Capítulo XX

Eulalia, cuando entró en la saleta de su abuela, venía sofocada y riente, seguida de Jorge. Al verla, un grupo de muchachas que rodeaba a la vieja señora, se alzó con rumor de bandada volando a besarla. Sólo una dama flaca, morena y bizca, permaneció sentada cerca de la Marquesa. Era la madre de aquellas niñas, y tenía un parentesco de tradición con la casa del general Redín. Muy amable, de palabra melosa, estaba casi en el suelo, y acariciaba sobre sus rodillas una mano de la tía Paquita. Su figura se destacaba por oscuro sobre una cortina de encaje, delante de un balcón. Tenía el perfil triste, la silueta flaca, toda la figura muy severa, de una rancia hidalguía castellana. Pero hablando se metía en el corazón con sus palabras de miel, a veces de una malicia bobalicona y graciosa, un poco de priora. Por su matrimonio con un viejo calavera y devoto, muy afecto a los fueros, era Condesa de Santa María de Vérriz, Las niñas, feas, morenas y con los ojos negros, tenían el perfil de su madre. Eulalia les decía al pagar sus besos:

—¿No pensaréis en iros hoy?

Acababan de llegar en un landó, tirado por cuatro mulas que aún cascabeleaban a la puerta del palacio. Venían de su granja, un predio de leguas, con iglesia en su término, dependiente en lo antiguo de los abades de Vérriz. Era una jornada muy larga por el camino real, y algunos trajinantes la dividían en dos, haciendo alto en la Venta del Galán. Eulalia les preguntó cuándo habían salido, y el coro de niñas hizo una escala de huecas flautas:

—Aún era de noche. Comimos en vuestro robledo de Ormaz. ¡Estaba un día de sol!…

La Condesa levantó su voz dulce y persuasiva:

—Venimos para llevaros, Eulalia. Eso le estoy diciendo a la tía. Con esa condición nos quedamos, hermosa.

Eulalia se acercó a la Condesa de Vérriz:

—¡Tú estás muy buena, Estefanía!

—Muy resignada con mis arrugas, hija… Pues tuve telegrama de tus padres, suplicándome que convenza a la tía…

Eulalia preguntó con descuido:

—¿Dónde están ahora?

—¿No te han escrito?

—Sí, pero no recuerdo dónde están.

Comentó, con los labios estirados, la vieja Marquesa:

—Sabe que están buenos, pero no recuerda dónde fechaban. ¿Qué extraño es? Yo tampoco lo recuerdo… Si Rosalba no hubiera perdido la carta.

Toda mieles hizo un mimo la otra señora en la mano arrugada de la vieja:

—Tiene razón, tía, razón que le sobra. A mí me pasa lo mismo, tampoco leo nunca la fecha, y me suceden unas cosas…

La vieja desentendióse, y dándole un temblor a la cabeza, preguntó a la nieta:

—¿Qué le pasó el otro día a Rosalba?

—Le ha dado un soponcio, abuela. ¿Cómo se acuerda ahora?

—Porque no estoy desmemoriada, niña. Aun cuando tengo muchos años, no estoy desmemoriada. ¿Y qué me has dicho? ¿Que se ha caído?

—Si, señora.

—Se habrá lastimado.

—No, señora.

—Hija, pues que te diga cómo ha hecho. La contrataremos en un circo.

Viendo reír a la nieta, le hacía coro la abuela, con esa risa rasgada de las encías sin dientes. Estefanía Vérriz daba un nuevo apretujón a las manos amomiadas de la tía Paquita:

—¡Qué ingenio tan lozano! ¡A Madrid con nosotras, tía Paca! Tiene usted que conocer a Cánovas del Castillo. Son ustedes muy parecidos, tía Paca.

Se animaron lo ojos de la anciana:

—Dicen que tiene mucho talento. ¿Tú le conoces. Estefanía?

—Si, señora. Pero donde usted tendrá mil ocasiones de verle es en casa de sus hijos.

Estas palabras quedaron flotantes en un círculo de silencio. Las cuatro niñas feas interrumpieron su escala de flautas, y hubo rápido cambio de miradas entre aquellos ojos negros, impregnados de una malicia grave. Eulalia, un poco sofocada, tomó el brazo de sus dos primas mayores, poniéndose en medio, y se las presentó a Jorge:

—¿Cuál eliges por patrona del Arma de Caballería?

La Marquesa se ponía su lente de carey:

—Eulalia, si estas niñas no están cansadas, llévalas al jardín. No las tengas aquí prisioneras.

Las niñas no estaban cansadas, y se agruparon en torno de su prima, felices de poder murmurar sus secretos en la soledad del jardín, paseando del brazo entre los mirtos centenarios. Al cruzar la antesala, percibieron una voz desvariada que hablaba de prisa y se interrumpía quejándose con mucho dolor. Ante el asombro de las primas, Eulalia les explicó:

—Es la tía Rosalba.

Miraron todas por la puerta de cristales. La vieja estaba en el canapé: Se recogía sobre el pecho un brazo amoratado, tenía el pelo revuelto en una greña sucia, y los ojos vidriados. A sus pies, sentada en un taburete de escuela, hacía calceta una niña. La vieja habla muy voluble entre quejidos, y la niña se mece en el banco. Era la hija de una criada antigua en la casa, y su madre le había encomendado el cuidado de la tía Rosalba. Eulalia cuchichea entre sus primas:

—Lleva tres días sin acostarse. No quiere que nadie la toque ni se le acerque. ¡Es una vieja más ridícula!…

Hizo un gesto la menor de las primas:

—¡Se llenará de miseria!

La reprendió una de sus hermanas:

—¡Calla, tonta! Insistió la pequeña:

—¡Cómo nos está mirando!… Y tiene los ojos de loca…

Todas sintieron miedo y se alejaron corriendo hacia el jardín.

La Guerra Carlista
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