Capítulo XXIV

Un momento que los ampurdaneses se divertían fuera con el juego de las chapas, la mendiga asomó la cabeza mirando bajo la campana de la chimenea:

—Ten paciencia, Roquito.

Llegó de lo alto una voz lastimera:

—¡Me abrasan vivo!

—Ten paciencia.

—Mira de esbaratar la lumbre.

La Josepa quiso hacerlo, pero en aquel momento entró un soldado, que le dio una aguja enhebrada para que le asegurase los botones del capote. Sin esperar respuesta, le tomó al niño de los brazos y empezó a cantarle:

—¡Ay, ay, ay, mutillá!…

A poco, los otros soldados se metían dentro, corriendo bajo la amenaza de una nube negra que empezaba a descargar en gruesas gotas. Cerró la mañana en agua, y los cuatro ampurdaneses se congregaron a la redonda del fuego, limpiando las armas. Las mujeres rezaban en el sobrado, arrodilladas ante una ventana estremecida por el viento y la lluvia, toda trágica cuando se llenaba con el resplandor de los relámpagos. Ugena, de tiempo en tiempo, salía sin ruido, y vagaba del establo a la cocina, con los ojos agrandados y el andar silencioso. Otras veces, quien venía a sentarse en un canto del hogar y procuraba a hurto desbaratar el fuego, era Josepa la de Arguiña. Los soldados la amenazaban con las bayonetas entre bárbaras risas, mientras cocía su rancho como el caldero de los ladrones. De pronto el perro apareció en la cocina y comenzó a ladrar furiosamente debajo de la chimenea. Llamó a voces el ama desde fuera, y explicó muy pálida a los soldados, Josepa la de Arguiña:

—¡Ha visto algún gato!

Los otros reían, con el caldero ya separado de la lumbre, y en las cucharas de peltre, le ofrecían del rancho al can y a la mujeruca que lo arrastraba de la cadena. Seguía lejana y clamante la voz del ama:

—¡Poca Pena! ¡Poca Pena!

Hubo algún escampo y los soldados salieron de la cocina para seguir el juego de las chapas bajo la parra que goteaba. La Josepa habló, metiendo la voz por la campana de la chimenea:

—¡Bien te curas al humo, Roquito!

Gimió el sacristán en lo alto:

—¡Ya más no puedo!

—¿Querías el martirio como los santos? ¡Pues ya lo tienes, borrachón!

—¡Me abraso de sed!… ¿No podrías alcanzarme una gota de agua?

La mendiga llenó una herrada, y con ella en las manos, antes de trepar al hogar, asomó a la ventana:

—¡Están en la codicia del juego!… ¡Bebe y afógate, Roquito!

Sostenía la herrada con los brazos en alto, sin apartar los ojos de la puerta. Bajaron las manos negras del sacristán: Se le sintió beber en la sombra. La Josepa recogió la herrada vacía. Aparecióse el ama:

—¿Tendrán algún recelo, tú? Todo es mirar el humo que vuela sobre el tejado, y hablar en su lenguaje.

Respondió la de Arguiña:

—Antes pasó mismamente. Es ello por conocer el tiempo.

Gimió Roquito:

—¡Sacaime de aquí! ¿No tenéis otro lugar en donde me esconda? ¡El humo me ahoga!

Saltó el ama con los ojos en alarma:

—¡Roquito, Roque, qué ventura nos trujiste! Pues otro sitio no tenemos, si no es el ruedo del halda, como dice la güela del caserío de Briz.

Lloró Roquito:

—¡Aquí muero!… ¡Vaites! ¡Vaites!… ¡Aquí muero abrasado!

Respondió Josepa con la voz ronca, metiéndose bajo la chimenea:

—Así te acostumbras para cuando caigas en la caldera de los demonios, borrachón. Haz agora lo que hiciste cuando te mandaron con la partida las señoras madres. ¡Baja ya, mujerica, y decláralo todo y que a todos nos afusilen!… ¿Por qué es alabarte de la gran valentía de San Paúl?

Roquito empezó a reír y a llorar en lo alto:

—¡Viva Carlos VII!… ¡Calla tu lengua de escorpión!… ¡Moriré abrasado! ¡Quiero el martirio de un santo bendito!… ¡Viva Carlos VII!

Las dos mujeres suplicaron:

—¡Calla, Roquito, que nos pierdes!

El sacristán reía con una risa loca, enorme y resonante en el hueco de la chimenea:

—¡Si tuviera un cañón de veinticuatro!

—¡Que nos pierdes, Roquito!

Extinguióse la risa del sacristán, y la cocina quedó en silencio. Pálidas del susto, las mujeres subieron al piso alto para rezar con las monjas. Toda la casa estaba llena de humo: Sentíase tras de las puertas el ulular del viento, y los soldados volvían a refugiarse en la cocina, esquiciados por otro chubasco, y el ama, luego de rezar un rato, volvía a vagar de una parte a otra, con los ojos agrandados. Y así pasaba el día, entre chubascos y claros de sol, lleno de tristeza y de susto… Ya de tarde, sonaba una corneta con el claro canto de llamada, y los alojados se partían por el camino aldeano, de dos en dos. Ugena y las monjas, desde la ventana del sobrado, los vieron desaparecer a lo lejos. Bajaron corriendo y dando gritos:

—¡Ya no se les alcanza con los ojos!

—¡Estás en salvo, Roquito!

—¡Dios lo hace!

La Josepa, con las manos trémulas, barría el fuego del hogar. Roquito se dejó caer de lo alto de la chimenea. Tenía la cara toda en una ampolla negra y roja. Sin levantarse comenzó a clamar:

—¡Nada veo! ¡Nada veo!

La mendiga se acercó y dio un grito:

—¡Tiene abrasado el cristal de los ojos!

Con silencioso espanto, las mujeres juntan las cabezas en un racimo para contemplar aquellos ojos ciegos y llagados. Eladia se levantó silenciosa, y sus manos, suaves bálsamos, comenzaron a curar los ojos llagados del sacristán, arrodillado ante ella con los brazos abiertos en cruz. La Madre Isabel estaba atenta, turbada por un oscuro remordimiento: Sentíase culpable ante el dolor de aquellas vidas, y estalló en un sollozo.

La Guerra Carlista
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