos, un general del Rey! Así, una tras otra, se acabarán las partidas y acabaremos nosotros. Quedará la guerra de los generales de farsa que van con el Rey.

Se acercaba, y el moribundo le apartó con desvarío:

—¡No me acoses, verdugo! Te veo negro y con dos hileras de dientes blancos, como un mastín de la muerte. ¡No me acoses más, mi señor el arcipreste, que canta en latín y cobra en romance!…

Le habló el Cura inclinándose a levantarle la cabeza y mirándole en los ojos turbios:

—¡Don Pedro, rece el Yo pecador!

El hidalgo cruzó las manos, obediente como un niño, y rezó balbuceando. Al terminar se quedó fijo en Santa Cruz, con los ojos cargados de tristeza:

—Si me tienes puesta la horca, huye, verdugo, y llévate la gente mía.

El Cura afirmó con la cabeza, y acabó su rezo santiguándose. Después preguntó sin mostrar agrado ni sorpresa:

—¿Podrá tenerse a la ventana para verlos desfilar?

Declaró Don Pedro:

—No, no podré. Que me dejen cavada la sepultura.

El Cura sonrió vagamente:

—Yo me la dejé cavada el día que salí de Hernialde.

Suspiró con gran ahogo Don Pedro:

—¡Te llevas setenta leones!

—¡Bien fieros los necesito!

Empezó a dolerse Don Pedro:

—¡Cuatro que me caven la sepultura! ¡Cuatro que vengan y me metan en ella! ¡Señor, acelerarme esta vida ya tan corta!

Quedó inmóvil, con las manos en cruz. Fuera cantaban los gallos, y en la ventana estaba el día. Santa Cruz la abrió de par en par, miró al campo, y estuvo breves momentos silbando un aire de la montaña. Salió murmurando:

—¡Ya llega nuestra gente!

El viejo guerrillero, con el libro de rezos entre las manos, estaba atento al rumor de pasos y armas con que los voluntarios se juntaban en torno de la casa. Reconocía las voces cuando algunos subían por la escalera para darle un adiós. Entraban con los fusiles y sin quitarse las boinas, pero se arrodillaban para besarle las manos. Los rostros melados, las frentes anchas, los ojos de un alegre brío, todos tenían una apariencia de hermandad campesina, como esas cuadrillas de segadores que devoran el pan moreno a la sombra de un camino. Ninguno mostraba duelo por dejarle, que era mayor en todos el afán de la guerra. Muchos le decían:

—¡Aún nos veremos, Don Pedro!

Pero aquel hidalgo antiguo, respondía con la querella noble y austera de un santo rey a sus vasallos fieles:

—¡Otra vez nos veremos, si es voluntad de Dios! ¡Otra vez, pero no será en esta vida!

Y algunos replicaban con alegre ahínco:

—¡Don Pedro, sea lo que disponga Dios!

El viejo, afirmando con la cabeza, les hacía la recomendación de que fuesen valientes, y ellos reían mirando los fusiles:

—¡Como a su lado, Don Pedro!

—¡Buen capitán lleváis!

Alguno afirmaba requiriéndose la boina:

—¡De no estar con usted, con él!

—Andad, hijos míos, y rezadme un padrenuestro por el alma.

Los voluntarios le besaban la mano: El moribundo, alguna vez, les daba los brazos y los veía partir con una pena desolada que sabía ocultar. El rumor de armas y voces al formar los voluntarios bajo la ventana, le parecía oscuro y lejano como rumor de mar. Su pensamiento y su voluntad se desvanecían en él, perdidos como en el hueco de una cueva. El moribundo comenzó a ver sombras lejanas, perfiles desvanecidos de la juventud y de la infancia. Santa Cruz subió el último al sobrado y lo encontró ya frío en su sillón, muerto de aquel triste mal de piedra.

La Guerra Carlista
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